Authors: Jude Watson
Antes de que pudiera mirar dentro. Lena jadeó y se tapó la boca con la mano. Estaban en lo que parecía haber sido un bonito salón. Pero el apartamento había sido saqueado, y todo estaba por los suelos, destrozado.
Las ricas telas que habían forrado los muebles se veían rasgadas y esparcidas por la habitación. Las mesas y las cómodas estaban hechas pedazos. Los cajones habían sido volteados y las estanterías despejadas, y los contenidos rotos yacían en todas las superficies, esparcidos al azar.
El apartamento había sido decorado con cariño, pero ahora parecía el interior de un vertedero. El responsable de aquel registro lo había hecho a conciencia. Hasta la moqueta había sido rasgada y hecha jirones.
Lena se acercó a Obi-Wan y se apoyó en su brazo.
—Debería haberme imaginado que registrarían esto —dijo desesperada. Se agachó y recogió lo que quedaba de una pequeña talla de piedra. Dejó caer los pedazos de nuevo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Obi-Wan quería consolarla, pero no sabía muy bien qué decir. Le acarició el brazo.
—Supongo que debes alegrarte de no haber estado en casa —respondió Qui-Gon secamente. Era obvio que se había dado cuenta de la tristeza de Lena, y Obi-Wan se indignó ligeramente. ¿Cómo podía ser tan insensible?
Lena tomó aire y soltó a Obi-Wan antes de abrirse paso por el desastre, hacia la parte de atrás del piso. Qui-Gon se quedó cerca de la puerta. Obi-Wan siguió de cerca a Lena, por si volvía a necesitar su ayuda. El piso, más que registrado, parecía destrozado.
Con el rostro ensombrecido por la tristeza. Lena contempló los daños. Se detuvo una vez para recoger un objeto que no estaba del todo destrozado, y lo colocó en una estantería que, a duras penas, seguía colgando de la pared. Obi-Wan se preguntó cuánto tardaría en caerse.
—¡Qué raro! —exclamó Lena al entrar en el dormitorio situado al final del pasillo. En esa habitación estaba todo perfecto. Los muebles seguían en su sitio. La cama estaba hecha. Incluso el retrato de la pared se mantenía recto.
Obi-Wan se acercó a la foto, en la que se veía a Lena y a Rutin. Estaban junto a una cascada, mirándose fijamente. Había algo en aquel retrato que le molestó, pero antes de que pudiera identificar el sentimiento, la foto y la pared de la que colaba se deslizaron para revelar un pequeño despacho.
—Aquí trabajaba Rutin por las noches —le explicó Lena, entrando por la puerta secreta—. Todos los archivos de su familia están almacenados aquí. No me puedo creer que el que registran la casa no... —Lena se quedó sin voz al encender el ordenador.
La luz azulada y el terror se reflejaron en la cara de Lena al leer el mensaje en la pantalla:
“NO PODRÁS DETENERNOS. SI LO INTENTAS, MORIRÁS.”
Qui-Gon entró en la sala trasera justo a tiempo para ver parpadear el mensaje por última vez. Después, el ordenador se apagó.
Lena se desplomó en una silla.
—Han borrado las pruebas —dijo—. Lo han borrado todo.
Por un momento, la determinación de Lena fue sustituida por la desesperación. Qui-Gon se sorprendió al darse cuenta de que sentía una desesperación parecida procedente de Obi-Wan. Lo miró pensativo. No era normal que su padawan se comportara así.
Qui-Gon concentró su atención en el tema que les ocupaba.
—¿El ordenador estaba conectado a algún tipo de red? —preguntó.
—No creo —dijo Lena. Luego negó firmemente con la cabeza—. No. En ese caso. Rutin no habría guardado la información aquí.
—¿Había alguien más con acceso a la información? —preguntó Qui-Gon.
—Bueno, la información no era secreta para nadie de la familia. Todos saben lo que está pasando, pero tienen cuidado de no dejar huellas. Solan se asegura de eso —Lena se levantó y volvió a su habitación, hablando más consigo misma que con los Jedi—. Pero Rutin se las arregló para construir un rastro. Cualquiera hubiera podido, menos Solan...
Qui-Gon se dio cuenta de que Lena ya se estaba recuperando del golpe. Estaba formulando un nuevo plan. Qui-Gon no pudo evitar admirar su resolución. Porque, aunque amara tanto a su marido como decía, estaba demostrando una fortaleza impresionante ante su muerte. Qui-Gon pensó que quizá les estaba engañando.
—Todo el mundo lo sabe —volvió a decir Lena, elevando la voz—. Y uno de ellos quizá pueda ayudarnos —Lena se giró y echó a andar hacia el ascensor.
—Vamos —indicó a los Jedi—. Quizá yo necesite vuestra protección ahora más que nunca. Vamos a la finca Cobral.
—¿En serio? —preguntó Qui-Gon—. ¿Estás segura de que ése es el mejor plan?
—La única que sigue viviendo allí es mi suegra. Ella no forma parte del negocio familiar. Merece la pena el riesgo. Tiene que merecerla.
En el sótano del edificio, Lena y los Jedi se montaron en un gran deslizador. Al cabo de unos momentos, estaban en las afueras de la ciudad, en dirección al hogar de la suegra de Lena, Zanita Cobral.
—Siempre nos llevamos bien —les explicó Lena mientras avanzaban por la superficie del planeta—. Rutin era su hijo favorito. Era el pequeño. Su pérdida ha sido devastadora para ella, para todos nosotros.
A Qui-Gon le costaba concentrar su atención en Lena desde el asiento trasero. Mientras se obligaba a estar presente, en el fondo de su mente se preguntaba si aceptar aquella misión había sido buena idea. Necesitaba tomar sutiles decisiones para las que no sabía si estaba capacitado. Se sintió como si se moviera por una neblina de sentimientos indefinidos.
—Puede que Zanita sea la única persona del planeta a la que Solan no tiene controlada —contó Lena a Obi-Wan—. Es la única que nos puede ayudar. Sólo espero que quiera hacerlo.
La finca Cobral estaba en una colina con vistas a Rian. Cuando la gran mansión apareció ante ellos, Lena activó una capota de transpariacero que cubrió rápidamente a los viajeros. Después pulsó otro botón, y el transpariacero adquirió un tono gris oscuro.
—Cuando lleguemos a las puertas tendréis que agacharos —dijo Lena—. A los Cobral no les gustan los extranjeros.
Qui-Gon se preguntó si a los Cobral les gustaría ver a Lena por allí. Por mucho que ella afirmara que su suegra y ella se llevaban bien, lo más probable era que su presencia provocara agitación en lugar de tranquilidad.
Ellos al menos tenían a alguien que les recordaría a Rutin. ¿Pero a quién tenía él que le recordara a Tahl? Nadie la conocía como él. Cada día recordaba algo nuevo. Y no tenía a nadie con quien compartirlo.
Agazapado en la parte de atrás, cubierto por su propio hábito, Qui-Gon podía percibir la tensión de Lena. Y sabía que no eran sólo los nervios por la inminente reunión con Zanita. Pasaba algo más.
—Ahí está el deslizador de Solan —les susurró a los Jedi—. Y el de su hermano Bard. Está aquí toda la familia.
Qui-Gon alzó la cabeza lo justo como para ver una serie de vehículos de lujo aparcados en la puerta de la mansión. Sin duda, los Cobral poseían una vasta fortuna.
—Quizá deberíamos regresar más tarde —sugirió Obi-Wan en voz baja desde el asiento de delante.
—No. No tengo tiempo —dijo Lena con la resolución de costumbre—. Vamos a colarnos dentro, y encontraré la forma de hablar a solas con Zanita. O quizás encuentre lo que necesito por mí misma y no necesitemos que nos ayude en nada. Quizá podamos obtener información adicional. Puede que tener juntos a varios Cobral sea algo ventajoso después de todo.
O algo letal
, pensó Qui-Gon.
Lena aparcó el deslizador en un extremo de la entrada, junto a una estatua de metal.
—Podemos entrar por las cocinas —dijo ella, señalando con la cabeza a una pequeña puerta.
Qui-Gon observó cómo Lena y Obi-Wan se escondían con sigilo junto a la puerta. Momentos después, salió un pinche que no se dio cuenta de que Lena metía el pie entre la hoja y el quicio para evitar que se cerrara. Cuando el pinche dobló la esquina del edificio. Qui-Gon se metió en las cocinas tras Lena y Obi-Wan.
La entrada había sido demasiado fácil.
Las cocinas eran enormes, con largas encimeras relucientes y módulos para almacenar alimentos. Los cocineros iban de un lado a otro, ocupados en la preparación de un gran festín.
Lena esperó hasta que la mayor parte de ellos estuvieron de espaldas a la puerta, se puso la capucha y atravesó la estancia. Se comportaba con tal aire de autoridad que nadie se molestó en preguntarle quién era o a dónde iba.
Poco después de entrar en una gran estancia cubierta por una espesa alfombra, se ocultó en una pequeña habitación y tiró de Obi-Wan y Qui-Gon para que la siguieran. En la estancia había varias holopantallas.
—Esto era una estación de guardia —explicó Lena—, pero cuando se quedó viuda. Zanita pensó que no necesitaba tanta protección, así que ya no se utiliza.
Qui-Gon se sintió ligeramente aliviado. Al menos había una explicación para lo fácil que les había resultado entrar.
Lena ajustó uno de los monitores hasta que apareció un gran comedor lleno de gente.
—Es el cumpleaños de Bard —dijo Lena con alivio. Sobre la mesa había un enorme estandarte de celebración fregano—. Tendría que haberme acordado.
La multitud se encontraba por toda la sala, sonriendo y con vasos llenos de un líquido rojo. A primera vista, era como cualquier fiesta normal. Qui-Gon se fijó con más detalle.
—Ahí está Zanita —dijo Lena, señalando a una mujer mayor, alta, vestida de negro y cubierta de pequeños smokats. Llevaba un pañuelo elegantemente anudado en la cabeza, a modo de turbante. Pese a su edad, era la persona más atractiva de la sala. A Qui-Gon le sorprendió su imponente presencia y cómo hacía sentirse bien a la gente a su alrededor, riendo, sonriendo y asegurándose de que todos tenían lo que necesitaban. Entonces, otra cosa llamó su atención.
—¿Ese de ahí es Solan? —preguntó en voz baja, señalando a un hombre parado en una esquina con gesto burlón.
—Sí. ¿Cómo lo has sabido? —preguntó Lena.
Qui-Gon levantó las cejas, pero no dijo nada. Mantuvo la mirada fija en Solan. Al igual que Zanita, el hombre con el ceño fruncido estaba rodeado de un extenso grupo de personas, pero ninguna de ellas parecía disfrutar de su compañía. Simplemente se mostraban nerviosos junto a él.
De repente, Solan se levantó. Una mujer que estaba a su lado se apresuró a cogerle la copa vacía y la servilleta. Alguien le preguntó si quería que le trajera algo, pero él les despachó haciendo un gesto despectivo con la mano. Solan se acercó al invitado de honor, un hombre más bajo que él, pero con el que compartía un parecido asombroso. Era su hermano mediano, Bard.
Solan le pasó el brazo por encima de los hombros e, interrumpiendo su conversación, lo llevó aparte para decirle algo en voz baja.
—Todos le temen —comentó Obi-Wan.
Qui-Gon se alegró al ver que los hombros rígidos del hermano menor no le habían pasado por alto a su aprendiz.
—Exactamente —dijo Qui-Gon—. Hasta su familia le teme.
Lena alzó la mano para que los Jedi guardaran silencio.
—Zanita se va de la fiesta —susurró la chica—. Es mi oportunidad.
Sin añadir nada. Lena se deslizó fuera de la habitación y dejó a los Jedi vigilando por la holopantalla. Bajó por el largo pasillo hacia la biblioteca. Era una gran estancia repleta de estanterías elevadas llenas de libros con aspecto importante y muebles relucientes. Allí estaba Zanita, disfrutando de un momento de tranquilidad.
Qui-Gon sintió una extraña inquietud. Pese a las suaves maneras de Zanita, él no pensaba que aquel encuentro fuera a salir bien.
Obi-Wan se acercó más a la holopantalla. Lena entró en la biblioteca sin ser advertida por el resto de los invitados.
La expresión de Zanita cuando vio a su nuera fue de intensa alegría. La mujer se levantó y abrazó a la recién llegada durante un buen rato.
Obi-Wan jugueteó con los controles de sonido que había bajo la pantalla para eliminar las voces de los invitados y dejar únicamente las de Lena y Zanita en la biblioteca.
—Pero, querida, ¿por qué ibas a ocultarte de tu familia? —preguntó Zanita con la voz llena de preocupación.
—Tenía miedo —le explicó Lena—. Y sin Rutin no sabía qué pensaríais de mí.
—Siempre serás una Cobral —le dijo Zanita con solemnidad, mirando con gesto serio a su nuera—. ¿Pero por qué tenías miedo?
Lena titubeó, y bajó la voz.
—Tengo miedo porque creo que Solan mató a Rutin.
Zanita se tambaleó mientras retrocedía, hasta desplomarse en un gran sofá de aspecto acogedor. Se quedó pálida mientras tendía una mano temblorosa hacía Lena.
—Ese era mi mayor temor —susurró Zanita mientras las lágrimas acudían a sus ojos—. No quería que fuera cierto, pero en mi corazón sé que no estás mintiendo.
Sacó un pañuelo bordado del bolsillo y se secó los ojos antes de proseguir.
—Intenté detener a Solan, hacerle razonar, pero era demasiado tarde —estaba sollozando—. Y ahora Rutin ya no está.
Lena se arrodilló junto a Zanita e intentó consolarla como pudo. También le dijo que sabía de los planes de Rutin para acabar con la red mafiosa.
—Sé que esto no te va a gustar, pero estoy planeando testificar en contra de la familia. El mayor deseo de Rutin se ha convertido también en el mío. Quiero detener la violencia —explicó Lena, mirando fijamente a su suegra—. Y necesito que me ayudes.
En la sala de vigilancia, Qui-Gon detectó un ligero temblor en la voz de Lena. No se le podía echar en cara; después de todo, estaba pidiendo a Zanita que traicionara a su propia familia..., a sus propios hijos.
Zanita se quedó mirando su regazo, pero soltó la mano de Lena. Ahí, sentada en el sofá, su autoritaria presencia pareció disminuir en cierto modo. Por fin, alzó la mirada hacia un retrato que colgaba de la pared de la biblioteca. Era la foto de tres hombres, los hermanos Cobral. Rutin estaba en el centro, con gesto orgulloso.
—Sí —susurró Zanita—. Esto tiene que acabar.
Zanita se quedó sentada en silencio otro rato. Cuando alzó la vista, tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Hay unos documentos —dijo lentamente—. Creo que podría conseguirlos, pero tienes que prometerme que mi nombre no se relacionará con tu testimonio de ninguna manera.
—Por supuesto que no, Zanita —le garantizó Lena. Luego le acarició el hombro—. Sé que la violencia y la corrupción no son cosa tuya.
Zanita pareció recobrar su poder mientras hacía funcionar su mente. A Lena le recordó a Qui-Gon.