El valle de los caballos (36 page)

Read El valle de los caballos Online

Authors: Jean M. Auel

–Si nos asestara un buen golpe, seríamos nosotros quienes nos quebraríamos –dijo Markeno–. Por eso nunca le des la espalda a la Madre.

–Markeno tiene razón –convino Carlono–. Nunca confíes en ella. Este río puede hallar varias maneras desagradables de recordarte que debes prestarle atención.

–Yo conozco algunas mujeres así. ¿Tú no, Jondalar?

Jondalar recordó súbitamente a Marona. La sonrisa de complicidad de su hermano le hizo comprender que Thonolan pensaba en ella. Hacía algún tiempo que no pensaba en la mujer que había esperado unirse con él durante la Reunión Matrimonial de Verano. Con un poco de nostalgia se preguntó si volvería a verla. Era mujer hermosa. «Pero también Serenio lo es, pensó; tal vez deberías pedirla. En algunos aspectos es mejor que Marona.» Serenio era mayor que él, pero se había sentido atraído muchas veces por mujeres mayores. ¿Por qué no unirse al mismo tiempo que Thonolan y quedarse?

«¿Cuánto tiempo llevamos fuera? Más de un año..., dejamos la Caverna de Dalanar la primavera pasada. Y Thonolan nunca regresará. Todos están emocionados con lo de él y Jetamio... Quizá deberías esperar, Jondalar –se dijo–. No querrás estropearles el día... y Serenio podría pensar que fue sólo una idea de última hora... Más adelante...»

–¿Por qué habéis tardado tanto? –gritó alguien desde la ribera–. Hemos estado esperando, y eso que llegamos por el camino más largo, por la vereda. Tuvimos que encontrar a estos dos. Creo que se querían esconder –repuso Markeno, riendo.

–¡Ay, Thonolan, ya es demasiado tarde para esconderte! Ésta te ha echado el anzuelo –dijo uno desde la ribera, vadeando detrás de Jetamio para agarrar la lancha y ayudar a vararla. Hizo la mímica de lanzar un arpón y de tirar hacia atrás para engancharlo.

Jetamio se ruborizó y después sonrió.

–Bueno, Barono, admite que ha sido una buena presa.

–Tú, buena pescadora –replicó Jondalar–. Anteriormente siempre escapó.

Todos rieron. Aunque no dominaba su lengua, se sentían complacidos al ver que tomaba parte en las bromas. Y comprendía mejor de lo que hablaba.

–¿Qué haría falta para atrapar uno grande como tú, Jondalar? –preguntó Barono.

–¡La carnada apropiada! –repuso Thonolan, sonriendo a Jetamio.

La lancha fue arrastrada por la angosta playa de arena pedregosa, y después de que sus ocupantes bajaran a tierra, fue levantada y transportada por una pendiente hasta una vasta área, un calvero en medio de un poblado robledal. Era evidente que el lugar se utilizaba desde hacia años. Vigas, trozos y restos de madera cubrían el suelo: el hogar, situado delante de un cobertizo muy grande que había a un costado, no padecía escasez de combustible; sin embargo, había allí maderas abandonadas desde hacía tanto tiempo que se estaban pudriendo. La actividad estaba repartida en diversas áreas, y cada una de éstas comprendía una embarcación en alguna fase de su construcción.

La embarcación que les había traído fue dejada en tierra, y los recién llegados corrieron hacia el atrayente calor del fuego. Otros abandonaron sus tareas para reunirse con ellos. Una infusión aromática de hierbas humeaba en una artesa construida en un tronco. Pronto se vació a medida que se sumergían en ella tazas y más tazas. Piedras redondas para calentar, procedentes de la orilla del río, estaban amontonadas en las inmediaciones, y un bulto de hojas empapadas, cuya naturaleza no podía adivinarse, se encontraba en medio de un arroyuelo lodoso detrás del tronco.

La artesa ya estaba casi vacía. Antes de volver a llenarla, dos personas hicieron rodar el gran tronco para vaciar los restos de la infusión anterior, mientras ponían los cantos rodados sobre el fuego. El líquido estaba siempre en la artesa, a disposición de quien quisiera tomar una taza, y las piedras de cocer estaban en el fuego para calentar una taza cuando ésta se enfriase. Después de algunos chistes y bromas más dedicados a la pareja a punto de unirse, todos dejaron sus tazas de madera o de fibras fuertemente tejidas y retornaron a sus diversas tareas. A Thonolan se lo llevaron para iniciarle en la construcción de barcas, mediante un trabajo duro pero que no exigía mucha pericia: derribar un árbol.

Jondalar había mantenido una conversación con Carlono acerca del tema predilecto del jefe de los Ramudoi: las embarcaciones.

–¿Cuál es la madera que mejor sirve para hacer buenas barcas? –le había preguntado.

Carlono, disfrutando del interés de aquel joven, sin duda inteligente, se lanzó a una animada explicación.

–La de roble verde es la mejor; dura, pero flexible; fuerte, pero no demasiado pesada. Pierde flexibilidad si se seca, pero se puede cortar en invierno y almacenar los troncos en una poza o una charca durante un año, incluso dos. Más tiempo no, porque se empaparía de agua y resultaría dura para trabajarla, y es difícil que la barca mantenga el equilibrio adecuado en el agua. Pero más importante aún es escoger el árbol apropiado –y Carlono se dirigía al bosque mientras hablaba.

–¿Uno grande? –preguntó Jondalar.

–No se trata sólo del tamaño. Para la base y las tablas hacen falta árboles altos, de troncos rectos –y Carlono condujo al alto Zelandonii hasta un bosquecillo de árboles que crecían muy juntos–. En los bosques muy poblados, los árboles crecen para ir en busca del sol...

–¡Jondalar! –el hermano mayor alzó la vista, sorprendido por el tono de voz de Thonolan. Estaba de pie, junto con otros varios, rodeando un roble enorme en medio de otros árboles esbeltos cuyas ramas partían desde muy alto, tronco arriba–. ¡Cuánto me alegra verte! A tu hermano pequeño no le vendría mal tu ayuda. Ya sabes que no puedo establecerme antes de que se haya construido un barco nuevo y éste –señaló expresivamente con la cabeza el árbol alto– debe ser derribado para las «tracas»... que, dicho sea de paso, no sé lo que son. ¡Mira el tamaño de este mamut! No sabía yo que hubiera árboles tan altos..., tardaremos toda la vida en derribarlo. Hermano mayor, seré un anciano antes de llegar al día de mi unión.

Jondalar sonrió moviendo la cabeza.

–Las «tracas» son los tablones que forman los costados de los barcos más grandes. Si vas a ser un Sharamudoi, tendrás que enterarte bien.

–Voy a ser un Shamudoi. Dejaré las embarcaciones a los Ramudoi. La caza de gamos es algo que yo entiendo. He cazado muflones y cabras monteses en altiplanos antes de ahora. ¿Ayudarás? Necesitamos todos los músculos que estén disponibles.

–Si no ayudo, la pobre Jetamio tendrá que esperar a que seas un anciano, de modo que tendré que colaborar. Además, será interesante ver cómo se hace –dijo Jondalar, y se volvió entonces hacia Carlono, agregando en sharamudoi–: Ayuda Thonolan cortar árbol. ¿Hablamos más después?

Carlono sonrió aquiescente y retrocedió para ver cómo saltaban las primeras astillas de corteza. Pero no se quedó mucho rato; derribar al gigante del bosque llevaría la mayor parte del día, y antes de caer, reuniría a todos a su alrededor.

Comenzando muy arriba y trabajando hacia abajo en ángulo agudo, para encontrarse con otros cortes horizontales, fueron desprendiéndose astillas pequeñas. Las hachas de piedra no se clavaban a mucha profundidad. El filo necesitaba cierto grosor para tener fuerza, y no podía penetrar demasiado en la madera. Mientras avanzaban hacia el corazón del enorme roble, éste aparecía más mordisqueado que cortado, pero cada astilla que caía permitía penetrar más dentro hacia el corazón del viejo gigante de los bosques.

El día tocaba a su fin cuando Thonolan recibió un hacha. En presencia de sus compañeros de trabajo, reunidos allí cerca, dio unos cuantos golpes finales y se apartó de un brinco al oír un crujido y ver oscilar el grueso tronco. Tambaleándose lentamente al principio, el roble adquirió mayor velocidad en su caída. Arrancando ramas de los gigantes vecinos y llevándose consigo otros más pequeños, el árbol viejo y enorme, entre crujidos y chasquidos, como si quisiera dejar constancia de su resistencia, tronó sobre la tierra, rebotó, tembló y, finalmente, quedó inmóvil. El silencio se apoderó del bosque; como en manifestación de un profundo respeto, hasta los pajarillos callaron. El majestuoso y viejo roble había sido derribado, separado de sus raíces vivientes, y su tocón era una cicatriz viva en las sombras de la tierra enmudecida del bosque. Entonces, con una dignidad tranquila, Dolando se arrodilló junto al tocón mutilado y abrió un hoyito con la mano antes de dejar caer una semilla.

–Que la Bendita Mudo acepte nuestra ofrenda y dé vida a otro árbol –dijo, y a continuación cubrió la semilla y vertió encima una taza de agua.

El sol se ponía en un horizonte brumoso y convertía las nubes en celajes dorados cuando todos se pusieron en marcha por la larga vereda en dirección al elevado saliente. Antes de llegar a la antiquísima ensenada, los colores pasaron por toda la gama de los oros y los bronces, y, después, de los rojos a un malva fuerte. Cuando la comitiva llegó a la plataforma saliente, Jondalar tuvo que detenerse ante la belleza extraordinaria del panorama que se extendía ante sus ojos. Dio unos pasos hacia el borde, demasiado interesado por una vez para fijarse en el precipicio que tenía a sus pies. El Río de la Gran Madre, tranquilo y lleno, devolvía la imagen del cielo vibrante y de las sombras oscuras de los elevados montes que se alzaban del otro lado, y su tersa superficie se revelaba llena de vida por el movimiento de su profunda corriente.

–Es muy bello, ¿verdad?

Jondalar se volvió al oír la voz y sonrió a una mujer que se había acercado a él.

–Sí, muy bello, Serenio.

–Gran fiesta esta noche para celebrar. Por Jetamio y Thonolan. Están esperando. Debes venir.

Se volvió para alejarse, pero Jondalar la cogió de la mano y la retuvo allí, observando los últimos resplandores del poniente que se reflejaban en las pupilas de la mujer.

Había en ella una dulzura rendida, una aceptación eterna que nada tenía que ver con la edad..., apenas tenía unos cuantos años más que él. Y tampoco era renunciamiento. Más bien era que no reclamaba nada, no esperaba nada. La muerte de su primer compañero, de un segundo amor antes del momento de unirse, y el aborto de un segundo hijo que habría bendecido la unión, había templado su carácter por medio del dolor. Al aprender a vivir con el suyo, había desarrollado la capacidad de absorber el dolor ajeno. Cualquiera que fuese su pena o su frustración, todos se volvían hacia ella y experimentaban alivio, porque no imponía obligación ni agradecimiento a cambio de su comprensión.

Debido al efecto calmante que ejercía sobre seres amados que sufrían o pacientes asustados, a menudo ayudaba al Shamud y había aprendido algunas habilidades médicas gracias a su asociación. Fue así como Jondalar la conoció, cuando estaba ayudando al curandero a cuidar a Thonolan para devolverle la salud. Cuando su hermano pudo levantarse y se repuso lo suficiente para llegar hasta el hogar de Dolando y Roshario, y más especialmente de Jetamio, Jondalar había pasado a vivir con Serenio y su hijo Darvo. No lo había pedido; ella no esperaba que lo hiciera.

Los ojos de Serenio parecían reflexionar siempre, pensó, mientras se inclinaba para darle un beso ligero de saludo antes de acercarse a la brillante fogata. Nunca podía llegar a lo más recóndito de sus pensamientos, cosa que, por mucho que le doliera reconocerlo, le agradecía. Era como si ella le conociera mejor de lo que se conocía él mismo; como si supiera su incapacidad de entregarse por completo, de enamorarse lo mismo que Thonolan. Incluso parecía saber que la manera que él tenía de compensar su falta de profundidad emocional consistía en hacerle el amor con una habilidad tan consumada, que la dejaba sin aliento. Lo aceptaba, aceptaba sus arrebatos de mal humor sin hacerle sentirse culpable.

No era exactamente reservada –sonreía y hablaba con naturalidad y soltura–, sólo que guardaba la compostura y no era totalmente accesible. La única vez que pudo captar un destello de algo más fue cuando la sorprendió mirando a su hijo.

–¿Por qué tardabais tanto? –inquirió el muchacho, con evidente alivio al verlos llegar–. Ibamos a comer, pero todos os estaban esperando.

Darvo había visto juntos a Jondalar y a su madre en el borde alejado, pero no había querido interrumpirlos. Al principio se había disgustado por tener que compartir la atención de su madre en el hogar. Pero descubrió que, en vez de tener que compartir el tiempo de su madre, ahora había alguien más que le prestaba atención a él. Jondalar le hablaba, le contaba sus aventuras durante el viaje, hablaba de cacerías y comentaba las costumbres de su pueblo, y él escuchaba con un interés que no era fingido. Más excitante aún: Jondalar había comenzado a enseñarle algunas técnicas de la fabricación de herramientas, que el muchacho había captado con una facilidad que sorprendió a Jondalar y a él mismo.

El niño se había alegrado sobremanera cuando el hermano de Jondalar decidió unirse a Jetamio, y esperaba con fervor que Jondalar decidiera asimismo quedarse y se uniera a su madre. Había tenido buen cuidado de mantenerse aparte cuando estaban juntos, tratando a su manera de no obstaculizar sus relaciones. No se daba cuenta de que, en todo caso, las fomentaba. A decir verdad, la idea había estado rondando todo el día por la mente de Jondalar. Se dio cuenta de que estaba justipreciando a Serenio. Tenía ésta el cabello más claro que el de su hijo, más castaño que negro. No era delgada, pero su elevada estatura daba esa impresión. Era una de las pocas mujeres que conocía que le llegaban a la barbilla, y a él le parecía que aquélla era una talla apropiada. Existía un gran parecido entre madre e hijo, incluso en el color avellana de los ojos, aunque los del niño carecían de la impasibidad de los de la madre. Y en ella, los finos rasgos eran bellos.

«Podría ser feliz con ella –pensó–. ¿Por qué no se lo pido?» Y en aquel instante la deseaba realmente, deseaba vivir con ella.

–¿Serenio?

La mujer alzó la vista y quedó prendida del magnetismo de sus ojos increíblemente azules. Su necesidad, su deseo se centraban en ella. La fuerza de su carisma –inconsciente y, por tanto, mucho más poderoso– la cogió desprevenida y derribó las defensas que había levantado tan cuidadosamente para no tener que sufrir. Estaba abierta, vulnerable, atraída casi a pesar suyo.

–Jondalar... –su aceptación estaba implícita en el tono de su voz.

–Yo... pienso mucho hoy –Jondalar luchaba con el lenguaje, pero le estaba costando hallar el modo de expresar sus pensamientos–. Thonolan, mi hermano... Viajamos lejos juntos. Ahora él ama Jetamio, quiere quedarse. Si tú... yo quiero... –no alcanzó a terminar la frase.

Other books

The Eye of Moloch by Beck, Glenn
His Perfect Bride? by Louisa Heaton
The Best and the Brightest by David Halberstam
Vet Among the Pigeons by Gillian Hick
My Sweet Degradation by J Phillips
Explorers of Gor by John Norman