El último vuelo del flamenco (2 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

—Sí.

—¿Sabes qué hay allí, desvanecido, en medio de la carretera?

—Lo sé.

—No me parece bien, una mujer de tu rango... con toda esa gente presente.

—Voy, pero no como Ermelinda. Me desplazo oficialmente en mi condición de Primera Dama. Y, mientras tanto, manda sacar a esa gentuza de ahí.

—Pero ¿cómo puedo dispersar a las masas?

—¿No te he dicho que compres sirenas? Allá, en la Nación, ¿los jefes no usan sirena?

Y salió, con portes de reina. En el umbral de la puerta sacudió sus mechas, haciendo tintinear los oros, multiplicados en vistosos collares en el vasto cuello.

La misión investigadora

Lo que no puede florecer en el momento 

justo acaba estallando después.

Otro dicho de Tizangara

El pueblo hormigueaba en plena barahúnda. Constaba que, desde la capital, no tardaría en llegar la señera delegación con soldados nacionales y de las Naciones Unidas. Venía igualmente un jefe mayúsculo del comando de las tropas internacionales. Con los militares extranjeros venían el ministro no gubernamental y unos cuantos jefes de departamentos varios. Y además un tal Massimo Risi, un italiano, hombre sin mayores patentes. Sería él quien se establecería un tiempo en Tizangara.

Yo ya estaba en la plaza, cuadrado junto a los jefes de la administración local. Eramos el comité de recepción, haríamos los honores a la tierra. El administrador Esteban Jonás se retorcía nervioso. Mandaba y desmandaba, daba voces al viento.

—¡En fila! —repetía, dirigiendo nuestras posiciones.

Aunque atolondrado, seguía mostrándose vanidoso, con el pecho más hinchado que palomo arrastrando el ala. Pavoneándose así, su piel relucía aún más oscura, almendrados los brillos de su frente.

Entre la multitud figuraba una pancarta bien visible con letras enormes: «¡Bienvenidos, camaradas soviéticos! ¡Viva el internacionalismo proletario!». El administrador dio orden instantánea de que se retirase el cartel. Y que nadie entonase vivas a nadie. El pueblo andaba bastante confuso con el tiempo y la actualidad.

—Distribuid nuestros carteles, los que mandamos pintar ayer.

—Mejor que no, Excelencia.

—¿Y por qué?

—Es que las pinturas han desaparecido del almacén.

—¿Y las telas?

—Las telas no han desaparecido. Las han robado.

Estábamos en esos disgustos cuando apareció frente a nosotros un cabrito manchado. El animal desentonaba en medio de tanta solemnidad. El administrador se irritó a la sordina:

—¿Quién es ese cabrito?

—¿De quién es?... —corrigió el secretario, discreto.

—Sí, ¿de quién es esa mierda?

—¿Ese cabrito no será de los suyos, Excelencia?

La orden de evacuar de allí al caprino llegó demasiado tarde: las sirenas ya invadían la plaza. En un segundo, los veloces coches llenaron la plaza de polvo y ruido. De repente, las quijadas compungidas. Y se oyó un golpe sordo, el fragor de un vehículo embistiendo un cuerpo. Era el cabrito. El animal voló como una garza afelpada y se estrelló en una acera próxima. No murió en el acto. Antes se quedó por allí, manchado y demolido, amplificando sus gemidos por el mundo. Con la embestida, un cuerno saltó con tal ímpetu que fue a dar en el adjunto Chupanga. El hombre agarró el cuerno deshermanado y se lo entregó al administrador.

—Excelencia, esto es suyo.

Esteban Jonás, enfurecido, arrojó el cuerno al suelo. Me tiró del brazo, en una sacudida, y musitó la árida orden:

—Vaya y mate de una vez al hijo de puta del cabrito.

Imposible obedecer. Ya los visitantes salían de los coches con altivez y el administrador, en trance, repitió el desatinado comando:

—¡En fila!

Pensando que la orden iba dirigida a ellos, los pobladores se acomodaban en filas casi indias. Pronto la plaza adoptó el aspecto de una ceremonia militar. Esteban Jonás pasó a las presentaciones. Su voz, empero, era continuamente ahogada por los balidos del cabrito.

—Este es...

—¡Beee!

Sabotaje ideológico del enemigo: fue así como, más tarde, clasificó el administrador las interferencias sonoras. ¿Quién más querría empañar el esplendor de aquella solemnidad? Dada la circunstancia, no obstante, había que despejar el ambiente, sacudir el polvo y tragar saliva. El ministro se hizo cargo de la situación y lanzó la propuesta:

—Vamos ya al lugar del hecho.

En cambio, fue difícil encontrar espacio. El pueblo se conglomeraba, pasmado por presenciar tal desfile de eminencias. ¿Tanta gente movilizada por un sexo masculino, para colmo yaciendo en paz? Y a centenares se aglomeraron los tizangarenses. Unos se admiraban de verme allí, entre los notables. ¿Había yo pasado a compartir el puchero de los grandes, a beneficiarme de su cocina? Otros me hacían señas con improvisado respeto, por si acaso fuese yo un mandador de lluvia.

Los recién llegados fueron perdiendo seguridad a medida que apuraban camino hasta el lugar del descubrimiento. Allí, entre las masas, no se vislumbra quién es el debido quién. Doña Ermelinda, al lado de su esposo, le susurraba:

—¿Te has fijado en las sirenas? ¿No será posible pedirles que las dejen aquí?

Afligidos, los extranjeros comprimían las máquinas fotográficas contra las barrigas, no fuese el diablo a destrozarlas. En medio de la turbulencia, entre tirones y empujones aún se oían las órdenes del administrador:

—¡En fila!

Por fin, llegaron todos a la carretera donde yacía el anónimo sexo. Formaron un círculo y el silencio hizo un nudo alrededor. Así, callados, parecían rendir sentido homenaje. El hecho de que el apéndice susodicho hubiera resistido ese tiempo sin que lo hubiesen movido los animales era un asunto que avivaba las fantasías.

Hasta que el representante del gobierno central, después de mucho frotar el vacío de sus bolsillos, tosió y lanzó metafísico una hipótesis: aquello, en plena carretera, ¿era un órgano o un organismo? Y si era un órgano, así dispar e impar, ¿de quién había sido cortado? Y pronto se encendieron desatinados debates. Era evidente que desempolvaban voces sólo para espantar al silencio. Hasta que el administrador local sugirió:

—Con el debido respeto, Excelencias, ¿y si llamásemos a Ana Diosquiera?

—Pero esa Ana ¿quién es? —inquirió el ministro.

Se cruzaron voces: ¿cómo era posible no conocer a la Diosquiera? Pues ella era la prostituta del pueblo, la más competente conocedora de los machos locales.

—¿Prostitutas? ¿Aquí tenéis eso?

Y el administrador, encaramado en la vanidad, murmuró:

—¡Es la descentralización, señor ministro, es la promoción de la iniciativa local! —y repetía, orondo—: ¡Nuestra Ana!

Al ministro incluso le pareció oportuno refrenar ese entusiasmo creciente:

—Nuestra quiere decir...

Pero el administrador avanzaba a toda vela. Y proseguía: que la tal Ana era una mujer de mil imperfecciones, artista de desvariedades, mujer bastante descapotable. ¿Quién, sino ella, podía dar un parecer fundamentado sobre la identidad del órgano? ¿No era ella acaso perita en medicina ilegal?

—¿Comprende, Excelencia? Llamamos a Ana Diosquiera para que identifique el todo por la parte.

—¿Por la parte?

—Por la..., por la cosa, es decir, me refiero a la cuestión pendiente.

Y luego expidió mandamientos, con ademanes militares, no fuesen los extranjeros a pensar que el martillo no tenía mango:

—Señor adjunto, vaya a llamar a Ana Diosquiera.

Ya el mensajero partía, fulminante, cuando se detuvo y rehízo camino. Y preguntó al administrador, en voz pública:

—Disculpe, Excelencia, pero ¿dónde podré encontrar a la tal convocada?

Esteban Jonás carraspeó, perturbado. A ver, ¿por qué demonios tenía que saber él el paradero de esa mujer? Y llamando al adjunto para que se acercase más le susurró:

—¡Imbécil! Vaya al sitio ese que ya sabe.

Poca cosa hizo falta para que la orden se cumpliese. El administrador, mientras tanto, dio con mi persona y me ordenó:

—¡Traduzca, tradúzcale al señor Risi!

—No vale la pena, se entera de todo.

—Al menos, haga un resumen. Aproveche para introducir..., quiero decir, para explicar quién es nuestra Diosquiera.

No dio tiempo. Ya se anunciaba Ana Diosquiera, con menos sirena que la delegación, pero más despampanante. La mujer exhibía demasiado cuerpo en escasos vestidos. Tal como los tacones altos se hundían en la arena, así los ojos se clavaban en sus curvaturas. El pueblo, alrededor, miraba como si fuese irreal. Hasta hacía muy poco no había habido una prostituta en la aldea. Ni palabra había en la lengua local para nombrar tal criatura. Ana Diosquiera era siempre motivo de éxtasis y suspiro incesante.

La mujer se disculpó cuando se dio cuenta de la oficiosa expectativa. Chupanga, todo mantecoso, susurró al oído de la prostituta la breve explicación de las circunstancias. Al fin y al cabo, no había sido convocada para los servicios habituales. Ana recibió la sorpresa, siempre en pose. Después, mitigó los encantos y agravó la voz. En definitiva, venía con un atavío inadecuado. ¿Para qué el arte si falta el artificio? La mujer pasó su mano por la peluca y suspiró:

—¡Caramba! Yo pensaba que era una llamada de servicio. Y con tarifa de urgencia.

Soltó una carcajada, como afrenta. Después se acercó a la mujer del administrador y la contempló desafiante. La medía de arriba abajo, menoscabándola. ¿Quién era, al fin y al cabo, la más que primera dama? Con el mentón altivo y la risa a medias contenida:

—¿Cómo está nuestra Primera Señora?

Doña Ermelinda echaba fuego por los ojos. Su esposo la apartó, precaviendo desmanes.

—Vuelve a casa, mujer.

—Es mejor que ella se quede —repuso la prostituta— y vayamos juntas a ver los restos del accidente. ¿Quién ha dicho que no nos puede ayudar a identificar la cosa?

El enfrentamiento quedó ahí. Porque los extranjeros uniformados rodearon a la prostituta, absorbiendo la intensidad de sus aromas. La delegación se interesaba: ¿sería celo, simple curiosidad? Y le pidieron documentos probatorios de su carrera: curriculum vitae, participación en proyectos de desarrollo sostenible, trabajo en relación con la comunidad.

—¿Tenéis dudas? Soy puta legítima. No una desmeretriz cualquiera. Incluso ya he dormido con...

—Adelante, adelante —apresuró el ministro, que pronto inició una disertación sobre vagos asuntos como las previsiones de lluvia, el estado miserable de las carreteras y otras naderías.

Ana Diosquiera respondía a todo, en verbo y gesto, con los ojos puestos en el italiano. Después del interrogatorio, se acercó a Massimo Risi y le dijo algo al oído. Nadie sabe lo que le dijo. El pueblo sólo veía al blanco ponerse rojo y volver a palidecer, la cara cayéndosele del rostro.

Después, la prostituta dio la espalda a la delegación y se acercó al polémico hallazgo, en el suelo de la carretera. Miró el órgano desfigurado, caído como un gusano fláccido. Se arrodilló y, con un palito, dio la vuelta al guión carnal. Alrededor de Ana Diosquiera se formó un círculo, con ojos de ansiosa expectativa. Se impuso silencio. Hasta que el jefe de la policía local inquirió:

—¿Cortaron esta cosa del hombre o viceversa?

—Esa cosa, como la llama el señor policía, esa cosa no pertenece a ninguno de los hombres de aquí.

—¿Está segura?

—Plena y absolutamente segura.

Cumplido el examen, Ana Diosquiera sacudió las manos y abanicó su cabellera lacia como si fuese una reina. El ministro llamó aparte al delegado de las Naciones Unidas. Deliberaron:

—Disculpe que le diga, pero a mí me parece que es uno más de esos casos...

—¿Qué casos? —preguntó el extranjero.

—De esos de los estallidos.

—¡No me diga eso!

—Le digo que es un estallado más.

—No me venga con esa estupidez de los estallados. Discúlpeme, pero ésa no me la trago.

—Pero yo, como ministro, recibo informaciones...

—Escúcheme bien: ya han desaparecido cinco soldados. ¡Cinco! Yo tengo que presentar un informe a mis jefes en Nueva York, no quiero historias ni leyendas.

—Pero mi gobierno...

—Su gobierno está recibiendo mucho. Ahora son ustedes los que tienen que dar algo a cambio. ¡Y nosotros queremos una explicación verosímil!

Y el representante del mundo impuso condiciones: se exigía un informe bilingüe, previsiones presupuestarias y rendición de cuentas inmediata. El jefe de la misión espumajeaba de la rabia:

—Es que ya es demasiado: ¡cinco, con éste seis!

Seis soldados de las Naciones Unidas se habían eclipsado, sin dejar ningún rastro salvo un río de delirantes rumores. ¿Cómo podían unos soldados extranjeros disolverse así, desparramados en medio de las Áfricas, que es, como quien no dice, en medio de nada? El ministro, amargado, respondió:

—Está bien, voy a hablar con la pu..., con la prostituta.

—Pues eso, hable. Lo que quiero es aclarar la situación. Y óigame bien: lo quiero todo grabado. No quiero blablablá, estoy cansado de folclore.

—Pero las declaraciones son todas unánimes: ¡los soldados estallan!

—¿Estallan? ¿Cómo es que estallan sin minas, sin granadas, sin explosivos? No me venga con chácharas. Lo quiero todo grabado, aquí.

Le entregó una grabadora y una caja de casetes. Latió un silencio grave. Para disfrazar las apariencias de sumisión, el ministro se puso a trajinar con los dedos en los botones del aparato. De golpe, salió una música de la grabadora, sonidos calientes se desencadenaron por los aires y el pueblo, instantáneo, se puso a bailar. El universo, en un segundo, se convirtió en una infinita pista de baile. Atolondrado, el ministro barajó los dedos en las manos, demorando en parar la fanfarria. La música calló y aún quedaron unas parejas girando. Más lejos, el cabrito balaba con gemidos cada vez más débiles.

—¿Qué es esto? —inquirió un ilustre.

—No es nada, son niños imitando..., es decir, jugando —se apresuró a declarar el administrador.

El responsable de la ONU parecía un dragón llameando por sus narices. Miró el firmamento como si implorase comprensión divina. Llamó a Massimo Risi y le dio las rápidas y postreras instrucciones. Después entró en el espacioso coche y golpeó la puerta con furia. Pero el jeep no arrancó: ¿nervios del conductor, descarga de la batería? El motor se caló en intentos sucesivamente frustrados. El representante del mundo, con las ventanillas cerradas, esperaba sin duda una mano generosa que empujase el vehículo.

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