El ministro apagó el aparato. Miró al italiano, que parecía ausente. El extranjero sólo rompió su inmovilidad para olerse a sí mismo.
—¿Quiere que lo ponga un poco más adelante?
—No, deje que siga —respondió Massimo.
—Es que hay aquí unos pasajes...
—Deje que la cásete avance.
—No creo que sirva para algo.
—¿Usted sabe lo que está en cuestión en este asunto?
—Pero esto nunca se aclarará, ustedes no entienden...
—Usted, señor ministro, sabe bien que esto tiene que aclararse.
El ministro parecía resignarse, cuando golpearon la puerta. Era el adjunto, Chupanga. El ministro no le dio permiso para entrar. No quería que nadie más compartiese esas confesiones. De nuevo conectó el aparato. La voz de AnaDiosquiera volvió a gobernar la amplia sala.
Siéntese aquí, Excelencia. Siéntese, que el colchón está limpio, las sábanas lavadas. Eso, eso es. Donde estaba no lo veía bien. Usted tiene ojos de ayuno. Discúlpeme, por donde más veo es por los ojos. Vida menuda, grandezas e infinitos: todo está escrito en la mirada. ¿Quiere apoyarse en este cojín? ¿No? Vale, acomódese según su deseo.
Listo. Ahora voy al grano. ¿Quiere saber toda la verdad de lo ocurrido? Los soldados extranjeros estallan, sí, señor. No es que pisen una mina, no. Somos nosotras, las mujeres, los ingenios explosivos. No ponga esa cara. No tenemos poderes, usted lo sabe. ¿O ya ha olvidado las fuerzas de la tierra? Pregunte por ahí, todos lo saben. El pueblo no habla, pero están siempre naciendo decires. La hierba, aunque no lo parezca, da flor. Únicamente no lo ve quien está lejos. Sólo fingimos quedarnos callados. Lo sabe, ¿no? Puede poner el brazo aquí, en mi pierna superior, no hay problema. Vamos, no se quede ahí, cohibido, avergonzado, parece el
halakavuma
.
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Yo le voy a decir lo que ocurre, ahora le cuento lo sucedido esa noche. Pero déjeme que le desabroche algunos botones, fíjese en cómo está transpirando...
El dedo celoso del ministro volvió a desconectar el aparato. Respiró hondo antes de beber de un trago un vaso de agua.
—Beba, está hervida.
El italiano se sirvió dos veces. Parecía confiar en aquella agua, con etiqueta en la botella, pruebas y garantías. Necesitaba lavarse por dentro. Y ya le nacían sospechas sobre la bebida que Temporina le había hecho beber en la víspera.
—¿Ve cómo son las personas de aquí? Hablan mucho para decir poco. Esa muchacha aún no ha dicho nada.
—Pero a mí me hace falta información concreta. Las personas no desaparecen.
—Han estallado. Aunque no lo crea, ha sido así —insistió el ministro, intentando abrir una ventana combada.
—Pero así ¿cómo? ¿Estallado sin explosivo?
—Fue lo que la prostituta me contó.
—Conecte el grabador. Quiero escuchar hasta el final.
—No. Es mejor que yo resuma. Es que ya estamos gastando muchas pilas.
—Mandaré que traigan más pilas.
Incapaz de reaccionar, el ministro volvió a poner la declaración de Ana Diosquiera. Y, de nuevo, se difundió la voz cálida, como lluvia que cayera en nuestra alma.
El soldado zambiano llegó, haciendo alarde de su uniforme. Entró en el bar, imponiendo su presencia. Golpeaba los talones y ordenaba que sirviesen la bebida. No nos gustaron, ¿sabe?, esos aires de gran señor. Sólo simulamos simpatía, nada más. En esa bebida, lo vi, alguien añadió unos polvos preparados, hechizos de ésos, de los nuestros. No sé quién ni sé qué. Obra de los hombres, celos de ellos que no quieren que se toque a las mujeres de la tierra. Y yo, Excelencia, yo incluso me siento orgullosa de esos celos de ellos. Es que nunca he sido de nadie. Nunca. Que haya hombres que disputan por mí me hace sentir perteneciente, como si fuese mujer de uno solo, exclusivo. Pero fue así. Esto que le cuento no tiene oídos ni boca. Yo vi los polvos, cayendo como arena en la cerveza del infeliz. Lo vi absolutamente todo. Cuando el soldado de Zambia me tomó de la mano yo ya sabía su destino. Lo acompañé sin pena...
La grabación se interrumpió de nuevo. El italiano, hastiado, preguntó:
—¿Termina así? Da la impresión de que alguien la ha cortado.
—¿Cortado? ¿Quién?
—Sí, parece que la mujer aún estaba hablando.
—Ah, pero ahí ella estaba hablando..., estaba hablando en la lengua de aquí.
—¿Y qué decía?
—Es que no entiendo muy bien el dialecto de esta gente.
Ordenó unos papeles en su maletín y se justificó: tenía serias obligaciones en la capital. No podía prolongar su estancia en un lugar tan desvalido. Esa misma tarde regresaría. Había dejado instrucciones claras a la administración local.
—Usted quédese y hable tranquilo con quien desee. Ya he dado órdenes para que tenga libre acceso a todas partes.
El ministro me pidió, entonces, que fuese a la secretaría y llamase al adjunto Chupanga. Me interné en los corredores entendiendo que alejarme había sido un recurso porque convenía que hablasen Risi y el gobernante a solas. La tarde ya era tardía, los empleados ya se habían marchado. Sólo quedaba el fiel Chupanga. Cuando lo llamé se sorprendió sobremanera. ¿Le corroía la envidia por haber sido yo aceptado en la intimidad del diálogo de los jefes? Por primera vez, ante mí apareció un hombre sumiso, desmadejado. Y luego, predispuesto:
—Ya lo sé, debe de ser por causa de la fotografía de Su Excelencia.
Y se encaminó hacia el despacho adonde lo llamaban, con un enorme marco en la mano. En la misma entrada, el ministro preguntó:
—¿Aún no has colgado el cuadro?
Chupanga presentó prontas disculpas. Aquél era un retrato presidencial, había que limpiar bien las paredes antes de clavar el cuadro oficial.
—Saluda al señor Risi, él va a trabajar contigo en este asunto.
El adjunto Chupanga se atolondró en el gesto de elegir la mano que apretaría. En ese intermedio, el retrato se le escapó y el vidrio quedó hecho añicos. El hombre se estremeció, aterrorizado ante la mirada grave del ministro:
—¡Dios mío!
Y retrocedió como si temiese que los cristales le cayesen encima. ¿Y ahora? Y ahora, le preguntaba el ministro. Cristales allí, en el pueblo, no habría. ¿Cómo cubrir la fotografía, proteger a Su Excelencia de los rayos solares y no solares? Chupanga no articulaba palabra. De repente, salió corriendo y volvió enseguida con un cristal en la mano.
—Mire, Excelencia, he conseguido otro cristal, se lo he quitado al otro retrato, al anterior...
No terminó la frase. Estalló una tremenda explosión: el mundo parecía descoyuntarse. Se desprendieron ventanas enteras y el italiano fue proyectado contra la pared. También yo fui arrojado al suelo. Pasado el susto, vi a Chupanga, compungido, con un trozo de cristal en la mano mientras el administrador salía, despavorido, por la puerta. Corrimos tras él. Allí fuera, la gente parecía haber discordado con la orden. Se extendía una completa confusión. El ministro ordenó que volviésemos a entrar. No merecía la pena correr riesgos. Mandaría a unos informadores a enterarse de lo que había pasado. Mientras tanto, deberíamos regresar a la pensión donde esperaríamos nuevas instrucciones.
En la pensión nos informaron: no lejos de allí, se había producido una más de esas extrañas voladuras. A escasa distancia, otro soldado de las Naciones Unidas había desaparecido, deshecho en el misterio.
—Esta vez, dicen, ha sido un paquistaní.
Sólo más tarde sabríamos lo que había pasado, a través de un informe del administrador local. El ministro le había exigido su inmediata redacción. A la mañana siguiente, me convocaron y me entregaron el sobre. Para que se lo hiciese llegar al italiano por vías informales. Porque los papeles no tenían sello oficial. Constituían una carta, de letra y corazón abiertos. Y enseguida se desvelaba la voladura: la nueva víctima era un paquistaní, responsable de la custodia de la residencia oficial del administrador Esteban Jonás. Esta vez, la explosión se había producido en plenas entrañas del Poder.
Llegado a la habitación, en la soledad de todo, comencé a leer las páginas mecanografiadas de Esteban Jonás. Lo que me pareció extraño fue el tono de la carta, de rasgo humano. Leí entonces en las extralíneas.
El mono se volvió loco
de tanto mirar por detrás del espejo.
Refrán
Su Excelencia
El Ministro Responsable
Escribo guiado por la furia: lo que vi me cegó; lo que no vi me iluminó. Cuando oí aquella fulguración, agujereando el poniente, entonces desconfié: ¿sería aquello un reclamo? ¿Sólo para que yo pusiese los pies en el camino del peligro? El enemigo está en todas partes, incluso en nuestra plena ropa interior. He aquí el ámbito de mi informe sobre el más reciente sucedido. Que fue un verdadero contratiempo.
¿Se acuerda, Excelencia, de que le pedí permiso ayer por la tarde? Yo estaba ordenando unos papeles en mi casa, unos documentos para que Su Excelencia los llevase consigo a la capital. Casualmente, a esa misma hora cierta señora —que no puedo mencionar— me preparaba un whisky de etiqueta negra. Es que yo, Excelencia, no me proveo de cualquier mujer, ni de cualquier bebida. Soy un hombre culto, tengo trato íntimo con el whisky donde se tercie.
Pues yo, Excelencia, ya estaba comenzando las intimidades con la tal anónima. No entro en detalles, pero le confío este pavor que me produce el que mis manos se enciendan. Sucede con lirmelinda: en cuanto la acaricio mis dedos se ponen calientes. Con esta otra, sin embargo, con la tal innominada mujer, ese mal de ojo parece no tener cabida. Entonces yo, aquel atardecer, yo magreaba con ella sin abandonar el miedo a los ardores. Por cautela, enfriaba los dedos en el hielo del whisky. Estaba yo casi echado sobre ella, cuando la fulguración tronó, era como si el cosmos se rasgase en dos. Con el susto me palpé, de inmediato, para comprobar si era cierta mi aflicción: ¿había estallado yo? Y miré a los cielos, implorando la clemencia de los dueños de la vida.
Fue cuando vi volar en mi dirección un órgano de macho, más veloz que fulminación de relámpago. Se me hicieron canicas los ojos. Aún hoy tartamudeo: me queda la lengua en busca de la garganta cuando intento describir lo sucedido. La señora, felizmente, se marchó. Incluso pensé que se había disuelto en el ámbito de la explosión. Pero no, por la rendija de la ventana pude verla corriendo por las calles.
Usted puede acusarme. Tengo espaldas anchas como la tortuga. Pero todo sucedió tal como se lo cuento. Pues el tal sexo volador, después de pasar rasando mi persona, acabó clavado en una de las aspas del ventilador. Y se quedó girando en el techo, como equilibrista en las alturas del circo.
Decidí aumentar la velocidad en la rotación del ventilador. Pudiese ser que la cosa se despegase, con debilidad centrífuga. Moví el botón al máximo. Como si nada: el colgajo no se despegaba, suspendido en la ilusión de estar vivo. ¿Se estaba haciendo pasar por lombriz?
Le explico el ámbito del sucedido: yo había mandado preparar unos cuantos cabritos para que Su Excelencia se los llevase a la capital. Parece que ahora ya no dejan embarcar cabritos en los aviones. Sin embargo, para los dirigentes siempre se hace una excepción, ¿no es verdad? La vida no es sólo sacrificios. Pues aquella tarde había unos cuantos ayudantes que estaban matando otros tantos cabritos, en el patio de la parte trasera. Cuando se produjo el estallido, aquello fue un a ver dónde te metes. En medio de tamaña confusión, los cabritos iban dando saltos por la carretera, las personas se desbandaban por todos lados. Después de un rato, esa misma gente se amontonó junto al gallinero. Encima de las tablas estaban las botas del desdichado. Y ninguna otra señal: ni sangre, ni visceras, ni olor siquiera. La pregunta andaba en el aire sin llegar a ser proferida: y el chirimbolo del paquistaní, ¿adonde habría ido a parar?
Cuando llegó mi esposa tuve que mentir. No podía revelar con quién estaba a esa altura del acontecimiento. Me hacían sospechoso, sin embargo, los vasos de whisky. Doña Ermelinda, mi esposa, fue de inmediato al grano:
—Aquí hay dos vasos.
—Sí, estaba bebiendo con el mayor Ahmed.
—¿Quién es Ahmed?
—Era. Era ese que salió volando. Jefe de seguridad.
—¿Y ese jefe de seguridad, ese mayor, usaba pintalabios?
Tragué un yo qué sé. ¿Quién conoce las costumbres de esos asiáticos? ¿No hay por ahí algunos que usan falda? Vaya uno a saber lo que usan por debajo de la ropa. Y señalé al techo. Era mejor que ella viese el órgano del militar para desvanecer sospechas. Sólo después me sentí cortado como para confesar que el instrumento de macho estaba clavado, digamos que cabeza abajo, en el techo de mi casa. Engañaba a Ermelinda. Pero, los otros, ¿qué pensarían? ¿Que yo estaba implicado en las tristemente célebres voladuras? O, peor aún, ¿que andaba por ahí revoleándome con hombres, para más inri morenos?
Ermelinda, primero, parecía confusa. Después insistió en la duda, tamborileando los dedos alrededor de las marcas del mal afamado vaso.
—Conque el mayor, ¿eh?
—¿Qué quieres, esposa mía? Son cuestiones culturales.
—¿Y tomar por culo es también una cuestión cultural?
No podía admitir ese lenguaje. Pero en el momento incluso ganaba alguna ventaja en aquella confusión. Fue cuando entraron los otros cascos azules, junto con nuestros militares. Movieron y removieron todo: ¿qué buscaban? Exactamente, el apéndice del paquistaní. Mi esposa, con risa sardónica, exclamó:
—Ah, ¿es eso lo que buscan? Pues pregúntenle al administrador.
Yo señalé al techo, ya con las piernas flojas. Fue entonces cuando un mareo me obnubiló y me desvanecí en medio del suelo. Me alzaron, sin conciencia ni consistencia. Me quedé un rato desmayado. Cuando desperté me palpé, de la cabeza a los pies. Quería asegurarme de que estaba entero e intacto. Después sonreí, aliviado: una vez más llegaba a creerme en el reino de los estallados, el alma descarnada, el cuerpo hecho polvo.
Y desde el mismo lecho en el que me depositaron escribo estas líneas torcidas. Le pido paciencia para estas confesiones.
Pues la situación no es exactamente aquella que escribí en el informe que le entregó el ex camarada ministro. Es mucho más grave. Es este caso de los estallados. Incluso pensé que podía ser un hechizo encargado por causa de mi hijo Jonassane. Usted sabe: él anda metido en grupúsculos dudosos que roban y hasta se dedican al tráfico de droga. Estoy preocupado e incluso le entregué la ambulancia que habían asignado para llevar adelante un proyecto de salud. Desvié el vehículo para que el muchacho se ocupase de tareas de transporte. Se entretenía y siempre rendía. Pero después me complicaron con esa manía de la lucha anticorrupción y acabé devolviendo la ambulancia. Les he pedido a unos surafricanos que quieren instalarse aquí que me den un nuevo vehículo. Ellos lo entregan, yo les facilito los trámites. ¿Es incorrecto? Ermelinda se niega, perentoria: el que no llora, no mama. Al fin y al cabo, ¿cómo es la cosa? ¿Tenemos que imponer la moral en nuestra vida cuando ella, la moral, no quiere saber nada de nosotros? Bien, sé que éstos son pensamientos de andar por casa, asuntos privados míos. Espero que acepte mis disculpas.