Miré alrededor y estuve de acuerdo con la moza. La ciudad se fue abandonando tanto que hasta las cosas comenzaron a perder sus nombres. Allí, por ejemplo: aquello se llamaba casa. Ahora, con raíces que llenaban las paredes en ruinas, le venía mejor el nombre de árbol.
—¿Entiende ahora por qué hemos venido aquí? Para que vea que en Tizangara no hay dos mundos.
Que viese, por sí mismo, a los vivos y a los muertos compartiendo la misma casa. Como Hortensia y su sobrino. Y que pensase en ello cuando buscase a sus muertos.
—Por eso le pregunto, Massimo: ¿qué aldea está visitando?
—¿Cómo qué aldea?
—Porque aquí tenemos tres aldeas con sus respectivos nombres: Tizangara-tierra, Tizangara-cielo, Tizangara-agua. Conozco las tres. Y sólo yo las quiero a todas.
Sonreí. Ahora quien necesitaba traducción era yo. Nunca había escuchado a Temporina tan henchida de belleza. ¿O ella se adornaba, especial, para el visitante? Desconfiado, me retiré, de puntillas, por las escaleras. Dejé a los dos en el balcón y me quedé en el patio, a una respetuosa distancia. Desde lejos, aún vi cómo Temporina se sentaba en el regazo del italiano y cómo sus cuerpos se entrelazaban. De súbito, el rostro de ella se puso a la luz y me quedé estupefacto: en acto de amor Temporina rejuvenecía. Toda ella era sin arrugas, sin cicatriz del tiempo. Y aparté mis ojos, recogí mi asombro. El italiano había de bajar y yo retomaría mis tareas. Ahora, por cierto, él no necesitaba traductor.
En la espera, me dormí. Al día siguiente, cuando desperté, ya el italiano se paseaba por el patio. Temporina le decía:
—Te he estado mirando. Disculpa, Massimo, pero tú no sabes andar.
—¿Cómo que no sé andar?
—No sabes pisar. No sabes andar en este suelo. Ven aquí: voy a enseñarte a caminar.
El rió, creyendo que era una broma. Pero ella, grave, le advirtió:
—Hablo en serio: saber pisar en este suelo es cuestión de vida o muerte. Ven, que yo te enseño.
El italiano cedió. Se aproximaron y juntaron sus manos. Parecía que bailaban, el italiano aliviando su peso a medida que su pie se aficionaba al suelo. Temporina lo iba estimulando: pisa como quien ama, pisa como si lo hicieses sobre un pecho de mujer. Y lo guiaba, en apoyo y gesto. Más lejos, el hermano necio escondía la risa, nervioso. Saltaba, hacía cabriolas. Nunca había visto a su hermana con afanes de mujer. Más tarde, supo que eran otros los motivos de su nerviosismo.
Por fin, Temporina se retiró y el italiano se dejó caer a la sombra. Conozco a los blancos: la mirada de Risi revelaba el hechizo de la pasión. El encantamiento ya había entrado en el extranjero. El pobre desconocía todo cuanto le esperaba. Así, con ingenua sonrisa, se me acercó. Dije una gracia:
—¿Se ha desmelenado bien con Temporina?
El extranjero no entendió. Me pidió explicaciones. Yo sólo me reí.
—¿Se imagina que yo he tocado a esa mujer?
—No lo imagino: ¡lo he visto!
—Pues le juro que no le he tocado ni un dedo.
El italiano insistió con vehemencia. Parecía tener necesidad de desvanecer cualquier duda que quedase en mí. Explicó que, después de retirarme yo, ellos habían conversado. Sólo eso, habían conversado. Y que él se durmió. Sí, admitía haber soñado con la anciana moza. Pero nada había ocurrido.
La llamada, desde el portón, nos interrumpió. Era un enviado de la administración. Me entregó un sobre.
—Es una carta de Su Excelencia —después se acercó más para susurrarme—: Ha dicho que usted lea primero. Sólo debe traducirle al extranjero un resumen de la carta.
No actué siguiendo esas instrucciones. Esperé que el mensajero se alejase y me senté a la sombra. Leí en voz alta a Massimo Risi todo el contenido de la carta.
No tengo mala memoria.
Mi única dificultad
es tener que escribir por escrito..
Confesión del administrador
Su Excelencia
El Jefe Provincial
Escribo, Excelencia, casi por vía oral. Las cosas que voy a contar, ocurridas aquí en la localidad, son tan admirables que no caben en un informe. Haga cuenta de que este informe es una carta muy familiar. Disculpe el abuso de confianza.
Todo comenzó la madrugada antepasada. Mi esposa, doña Ermelinda, fue hacia la ventana y preguntó qué ruido era ése. Abrí costosamente los ojos y vi cómo sus hombros tiritaban. Ella se envolvió en el pareo, parecía hacer un frío invisible. Casi ronqué, que aquello ni siquiera era ruido. Como de costumbre, Ermelinda me impacienta: es que mi esposa, Excelencia, duerme con los oídos fuera, olfateando como una hiena, siempre al acecho. Sufre de miedos, dentro y fuera del sueño. Aquella vez, ella insistía, obcecada:
—¿No lo oyes, Jonás? Parece un barco pitando...
Me desembaracé de las sábanas y maldije mi vida. Me parecía haber oído truenos celestes. Ermelinda descorrió las pesadas cortinas, herencia de la colonia. Acechamos los dos. Fuera, el día era aún matinal, de un gris perezoso.
Disculpe, la franqueza no es flaqueza: el marxismo sea loado, pero hay muchas cosas escondidas en estos silencios africanos. Por debajo de la base material del mundo deben de existir fuerzas artesanales que no están al alcance del pensamiento. Pido disculpas si estoy equivocado, haré una autocrítica.
Vuelvo a los acontecimientos. Mirando por la ventana noté, entonces, lo más extraño: no había viento ni nubes. La tierra estaba en calma, en su orden manso. Más lejos, no obstante, el río se revolvía, semejante a los infiernos. ¿Cómo podía ser: calmoso aquí, agitado allá? ¿Qué fuerzas indisponían al mundo en un solo lado? ¿De dónde provenían aquellos truenos? Ermelinda, inquieta, me preguntaba:
—¿Y los tamboreos?
—¿Qué tamboreos, camarada esposa?
Fíjese, Excelencia, en el debido respeto con el que hablo a la mujer mozambiqueña. Nosotros, los dirigentes, tenemos que dar el ejemplo y comenzar en la célula familiar. Ermelinda estaba acelerada por los nervios y seguía interrogándome:
—¿No has oído al pueblo tamboreando? ¿Qué ceremonia será ésa?
En la realidad de los hechos, los
ngomas
↵
habían redoblado toda la noche, en un pandemónium.
—¿Por qué has dejado que esa gente venga hasta aquí, tan cerca?
Yo, Esteban Jonás, eché pestes: que no se metiese. Aquella gente, ella bien lo sabía, eran antiguos evacuados de la guerra. El conflicto terminó, pero no regresaron al campo. Ermelinda conoce las ordenanzas actuales y pasadas. Si fuese como antes, los habría mandado más lejos. Era lo que ocurría si había visitas de categoría, estructuras y extranjeros. Teníamos ordenanzas superiores: no podíamos mostrar a la Nación mendigando, el País con todas las costillas fuera. En la víspera de cada visita, todos nosotros, administradores, recibíamos la consigna de urgencia: era necesario esconder a los habitantes, barrer toda aquella pobreza.
Sin embargo, con los donativos de la comunidad internacional, las cosas habían cambiado. Ahora, la situación era muy diferente. Era necesario mostrar a la población con su hambre, con sus enfermedades contagiosas. Me acuerdo bien de sus palabras, Excelencia: nuestra miseria está dando frutos. Para vivir en un país de pordioseros, es necesario abrir bien las heridas, poner a la vista los huesos salientes de los niños. Fueron ésas las palabras de su discurso, incluso las apunté en mi libreta de notas. Ese es el actual santo y seña: juntar los destrozos, facilitar la visión del desastre. El extranjero de fuera o de la capital debe poder apreciar toda aquella pesadumbre sin gastar grandes sudores. Por eso los refugiados viven hace meses acampados en los alrededores de la administración, haciendo ostentación de su desgracia.
—¿No lo oyes ahora? Allá, es un barco llorando...
¡Mi mujer, Excelencia, es muy obstinada! Hace ya más de un siglo que los barcos no suben a Tizangara. A este río ya no lo visita nadie. ¿Cómo podía ser que oyese un barco? Por ello, decidí tomar el control de la situación. Llamé al miliciano. Este se presentó, cuadrándose. Estaba tan soñóliento que, al principio, habló en
chimuanzí
, la lengua de la aldea. Es verdad que yo había recibido la recomendación de Su Excelencia: aprender la lengua local facilita el entendimiento con las poblaciones. Pero no lo consigo, apenas me queda tiempo para las prioridades. El miliciano estaba allí, igual a una estatua, con las manos pegadas al cuerpo. Dicté sentencia: que acabasen los ruidos de inmediato.
—Pero ¿qué ruidos, Excelencia?
—Esos de los tambores, ¿no los oyes?
—Pero, señor Ministrador, ¿no conoce las ceremonias? Son nuestras misas, aquí en el norte.
—No quiero saberlo —respondí.
Yo era la autoridad, no podía quedarme allí devanando palabras. No valía la pena proseguir el diálogo: él era un nativo, igual a los otros, zarrapastroso. Por eso aquel ruido era música para él.
El miliciano salió, con los pies en polvorosa. Ermelinda suspiró hondo. Desde hace un tiempo, ella se queja de mí. Dice que últimamente ando rezongón, como si cargase la tapa de mi propio ataúd. Es que yo, según sus palabras, me hago mayor que mi tamaño. De acuerdo con sus quejas, me ve como un buey que mira a un sapo hinchado: por más cosas que lleve encima, se le notan las costillas. A lo que respondo: tú no sabes, mujer, tú no sabes nada. Ermelinda no me escucha, sigue insistiendo:
—Deberías ser como esos pajarillos que viven en el lomo del hipopótamo: que los grandes te necesiten pero que nadie te vea.
Me irrito con sus arrogancias. Si es tan lista ¿por qué razón no es ella la administradora? ¿O administratriz? Siempre le hago recordar mi heroísmo en la lucha armada. En pleno monte, sin nada para comer, todo un sacrificio por la liberación del pueblo. En alguna ocasión llegué a comer Colgate.
—Pues deberías haber comido más crema dental. Aún tienes muy mal aliento.
Vea qué manera de responder, golpe a golpe. Aquella vez, sin embargo, mi esposa no me contradijo. Su voz incluso ganó un dulce matiz:
—Marido mío, fíjate en tu corazón.
—¿Y qué tiene?
—Está creciendo más que el pecho, Jonás.
Avanzando con la mano ahuecada, ella me tocó. ¿Y sabe dónde me tocó, Excelencia? En el pecho, me acarició un pecho. Y me preguntó:
—¿No lo ves, marido mío? Mira cómo palpitas, eso aún te hace daño. Cuando hierve la sangre, Jonás, ha de ser por otros motivos. ¿O no, marido mío?
Yo me amansé, lleno de respiración. Mi pecho, Excelencia, es el punto por donde se me desata el ardor, como ese botoncito que enciende la voz de la radio. Sonreí. Debería darle la posibilidad al cuerpo, llenarme en la hondura de ella. No obstante, me quedé pensativo, hueco, distante. Ermelinda se quedó esperando un poco. Pero después se enfureció, desatada.
—¡Estás pensando en la otra!
—Te juro que no —respondí rotundo.
Me acerqué a ella para deshacer aquella desconfianza. Primero, Ermelinda se resistió. Después se ablandó, dándome la paga de un beso. Y su mano me acarició pecho abajo, reímos ambos y caímos en la cama. Disculpe, Excelencia, me estoy alejando de la política, que es el asunto que en gran medida nos ha vinculado. Voy a interrumpir este informe, por cuya causa me está subiendo la temperatura de la sangre. Sólo de recordarlo me hierven los líquidos. Aún no lo he confesado, seguramente usted no me tomará en serio. Sin embargo, sufro de una extrañeza. Es que cuando toco a una mujer mis manos se calientan hasta parecer brasas encendidas. Hubo ocasiones en las que incluso se prendieron fuego y me vi obligado a detener el acto. ¿Ha visto algo así alguna vez? Debe de ser un hechizo que Ermelinda encargó para mí. ¿Y si un día, de tan caliente, yo también estallo en medio de la noche?
—Echo de menos mi casa, allá en Italia.
—A mí también me gustaría tener un lugar propio,
adonde pudiese ir y alojarme.
—¿No lo tienes, Ana?
—¿Si no lo tengo? No lo tenemos,
todas nosotras, las mujeres.
—¿Cómo no?
—Vosotros, los hombres, venís a casa.
Nosotras somos la casa.
Fragmento de un diálogo entre
el italiano y Diosquiera
Massimo Risi llegó a la sede de la administración transpirando. Antes de entrar se olió y frunció el ceño: guardaba el perfume de ella, de Temporina. Me preguntó si se notaba mucho y yo lo tranquilicé, dándole prisa para que entrase en el despacho. Sentía el mal gusto de la bebida que Temporina le había ofrecido. Tragó en seco varias veces. Llegaba con retraso, pero el ministro no aludió al respeto del tiempo. Señaló la grabadora, satisfecho:
—Ya he hablado con Ana Diosquiera. Lo he grabado todo, tal como se acordó.
Miré en torno y me admiré: el ministro estaba solo. Ni el administrador ni Chupanga figuraban en la sala. Nos sentamos mientras el gobernante pulsó el botón de la grabadora y la voz de la prostituta se expandió por la habitación. El italiano no ocultó un escalofrío. La voz de Diosquiera era carnal, inflamadora como bebida que ahuyenta la razón. Los dos hombres fijaban la vista perdida en la pared, la mirada atolondrada. Se quedaron así, embobados, largos minutos. Massimo hundió la cabeza entre las manos y pidió que el ministro repitiese la grabación desde el principio. De nuevo, las palabras de Diosquiera llenaron el lugar:
Comienzo así, explicando mis tareas. Diciendo una cosa, lo siguiente: usted, próximamente, dejará de ser ministro. Transitará hacia ex ministro. Pero yo no transitaré nunca. Una puta nunca es ex. Hay ex enfermera, hay ex ministro... Sólo no existe ex prostituta. La putería es condenación eterna, una mancha que no se lava nunca más.
Déjeme que le explique, no me interrumpa. Usted es ministro, yo soy una simple mujer que revuelve sábanas. Usted ha de oír por ahí más cotilleos que crujido de hoja pisada. Hace tiempo que tengo mala fama. Comentan que hago donativos de cuerpo, que lo hago gratis con los que no pueden pagar. Dicen que doy piruetas por encargo, sólo así, por el alma de los difuntos. ¿Vale la pena responder a esas mentiras? Es tan inútil como quitarle el óxido a un clavo. Sólo yo sé cuál es mi vida. Quien conoce la suciedad del muro es el caracol que trepa por la pared. Nadie más.
¿Sabe lo que pienso ahora? Que me estoy desgastando los muslos con ingratos, como quien rasca la piedra con las uñas. Este mundo tiene más dientes que bocas. Es más fácil morder que besar, créame, señor. Aprovecho para decirlo ahora, yo que nunca he hablado con un ministro central, ¿me entiende?