El valle de los caballos (60 page)

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Authors: Jean M. Auel

Thonolan se sorprendió ante el dolor que había en el rostro de su hermano; y también algo más que había visto anteriormente pero sólo en miradas fugaces y poco frecuentes. En ese momento comprendió. Su hermano le amaba, le amaba tanto como él había amado a Jetamio. No era lo mismo, pero sí igual de fuerte. Se lo dijo su instinto, su intuición, y al tender la mano hacia la que se le tendía a él, supo que, aunque no pudiera salir del cenagal, tendría que estrechar la mano de su hermano.

Thonolan no lo sabía, pero en cuanto dejó de luchar no se hundió con la misma rapidez. Al estirarse para alcanzar la mano de su hermano, adoptó una posición más horizontal, desplazando su peso sobre la arena llena de agua, suelta y cenagosa, casi como si flotara en el agua. Llegaron a tocarse los dedos, y Jondalar avanzó un poco hasta agarrar firmemente la mano de Thonolan.

–¡Así se hace! ¡No le sueltes! ¡Ya vamos! –dijo una voz que hablaba en Mamutoi.

La respiración de Jondalar fue un estallido, con la presión súbitamente aliviada. Descubrió que temblaba de pies a cabeza, pero sostenía la mano de su hermano. En pocos momentos una cuerda llegó hasta Jondalar, quien la ató rodeando las manos de Thonolan.

–Y ahora, con calma –indicaron a Thonolan–, estírate como si estuvieras nadando. ¿Sabes nadar?

–Sí.

–Muy bien. Muy bien. Ahora cálmate, nosotros tiraremos.

Unas manos se llevaron a Jondalar lejos del borde de la arena movediza y pronto recuperaron también a Thonolan. Entonces todos siguieron a una mujer que golpeaba el suelo con un largo palo para evitar otros pozos traicioneros. Sólo después de haber ganado tierra firme, alguien pareció darse cuenta de que los dos hombres estaban totalmente desnudos.

La mujer que había dirigido el rescate se detuvo y los examinó. Era una mujerona, no excesivamente alta ni gruesa, sino corpulenta, y su porte inspiraba respeto.

–¿Por qué no lleváis nada encima? –acabó por preguntar–. ¿Por qué viajan dos hombres totalmente desnudos?

Jondalar y Thonolan bajaron la mirada hacia sus cuerpos desnudos y cubiertos de lodo.

–Nos equivocamos de canal, entonces un tronco golpeó nuestro bote –comenzó a explicar Jondalar. Se estaba sintiendo incómodo, no podía mantenerse erguido.

–Después tuvimos que secar la ropa –continuó su hermano–. Pensé que sería mejor quitárnosla mientras cruzábamos el canal y después para pasar entre el lodo. Yo la llevaba delante porque Jondalar estaba herido y...

–¿Herido? ¿Uno de vosotros está herido? –preguntó la mujer.

–Mi hermano –dijo Thonolan. Al oírlo, Jondalar cobró una conciencia mucho más clara del dolor palpitante.

La mujer le vio palidecer.

–Mamut le cuidará –dijo a uno de los otros–. No sois Mamutoi. ¿Dónde aprendísteis a hablar nuestra lengua?

–Con una mujer Mamutoi que vive con los Sharamudoi, mis parientes –explicó Thonolan.

–¿Tholie?

–Sí. ¿La conoces?

–Es parienta mía también. Hija de un primo. Si eres pariente suyo eres pariente mío –dijo la mujer–. Soy Brecie, de los Mamutoi, jefa del Campamento del Sauce. Ambos sois bienvenidos.

–Yo soy Thonolan, de los Sharamudoi. Él es mi hermano, Jondalar, de los Zelandonii.

–¿Ze-lan-don-ii? –y Brecie repitió la palabra desconocida–. No he oído hablar de ellos. Si sois hermanos, ¿por qué eres tú Sharamudoi y él... Zelandonii? No tiene buen aspecto –dijo, renunciando de momento a toda explicación. Entonces ordenó a uno de los hombres–: Ayúdale. No creo que pueda caminar.

–Creo que puedo caminar –dijo Jondalar, súbitamente mareado por el dolor– si no es demasiado lejos.

No obstante, se sintió agradecido cuando uno de los Mamutoi le cogió de un brazo mientras Thonolan le sostenía por el otro.

–Jondalar, me habría marchado hace tiempo si no me hubieras hecho prometer que esperaría hasta que estuvieses lo suficientemente bien para viajar. Me marcho. Creo que deberías volver a casa, pero no voy a discutir contigo.

–¿Por qué quieres seguir hacia el este, Thonolan? Ya has llegado al final del río, el mar de Beran está ahí. ¿Por qué no volver a casa ya?

–No voy hacia el este. Voy hacia el norte, más o menos. Brecie ha dicho que pronto irán todos hacia el norte para cazar mamuts. Yo me adelanto hasta otro campamento Mamutoi. No vuelvo a casa, Jondalar. Seguiré viajando hasta que la Madre me lleve.

–¡No hables así! Parece que quisieras morir –gritó Jondalar, lamentando sus palabras en el mismo momento en que las pronunciaba, por miedo a que la mera sugerencia las convirtiera en realidad.

–¿Y si así fuera? –le gritó Thonolan en respuesta–. ¿Qué razón tengo para vivir... sin Jetamio? –y se le quebró la voz al pronunciar el nombre en un sollozo suave.

–¿Y qué razón tenías para vivir antes de encontrarla? Eres joven, Thonolan. Tienes una larga vida por delante. Nuevos lugares adonde ir, nuevas cosas que ver. Date a ti mismo la oportunidad de conocer a otra mujer como Jetamio –suplicó Jondalar.

–No comprendes. Nunca has estado enamorado. No existe otra mujer como Jetamio.

–De manera que vas a seguirla al mundo de los espíritus y arrastrarme allí contigo –no le agradó decirlo, pero si la única manera de mantener con vida a su hermano era hacer que se sintiera culpable, no vacilaría en utilizar aquel recurso.

–¡Nadie te ha pedido que me sigas! ¿Por qué no vuelves a casa y me dejas en paz?

–Thonolan, todo el mundo sufre al perder a un ser querido, pero no se va al otro mundo para seguirle.

–Algún día te pasará a ti, Jondalar. Algún día amarás tanto a una mujer, que preferirás seguirla al mundo de los espíritus antes que vivir sin ella.

–Y si eso me hubiera sucedido ahora a mí, ¿me abandonarías?, ¿me dejarías en paz? Si hubiera perdido yo a una persona a quien amara tanto que preferiría morirme, ¿me dejarías seguir mi camino? Dime que lo harías, hermano. Dime que regresarías a casa si yo estuviera enfermo de muerte por tanta pena.

Thonolan bajó la mirada y la alzó nuevamente para fijarla en los ojos azules y turbados de su hermano.

–No, supongo que no te dejaría solo si supiera que estás enfermo de muerte con tanta pena. Pero ya sabes, hermano mayor –y su sonrisa sólo era una mueca en el rostro descompuesto por el dolor–, si decido seguir viajando el resto de mis días, no tienes que seguirme hasta el final. Estás harto de viajar. Algún día tendrás que volver a casa. Dime, si yo quisiera volver a casa y tú no, preferirías que me marchase, ¿verdad?

–Sí, preferiría que te fueras. Ahora mismo quisiera que lo hicieses. No porque tú quieras, ni siquiera porque yo lo desee. Necesitas a tu propia Caverna, tu familia, gente que has conocido toda tu vida y que te quiere.

–No comprendes. Es una de las diferencias que hay entre nosotros. La Novena Caverna de los Zelandonii es tu hogar y siempre lo será. Mi hogar está allí donde yo quiera fundarlo. Soy tan Sharamudoi como fui Zelandonii. Dejé hace poco mi Caverna y gente a la que quiero tanto como a mi familia Zelandonii. Eso no significa que no me pregunte si Joharran tiene ya algún hijo en su hogar, ni si Folara se habrá hecho tan bella como sé que habrá de ser. Quisiera contarle a Willomar de nuestro Viaje y enterarme de adónde proyecta dirigirse después. Todavía recuerdo cuánto me excitaba verle regresar de un Viaje; escuchaba sus historias y soñaba con viajes. ¿Recuerdas que siempre traía algo para todos? Para mí, para Folara y también para ti. Y siempre algo bello para Madre. Cuando regreses, Jondalar, llévale algo bello.

Al oír nombres familiares, Jondalar se sintió presa de recuerdos conmovedores.

–¿Por qué no le llevas tú algo bello, Thonolan? ¿No crees que Madre desea volverte a ver?

–Madre sabía que yo no regresaría. Dijo «buen viaje» cuando nos marchamos, no dijo «hasta tu regreso». Tú eres quien sin duda la perturbó, tal vez todavía más que a Marona.

–¿Por qué habría de preocuparse más por mí que por ti?

–Soy hijo del hogar de Willomar. Creo que ella ya sabía que yo sería viajero. Tal vez no le gustaba, pero lo comprendía. Comprende a todos sus hijos..., por eso hizo de Joharran jefe después de ella. Sabe que Jondalar es un Zelandonii. Si hubieras hecho el Viaje solo, ella habría sabido que regresarías..., pero te fuiste conmigo, y yo no habría de volver. No lo sabía yo al marchar, pero creo que ella sí lo sabía. Ella quería que regresases; eres el hijo del hogar de Dalanar.

–¿Y eso?, ¿dónde está la diferencia? Hace mucho que cortaron el nudo. Son amigos cuando se encuentran en las Reuniones de Verano.

–Tal vez ahora sólo sean amigos, pero la gente habla todavía de Marona y Dalanar. Su amor tuvo que ser algo muy especial para que lo recuerden aún al cabo de tanto tiempo; y tú eres lo único que tiene para recordárselo, el hijo nacido en el hogar de él. También su espíritu. Todos lo saben; ¡eres tan parecido a él! Tienes que regresar; allí están los tuyos. Ella lo sabía, y tú también lo sabes. Prométeme que regresarás algún día, hermano.

Jondalar se sentía incómodo ante la idea de prometer. Ya siguiera viajando con su hermano o decidiese regresar sin él, estaría dando más de lo que deseaba perder. Mientras no se comprometiera en uno u otro sentido, seguiría creyendo que podía tener ambas cosas. La promesa de regresar implicaba que su hermano no le acompañaría.

–Prométemelo, Jondalar.

–Lo prometo –accedió, ya que no se le ocurría ninguna objección razonable–. Regresaré a casa... algún día.

–Al fin y al cabo, hermano mayor –dijo Thonolan sonriente–, alguien tiene que contarles que llegamos hasta el final del Río de la Gran Madre. Yo no estaré, de manera que tendrás que hacerlo tú.

–¿Por qué no estarás? Podrías volver conmigo.

–Creo que en el río la Madre me habría llevado... de no haberle rogado tú. Sé que no puedo lograr que comprenda, pero estoy seguro de que Ella vendrá pronto por mí, y quiero ir.

–Vas a tratar de que te maten, ¿verdad?

–No, hermano mayor –y Thonolan volvió a sonreír–. No hace falta que lo intente. Sólo sé que la Madre vendrá. Quiero que sepas que estoy preparado.

Jondalar sintió que se le hacía un nudo en su interior. Desde el accidente de las arenas movedizas, Thonolan abrigaba la certidumbre fatalista de que iba a morir pronto. Sonreía, pero no era su antigua sonrisa llena de picardía. Jondalar prefería verle furioso antes que con aquel aire de tranquila resignación. No le quedaban ganas de luchar, ningún deseo de vivir...

–¿No crees que les debemos algo a Brecie y al Campamento del Sauce? Nos han dado alimentos, ropa, armas: todo. ¿Quieres llevártelo todo y no darles nada a cambio? –Jondalar quería que su hermano se enojara, saber que le quedaba algo dentro. Le parecía haber sido forzado a hacer una promesa que liberaba a su hermano de su obligación final–. ¿Tan seguro estás de que la Madre tiene algún designio para ti que has dejado de pensar en nadie más que en ti mismo? ¿Sólo Thonolan, es eso? Ya nadie importa para ti.

Thonolan sonrió; comprendía el enojo de Jondalar y no se lo podía reprochar. ¿Cómo se habría sentido si Jetamio hubiera sabido que iba a morir y se lo hubiese dicho a él?

–Jondalar, quiero decirte una cosa. Siempre hemos estado muy compenetrados...

–¿No lo estamos ya?

–Por supuesto, porque tú puedes estar tranquilo junto a mí. No tienes que ser perfecto todo el tiempo. Siempre tan considerado...

–Sí, soy tan bueno que Serenio no quiso emparejarse conmigo siquiera –dijo Jondalar con amargura sarcástica.

–Ella sabía que ibas a marcharte y no quería sufrir más aún. Si se lo hubieras pedido antes, se habría emparejado contigo. Si hubieras insistido un poco más cuando se lo pediste, lo habría hecho... aun a sabiendas de que no estabas enamorado de ella. Tú no la querías, Jondalar.

–Entonces, ¿cómo puedes decir que soy tan perfecto? ¡Gran Doni! Thonolan, yo quería amarla.

–Ya lo sé. Me enteré de algo por Jetamio, y quiero que lo sepas. Si quieres enamorarte, no puedes tenerlo todo guardado dentro de ti. Tienes que abrirte, aceptar ese riesgo. A veces saldrás lastimado, pero de no ser así, nunca serás feliz. La que encuentres puede no ser la clase de mujer de quien esperabas enamorarte, pero no importa, la amarás por lo que ella sea exactamente.

–Me preguntaba dónde os habríais metido –dijo Brecie, acercándose a los dos hermanos–. He preparado un pequeño banquete de despedida, ya que habéis decidido marcharos.

–Me siento obligado, Brecie –dijo Jondalar–. Me has cuidado, nos lo has dado todo. No creo que sea correcto marchar sin tratar de compensaros de alguna forma.

–Tu hermano ha hecho más que suficiente. Ha cazado todos los días mientras tú te restablecías. Se arriesga un poco demasiado, pero es un cazador afortunado. Os vais sin dejar ninguna deuda.

Jondalar miró a su hermano, que le sonreía.

Capítulo 19

En el valle, la primavera fue un estallido vistoso de colores dominados por el verde vernal, pero un estallido más temprano había sido espantoso, reduciendo el entusiasmo que Ayla sentía habitualmente por la nueva estación. Después de su tardío comienzo, el invierno fue duro, con unas nevadas bastante más fuertes de lo habitual. Las crecidas prematuras provocaron la fusión con una violencia furiosa.

Apareciendo a través del estrecho cañón río arriba, el torrente se estrelló contra la muralla saliente con tal fuerza que la caverna se estremeció. El nivel del agua casi alcanzó el de la terraza de la caverna. Ayla estaba preocupada por Whinney. Ella podía trepar a la estepa si era necesario, pero se trataba de un ascenso demasiado empinado para la yegua, especialmente con un embarazo tan avanzado. La joven pasó varios días llena de ansiedad observando cómo el río desbordado subía más de día en día al dar contra la muralla, y retrocedía para formar torbellinos al estrellarse contra la otra orilla. Río abajo, la mitad del valle se encontraba bajo las aguas, y la maleza a lo largo de la margen habitual del río estaba totalmente inundada.

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