El valle de los caballos (34 page)

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Authors: Jean M. Auel

»¿Lo es? ¿Y si Iza me hubiera dejado a mí? Creb decía que era el espíritu de Ursus el que me había puesto en su camino, o quizá el espíritu del León Cavernario, porque nadie más se habría detenido a recogerme. Iza no podía soportar ver a alguien enfermo o herido sin tratar de prestarle ayuda. Eso hacía de ella una curandera tan buena.

»Soy una curandera. Ella me adiestró. Tal vez ese cachorro ha sido puesto en mi camino para que yo lo recoja. La primera vez que llevé aquel conejito a la caverna porque estaba herido, Iza dijo que eso demostraba que mi destino era ser curandera. Bueno, pues aquí hay un cachorro herido. No puedo abandonárselo a esas horribles hienas.

»¿Pero cómo voy a llevar este animalito hasta la cueva? Si no tengo cuidado, una costilla rota puede perforar un pulmón. Tendré que vendarlo antes de moverlo. Ese cuero ancho que solía emplear para que Whinney tirara podría servir. Todavía me queda algo.»

Ayla silbó para llamar a la yegua. Era sorprendente que la carga que arrastraba no se trabara con nada, pero Whinney estaba molesta. No le gustaba encontrarse en territorio de leones cavernarios; también su especie era presa natural para ellos. Había estado nerviosa desde que comenzó la cacería, y detenerse a cada momento para desenredar la pesada carga que entorpecía sus movimientos no había contribuido a calmarla.

Pero como Ayla se estaba concentrando en el cachorro de león, no prestaba atención a las necesidades de la yegua. Después de haber vendado las costillas del joven carnívoro, la única manera que se le ocurría para trasladarlo a la cueva era a lomos de Whinney.

Aquello era más de lo que podía aguantar la potranca. Cuando la joven cogió al pequeño felino y trató de ponérselo encima, la yegua se encabritó; despavorida, brincó y corveteó tratando de liberarse de las cargas y artefactos que tenía atados al cuerpo, y de repente se volvió y echó a correr por la estepa. El reno, envuelto en su estera de hierbas, brincaba y oscilaba detrás de la yegua hasta que quedó trabado en una roca. El frenazo incrementó el pánico de Whinney, que se abandonó a un nuevo frenesí de brincos y corcovos.

De repente las correas de cuero se partieron y, con la sacudida, los canastos, desequilibrados por las largas y pesadas lanzas, cayeron hacia atrás. Con la boca abierta por el asombro, Ayla vio cómo la yegua sobreexcitada corría furiosamente y en línea recta. El contenido de los canastos cayó por tierra, pero no las lanzas tan bien aseguradas: sujetas todavía a los canastos cuya correa rodeaba el cuerpo de la yegua, las dos largas astas se arrastraban detrás de ella, con las puntas hacia abajo, sin obstaculizar su huida.

Ayla percibió al instante las posibilidades: se había estado devanando los sesos para idear alguna forma de llevar al animal muerto y al cachorro de león hasta la cueva. Esperar a que Whinney se calmara llevó un poco más de tiempo. Ayla, preocupada por si la yegua llegaba a hacerse daño, silbaba y llamaba; quería correr tras ella, pero tenía miedo de dejar al reno o al cachorro abandonados a los atentos cuidados de las hienas. No obstante, los silbidos produjeron su efecto; era un sonido que Whinney asociaba al afecto, la seguridad y la respuesta. Trazando un amplio círculo, emprendió el camino de regreso hacia la joven.

Cuando la agotada yegua cubierta de sudor se acercó por fin, Ayla sólo pudo abrazarla, profundamente aliviada. Desató el arnés y la cincha y la examinó cuidadosamente para asegurarse de que no había sufrido daño. Whinney se recostaba en la joven, lanzando suaves relinchos de angustia, con las patas delanteras separadas, jadeando y temblando.

–Tú, descansa, Whinney –dijo Ayla, cuando la yegua pareció haberse calmado, dejando de temblar–. De todos modos, tengo que arreglar esto.

No se le ocurrió a la mujer enojarse porque la yegua se hubiera encabritado, echado a correr y desparramado las cosas que llevaba encima. No pensaba que el animal le perteneciera, tampoco que estuviese a sus órdenes. Whinney era una amiga, una compañera. Si la yegua se había espantado, tenía buenas razones para ello. Le había pedido demasiado. Ayla juzgaba que debería aprender cuáles eran las limitaciones de la yegua, no enseñarle un mejor comportamiento. Para Ayla, Whinney ayudaba porque quería y ella cuidaba de la yegua por amor.

La joven recogió lo que pudo encontrar del contenido de los canastos y volvió a componer el sistema de arnés-cincha-canastos, dejando las dos lanzas tal como habían caído, con las puntas para abajo. Sujetó la estera de hierbas, rodeada de correas, con objeto de que no se saliera el reno del envoltorio, a las dos astas de lanza, creando así una plataforma entre ambas..., detrás de la yegua pero sin contacto con el suelo. Con el reno bien sujeto, ató cuidadosamente al cachorro de león, que estaba inconsciente. Una vez calmada, Whinney pareció aceptar de mejor grado las cinchas y el arnés, y se quedó quieta mientras Ayla llevaba a cabo sus arreglos.

Cuando los canastos estuvieron en su sitio, Ayla volvió a examinar al cachorro y montó a lomos de Whinney. Mientras se dirigían al valle, se sentía maravillada ante la eficacia de su nuevo medio de transporte. Con sólo los extremos de las lanzas arrastrándose por tierra, sin un peso muerto que se enganchaba cada dos por tres en cualquier obstáculo, la yegua podía tirar de la carga con una facilidad mucho mayor, pero Ayla no respiraría tranquila hasta que llegaran al valle y a su cueva.

Se detuvo para dar de beber a Whinney y dejar que descansara, y volvió a atender al cachorro de león cavernario. Éste todavía respiraba, pero no estaba segura de que pudiera sobrevivir. «¿Por qué fue puesto en mi camino?», se preguntaba. Tan pronto como vio al cachorro recordó su tótem..., ¿querría el espíritu del León Cavernario que ella lo cuidara?

Entonces se le ocurrió otro pensamiento. Si no hubiera decidido llevar consigo al cachorro, nunca habría pensado en hacer unas angarillas. ¿Sería el medio escogido por su tótem para iluminar su mente? ¿Sería una dádiva? Sea lo que fuere, Ayla estaba segura de que el cachorro había sido puesto en su camino por alguna razón, y haría todo lo que estuviera en su poder por salvarle la vida.

Capítulo 11

–Oye, Jondalar: no estás obligado a quedarte aquí porque yo lo haga.

–¿Qué te hace pensar que me quedo sólo por ti? –respondió el hermano mayor con más irritación de lo que le habría gustado dejar traslucir. Le fastidiaba mostrarse tan molesto por esa cuestión, pero las palabras de Thonolan estaban más cerca de la verdad de lo que él estaba dispuesto a admitir.

Se percató de que había estado esperándole. No quería convencerse de que su hermano se quedaría y se emparejaría con Jetamio. Y, sin embargo, le sorprendió su decisión súbita de permanecer también con los Sharamudoi. No quería regresar solo; sería un viaje muy largo sin la compañía de Thonolan, y había algo más profundo aún. Ya había provocado una respuesta inmediata anteriormente, cuando se decidió a realizar el Viaje con su hermano.

–No deberías haber venido conmigo.

Por un instante se preguntó Jondalar si su hermano sería capaz de leer el pensamiento.

–Tenía la sensación de que nunca regresaría a casa –continuó Thonolan–. No es que creyera en la posibilidad de encontrar a la única mujer a quien podría amar, pero tenía la impresión de que seguiría la marcha hasta encontrar una razón para detenerme. Los Sharamudoi son buena gente..., supongo que la mayoría lo es cuando llegas a conocerla. En cualquier caso, no me importa establecerme y convertirme en uno de ellos. Jondalar, tú eres un Zelandonii; nunca te parecerá que estás en casa en ningún otro lugar. Regresa, hermano. Haz feliz a una de esas mujeres que han andado tras de ti. Establécete y crea una familia numerosa, y cuéntales a tus hijos todo lo de tu largo Viaje, háblales del hermano que se quedó. ¿Quién sabe? Tal vez uno de los tuyos, o uno de los míos, decida realizar un largo viaje algún día para encontrarse con personas de su familia.

–¿Por qué soy yo más Zelandonii que tú? ¿Qué te hace pensar que no podría sentirme aquí tan feliz como tú?

–Para empezar, no estás enamorado. Aunque lo estuvieras, estarías haciendo planes para llevártela de regreso, no para quedarte aquí con ella.

–¿Y por qué no llevarnos a Jetamio con nosotros? Es capaz, decidida y sabe cuidarse. Sería una buena mujer Zelandonii. Incluso caza con los mejores..., le iría bien.

–No quiero perder un año en el viaje de retorno. He encontrado a la mujer con la que deseo vivir. Quiero establecerme, darle la oportunidad de fundar una familia.

–¿Qué le pasó a mi hermano, aquel que deseaba viajar hasta el final, hasta donde termina el Río de la Gran Madre?

–Algún día llegaré. No hay prisa. Ya sabes que no está muy lejos. Quizá vaya con Dolando la próxima vez que tenga que ir para negociar y traer sal. Podría llevarme a Jetamio. Creo que le gustaría; pero nunca sería feliz lejos de su hogar por mucho tiempo. Para ella es lo más importante. No conoció a su madre, estuvo a punto de morir por la parálisis. Su gente es importante para ella. Lo comprendo, Jondalar. Tengo un hermano que se parece mucho a ella en eso.

–¿Por qué estás tan seguro? –y Jondalar bajó la mirada, evitando cruzarla con la de su hermano–. ¿Por qué crees que no estoy enamorado? Serenio es una bella mujer, y Darvo –el hombre alto y rubio sonrió, y las líneas de preocupación que surcaban su frente se borraron– necesita que haya un hombre cerca. ¿Sabes?, algún día puede terminar siendo un buen tallador de pedernal.

–Hermano mayor, te conozco desde hace tiempo. Vivir con una mujer no significa, para ti, que la ames. Ya sé que estás encariñado con el niño, pero no es motivo suficiente para permanecer aquí y comprometerte con su madre. No es mala razón para unirse, pero no es lo bastante buena para asentarse. Vuelve a casa y busca una mujer mayor que tenga hijos, si es eso lo que quieres..., entonces podrás estar seguro de tener un hogar lleno de jóvenes que se hagan talladores de pedernal. Pero regresa.

Antes de que pudiera responder Jondalar, un muchacho, que apenas andaría por los diez años de edad, corrió hasta ellos sin aliento. Era alto para su edad, esbelto, con rasgos demasiado delicados y finos para un varón, y rostro delgado. Su cabello castaño oscuro era lacio, y en sus ojos de color avellana brillaba una viva inteligencia.

–¡Jondalar! –jadeó–. Os he estado buscando por todas partes. Dolando ya está preparado, esperando junto al río.

–Dile que vamos enseguida, Darvo –dijo el hombre alto y rubio en el idioma de los Sharamudoi. El niño echó a correr, adelantándose a ellos. Los dos hombres se volvían para seguirle cuando Jondalar se detuvo–. Los buenos deseos son oportunos, hermano menor –y su sonrisa revelaba claramente su sinceridad–, no puedo decir que no esperaba que lo hicieras oficial. Y no sigas empeñándote en deshacerte de mí; no todos los días encuentra un hermano a la mujer de sus sueños. No me perdería la ceremonia de tu unión ni por el amor de una donii.

La sonrisa de Thonolan le iluminó el rostro.

–¿Sabes, Jondalar?, eso pensé la primera vez que la vi: un bello espíritu joven de la Madre que había venido para convertir en placer mi viaje al otro mundo. Y me habría ido con ella sin luchar... lo haría ahora mismo.

Mientras Jondalar echaba a andar detrás de Thonolan, su ceño se contrajo; le preocupaba pensar que su hermano pudiera seguir a cualquier mujer hasta la muerte.

El sendero bajaba zigzagueante en pronunciado declive formando tramos horizontales que facilitaban el descenso a través de un bosque densamente poblado. El camino que seguían se ensanchó al aproximarse a una muralla de piedra que les condujo hasta la orilla de un abrupto farallón. Se había practicado laboriosamente un sendero a lo largo del farallón, lo suficientemente ancho para dar paso de frente a dos personas, pero algo incómodo. Jondalar iba detrás de su hermano mientras rodeaban la muralla. Continuaba experimentando una sensación dolorosa en las ingles al mirar por el borde del sendero el ancho y profundo Río de la Gran Madre, allá abajo, aunque habían pasado todo el invierno con los Shamudoi de la caverna de Dolando. Y, sin embargo, recorrer aquel sendero peligroso era mejor que el otro acceso.

No todos los cavernarios vivían en cavernas; era frecuente que se levantaran refugios construidos en terrenos abiertos. No obstante, los refugios naturales que brindaba la roca eran buscados y apreciados, especialmente durante los fríos de un riguroso invierno. Una caverna o un saliente de roca podían ser la razón de que se escogiera un lugar de asentamiento que, de otra manera, habría sido desdeñado. Dificultades aparentemente insuperables eran vencidas de un modo u otro, con tal de aprovechar las ventajas de aquellos refugios permanentes. Jondalar había vivido en cavernas abiertas en farallones, pero ninguna de ellas parecida a esta Caverna de Shamudoi.

En una era anterior, la corteza terrestre, compuesta de rocas sedimentarias –caliza, arenisca y esquistos–, se había plegado alzándose en picos cubiertos de hielo. Pero una roca cristalina más dura, arrojada por erupciones volcánicas provocadas por aquellas mismas convulsiones, estaba entremezclada con las rocas más blandas. Toda la planicie que los dos hermanos recorrieron durante el verano anterior, la cual había sido otrora la cuenca de un amplio mar interior, estaba rodeada de montañas. Durante largos eones el desagüe del mar fue erosionando su camino a través de una sierra que, en otros tiempos, se unía a la gran cordillera del norte con una extensión de ésta hacia el sur, y desecó la cuenca.

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