El valle de los caballos (35 page)

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Authors: Jean M. Auel

Pero la montaña se mostraba rebelde a ceder allí donde la materia era más blanda, y sólo permitió una angosta brecha reforzada por rocas resistentes. El Río de la Gran Madre, llevando consigo al de la Hermana y todos los canales y afluentes para formar un caudaloso conjunto, penetraba por esa misma brecha. A lo largo de una distancia que alcanzaba tal vez un centenar de millas, una serie de cuatro enormes desfiladeros constituía la entrada de su curso inferior y, por último, de su destino final. A lo largo del camino, había lugares donde se extendía hasta un kilómetro de ancho; en otros puntos, menos de trescientos metros separaban murallas de piedra desnuda y escarpada.

En el prolongado esfuerzo que representa cortar a través de cien kilómetros de cadena montañosa, las aguas del mar que retrocedían se convirtieron en corrientes, cascadas, lagos y pozas, muchas de las cuales dejarían su huella. A gran altura, en la muralla izquierda, casi donde comenzaba el primer paso angosto, había una amplia plataforma: un bajío ancho y profundo, con el suelo sorprendentemente plano. Había sido en tiempos muy remotos una pequeña bahía, una pequeña caleta del lago, excavada por el desgaste constante del agua y el tiempo. Hacía mucho que había desaparecido el lago, dejando la terraza recortada en forma de U muy arriba, por encima de la línea de aguas existente; tan arriba que ni siquiera las crecidas primaverales, que podían alterar espectacularmente el nivel del río, se acercaban al saliente.

Un vasto campo cubierto de hierba se extendía hasta el borde vertical del farallón, aunque el mantillo no era profundo, lo que podía comprobarse viendo los hoyos practicados para hacer fuego y cocinar que estaban abiertos en la piedra dura. Más o menos a medio camino, detrás, comenzaron a aparecer arbustos y matorrales, abrazando las ásperas murallas y trepando por ellas. Los árboles alcanzaban un tamaño respetable cerca de la muralla posterior, y los matorrales se espesaban y cubrían la pendiente abrupta de la vertiente posterior. Cerca de la parte de atrás, sobre una muralla lateral, estaba lo mejor de la alta terraza: un saliente de arenisca formando techo, con la parte inferior cóncava. Debajo del saliente habían sido construidos varios refugios de madera que dividían la superficie en unidades habitacionales, y un espacio más o menos circular con un piso para el fuego principal y otros más pequeños, que constituía a la vez una entrada y un lugar de reuniones.

El ángulo opuesto brindaba otra ventaja inestimable: una cascada larga y delgada, que caía de un alto reborde, jugueteaba entre rocas un buen tramo y finalmente vertía en un saliente de arenisca más pequeño sobre una poza viva. Corría a lo largo de la muralla más alejada hasta el extremo de la terraza donde Dolando y varios hombres se encontraban esperando a Jondalar y Thonolan. Dolando les llamó en cuanto aparecieron bordeando la muralla y entonces comenzó a bajar por el saliente. Jondalar trotaba detrás de su hermano y llegó a la muralla apartada justo cuando Thonolan iniciaba el descenso por un sendero inseguro a lo largo del arroyuelo que saltaba por una serie de repisas hasta llegar al río. La pista no habría sido practicable de no existir escalones tallados con dificultad en la roca, y una fuerte baranda de cuerda. De todos modos, el agua que caía sin cesar y la pulverización constante la hacían muy resbaladiza, incluso en verano. En invierno se formaba una masa intransitable de trozos de hielo.

En primavera, aunque la inundaban desbordamientos y estaba sembrada de trozos de hielo pegado, los Sharamudoi –tanto los Shamudoi, cazadores de venados, como los Ramudoi, habitantes del río, que constituían la otra mitad de su pueblo– trepaban y descendían como los ágiles antílopes que habitaban aquellos terrenos abruptos. Mientras Jondalar veía bajar a su hermano como si hubiera pasado allí toda su vida, pensó que Thonolan había acertado en una cosa: si él, Jondalar, hubiera de pasarse allí toda la vida, nunca se habituaría a semejante forma de ganar el elevado saliente. Echó una ojeada a las aguas turbulentas del enorme río, respiró hondo, apretó los dientes y pasó por encima del reborde.

Más de una vez se sintió agradecido por la cuerda, al sentir que su pie resbalaba sobre hielo invisible, y exhaló un profundo suspiro al llegar al río. Un embarcadero flotante hecho con troncos amarrados, que oscilaba al movimiento de la rápida corriente, ofrecía por contraste una estabilidad muy estimable. Sobre una plataforma elevada que cubría más de la mitad del embarcadero, había una serie de estructuras de madera parecidas a las que se encontraban bajo el saliente de la terraza superior.

Jondalar intercambió saludos con varios de los habitantes de las casas flotantes mientras recorría las vigas atadas y se dirigía al extremo del muelle donde Thonolan estaba metiéndose en una de las lanchas amarradas allí. Tan pronto como abordó, se alejaron de un solo golpe y se pusieron a remar río arriba con palas de largos mangos. La conversación quedó reducida al mínimo. La corriente profunda y fuerte era impulsada por la fusión primaveral; mientras los hombres del río remaban, Dolando y los suyos no perdían de vista el agua, al acecho de desechos flotantes. Jondalar se acomodó y se puso a meditar acerca de la relación singular existente entre los Sharamudoi.

La gente que él conocía se especializaba de distintas maneras, y con frecuencia se había preguntado qué les habría conducido a cada cual por un camino determinado. En algunos casos, todos los hombres solían desempeñar una función exclusivamente y las mujeres, otra, de tal modo que cada función llegaba a estar tan asociada con un sexo en particular que ninguna mujer haría lo que consideraba trabajo de hombres, y no había hombre que accediera a ejecutar una tarea femenina. En otros casos, las tareas y obligaciones tendían a recaer más bien de acuerdo con la edad: los jóvenes realizaban las tareas más penosas, y los mayores, las más sedentarias. En algunos grupos, las mujeres se encargaban de los niños en todos los aspectos; en otros, gran parte de la responsabilidad de atender y enseñar a los niños pequeños correspondía a los ancianos de ambos sexos.

Con los Sharamudoi, la especialización había seguido tendencias distintas, y se habían formado dos grupos diferentes aunque relacionados entre sí. Los Shamudoi cazaban gamos y otros animales en los altos riscos y peñascos de montañas y farallones, mientras que los Ramudoi eran expertos en cazar –porque el procedimiento tenía más de cacería que de pesca– al enorme esturión del río, que alcanzaba hasta nueve metros de largo. También pescaban percas, lucios y grandes carpas. La división del trabajo podría haber sido causa de división en dos tribus distintas, pero la necesidad mutua que tenían unos de otros los había mantenido unidos.

Los Shamudoi habían perfeccionado un procedimiento para obtener una gamuza suave y aterciopelada de las pieles de gamo. Era algo tan único que tribus alejadas de la misma región negociaban para conseguirlas. Era un secreto muy bien guardado, pero Jondalar se había enterado de que los aceites producidos por ciertos pescados entraban en el proceso. Eso daba a los Shamudoi una buena razón para mantener sus estrechos vínculos con los Ramudoi. Por otra parte, las lanchas se hacían de roble, con algo de haya y de pino para los accesorios, y las largas tablas laterales se fijaban mediante mimbre y tejo. La gente del río necesitaba de los conocimientos que de los bosques tenían los habitantes de la montaña, para hacerse con la madera conveniente.

Dentro de la tribu Sharamudoi, cada familia Shamudoi tenía su contrapartida en una familia Ramudoi que estaba emparentada con ella de una forma que tenía que ver o no con lazos de sangre. Jondalar no había logrado reconocerlos a todos, pero después de que su hermano quedara oficialmente unido a Jetamio, él se encontraría de pronto con un puñado de «primos» en ambos grupos, emparentados con él a través de la compañera de Thonolan, aun cuando ella no tenía parientes vivos. Ciertas obligaciones mutuas deberían cumplirse, aunque para él eso no representaría mucho más que emplear títulos de respeto al dirigirse a los conocidos entre su nueva parentela.

Como varón soltero, seguiría en libertad de marcharse si quería, a pesar de que todos preferirían que se quedara. Pero los lazos que unían a ambos grupos eran tan fuertes que si las habitaciones llegaran a congestionarse y una familia o dos de los Shamudoi decidiera marcharse e iniciar una nueva Caverna, su correspondiente familia de Ramudoi no tendría más remedio que mudarse con ella.

Había ritos especiales para intercambiar vínculos si la familia correspondiente no quería marcharse y otra familia, en cambio, sí. Sin embargo, los Shamudoi, en principio, podrían insistir, y los Ramudoi se verían obligados a seguirlos porque en cuestiones relacionadas con la tierra, los Shamudoi eran los que tenían derecho a decidir. No obstante, los Ramudoi no carecían de influencia: podían negarse a transportar a sus parientes Shamudoi o a ayudarles a buscar un lugar conveniente, dado que las decisiones relacionadas con el agua les correspondían a ellos. En la práctica, cualquier decisión de importancia tan grande como una mudanza solía tomarse de forma solidaria.

Se habían desarrollado lazos suplementarios, tanto prácticos como rituales, para fortalecer la relación, y muchos de ellos se centraban en las lanchas. Aun cuando las decisiones respecto a las embarcaciones en el agua eran prerrogativa de los Ramudoi, las embarcaciones mismas pertenecían también a los Shamudoi, quienes, por consiguiente, se beneficiaban del producto de su uso, en proporción con las ventajas cedidas a cambio. Aquí también, el principio que se había arbitrado para resolver disputas era mucho más complicado que la práctica. Compartir mutuamente, con un entendimiento tácito y el respeto de los derechos ajenos, sus territorios y su pericia, era algo que contribuía a que las disputas fueran poco frecuentes.

La construcción de las embarcaciones requería un esfuerzo conjunto, por la sencilla razón, eminentemente práctica, de que exigía a la vez productos de la tierra y conocimiento de las aguas, y eso daba a los Shamudoi un derecho adquirido sobre las embarcaciones utilizadas por los Ramudoi. Los ritos fortalecían el vínculo, dado que ninguna mujer de una u otra parte podía unirse a un hombre que no disfrutara de tal derecho. Thonolan tendría que ayudar a construir o reconstruir una embarcación, antes de poder unirse oficialmente a la mujer a la que amaba.

También Jondalar ansiaba tomar parte en la construcción. La insólita embarcación le tenía intrigado; se preguntaba cómo estaría hecha y cómo se las componían para impulsarla y navegar con ella. Habría preferido disponer de alguna justificación distinta, no de la decisión de su hermano en cuanto a quedarse allí y unirse a una Shamudoi, para descubrirlo. En cualquier caso, aquella gente le había interesado desde el principio. La facilidad con que viajaban por el gran río y cazaban el enorme esturión superaba las habilidades de todos los pueblos de que había oído hablar.

Conocían el río en sus diferentes cambios de humor. A él le había costado captar el volumen de su caudal mientras no vio todas sus aguas juntas, y todavía no estaba lleno. Pero desde la embarcación no se podía apreciar su inmensidad. En invierno, cuando la pista de la cascada se estaba congelando y no podía utilizarse, antes de que los Ramudoi subieran a vivir con sus parientes Shamudoi, el comercio entre los dos grupos se realizaba mediante cuerdas y grandes plataformas trenzadas, colgadas por encima del reborde de la terraza Shamudoi y que bajaban hasta el muelle de los Ramudoi.

Las cascadas no se habían congelado aún cuando llegaron Thonolan y Jondalar, mas el primero no se encontraba en condiciones de efectuar el peligroso ascenso; a los dos los izaron en un canasto.

Al ver el río desde aquella perspectiva por vez primera, Jondalar empezó a comprender la extensión total del Río de la Gran Madre. Palideció, su corazón comenzó a palpitar por efecto del impacto que le produjo aquella comprobación, mientras veía el agua a sus pies y las montañas redondas del otro lado del río. Estaba espantado y dominado a la vez por un profundo respeto hacia la Madre, cuyas primeras aguas habían formado el río en su maravilloso acto de creación.

Más adelante se enteró de que había una subida más larga y fácil, aunque menos espectacular, para llegar a las moradas de los Shamudoi. Formaba parte de una vereda que se extendía de oeste a este por los desfiladeros montañosos y que bajaba a la vasta llanura fluvial en el extremo oriental de la entrada. La parte occidental de la vereda, en las tierras altas y los contrafuertes que conducían al arranque de la serie de desfiladeros, era más abrupta, pero en algunos puntos llegaba a la orilla del agua. Hacia allí se dirigían.

La embarcación estaba separándose ya del centro del río hacia un grupo de gente que hacía señales llenas de excitación, a lo largo de una playa de arena gris, cuando, al oír una exclamación, el hermano mayor volvió la cabeza.

–¡Mira, Jondalar! –Thonolan señalaba río arriba.

Dirigiéndose hacia ellos, envuelto en un resplandor ominoso y siguiendo el centro de la corriente, apareció un iceberg enorme, desigual y brillante, cuyos reflejos cristalinos daban al monolito un halo inconsútil, pero en su profundidad verde azulada conservaba un corazón que no se derretía. Con habilidad nacida de la práctica, los hombres que remaban cambiaron el rumbo y la velocidad de la lancha para evitar el choque; después, dejando los remos en posición horizontal, se detuvieron para contemplar una muralla de frío brillante deslizarse junto a ellos con mortal indiferencia.

–Nunca le des la espalda a la Madre –oyó decir Jondalar al hombre sentado delante de él.

–Markeno, yo diría que fue la Hermana la que trajo a éste... –comentó su vecino.

–¿Cómo... hielo grande... llegó, Carlono? –le preguntó Jondalar.

–Témpano –dijo Carlono, enseñándole primero la palabra–. Puede haber venido de un glaciar en movimiento, desde uno de esos montes –prosiguió, avanzando la barbilla hacia los picos blancos, por encima de su hombro, puesto que estaba remando de nuevo–. O puede haber venido de mucho más lejos, probablemente por el Río de la Hermana. Es más profundo, no tiene tantos canales..., especialmente en esta época del año. Ese témpano es mucho más grande de lo que parece. La mayor parte está bajo el agua.

–Es difícil creer... témpano... tan grande llega tan lejos –dijo Jondalar.

–Nos llega hielo cada primavera. No siempre tan grande. Pero no durará mucho más... el hielo está blanco. Un buen golpe y se quebrará y, además, hay una roca en medio de la corriente, justo debajo de la superficie del agua. No creo que ese témpano consiga pasar por la entrada –agregó Carlono.

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