El valle de los caballos (56 page)

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Authors: Jean M. Auel

Le fastidiaba ver a Rakario todo el tiempo cerca de Jondalar, y se sentía impaciente por comenzar la cacería. Ya había acompañado otras veces a los cazadores –Jondalar se lo llevaba siempre desde que comenzó a cazar con los Shamudoi–, aunque sólo para rastrear, observar y aprender. Esta vez le habían dado permiso para tomar parte activa en la partida. Si lograba abatir algún ejemplar sería el primero de su vida y se le otorgarían atenciones especiales. Pero no se le habían impuesto grandes responsabilidades. No tenía que matar esta vez; podría intentarlo en otras oportunidades. Cazar una presa tan ágil y en un entorno al que estaba adaptada de manera tan específica, era difícil por no decir imposible. Quien se acercara lo suficiente con esas intenciones tendría que hacer alarde del mayor sigilo y habilidad silenciosa. Nadie podría seguir al gamo de saliente en saliente, a través de profundos abismos, cuando se asustaba y echaba a correr.

Dolando se puso en marcha rodeando una formación rocosa cuyas líneas paralelas de estratos formaban un ángulo. Capas más blandas de los depósitos sedimentarios habían sido erosionadas en la cara expuesta, dejando apoyos para los pies a modo de escalones. La escalada empinada para ir por detrás y rodear al rebaño de gamos iba a ser ardua, pero sin peligro. No hacía falta ser un alpinista consumado.

El resto de la partida siguió al jefe. Jondalar se quedó a la espera para cerrar la retaguardia. Casi todos habían echado a andar por la empinada pared rocosa cuando oyó que Serenio le llamaba. Sorprendido, se dio media vuelta. A Serenio no le interesaba la cacería, y pocas veces se alejaba de las cercanías del poblado. No podía imaginar lo que podría hacer tan lejos de casa, pero, al ver su expresión cuando estuvo junto a él, le hizo estremecerse como si una mano de hielo le hubiera recorrido la espalda. La mujer había venido corriendo y tuvo que recobrar el aliento antes de poder hablar.

–Contenta... alcanzarte. Necesito Thonolan... Jetamio... dando a luz... –consiguió expresar poco después.

Jondalar formó una bocina con las manos alrededor de la boca.

–¡Thonolan! ¡Thonolan!

Una de las siluetas que avanzaban se volvió, y Jondalar le hizo señas de que regresara.

Mientras esperaban, el silencio se hizo pesado. Él quería preguntar si Jetamio estaba bien, pero algo se lo impidió.

–¿Cuándo comenzó el parto? –preguntó al fin.

–Anoche le dolía la espalda, pero se calló. Thonolan estaba tan ilusionado con la cacería de gamos, que temía que no tomara parte si se lo decía. Dijo que no estaba segura de que fuese ya el alumbramiento, y creo que tenía la intención de darle la sorpresa del bebé cuando regresara –explicó Serenio–. No quería preocuparle ni que esperara, con los nervios desquiciados, mientras ella diera a luz.

«Así era Jetamio –pensó Jondalar–. Había querido evitarle sufrimientos. Thonolan estaba perdidamente enamorado de ella.» Se le ocurrió un pensamiento atroz: «Si Jetamio deseaba sorprender a Thonolan, ¿por qué había corrido Serenio montañas arriba para buscarle?»

Serenio miró al suelo, cerró los ojos y respiró hondo antes de responder.

–El bebé se presenta de espaldas; ella es demasiado estrecha y no dilata. Shamud cree que es por la parálisis que sufrió, y me ha dicho que venga por Thonolan... Tú también... por él.

–¡Oh, no! ¡Gran Doni, no!

–¡No, no puede ser, no! ¿Por qué? ¿Por qué la bendiciría la Madre con un hijo para llevarse después a los dos?

Thonolan iba y venía, desesperado, dentro de los límites de la vivienda que había compartido con Jetamio, golpeándose una mano con el puño de la otra. Jondalar estaba allí parado, inútil, sin saber qué hacer, incapaz de ayudar, salvo con el consuelo de su presencia. Thonolan, loco de pena, había gritado a todos que se fueran.

–Jondalar, ¿por qué ella? ¿Por qué se la tenía que llevar la Madre? Tenía tan poco, y ha sufrido tanto. ¿Era demasiado pedir? ¿Un hijo?, ¿alguien de su propia carne?

–Yo no lo sé, Thonolan. Ni siquiera un Zelandoni podría responder a eso.

–¿Por qué de esa manera? ¿Por qué con tanto dolor? –y Thonolan se detuvo frente a su hermano en busca de una respuesta–. Casi no se enteró de mi regreso, Jondalar, de tanto como sufría. Pude verlo en sus ojos. ¿Por qué tuvo que morir?

–Nadie sabe por qué la Madre da vida ni por qué la quita.

–¡La Madre! ¡La Madre! No le importa. Jetamio la honraba, yo la honraba. ¿De qué sirvió? El caso es que se llevó a Jetamio. ¡Odio a la Madre! –y echó a andar por el estrecho recinto.

–Jondalar... –llamó Roshario desde la entrada, sin atreverse a entrar.

–¿Qué pasa? –preguntó Jondalar, saliendo.

–Shamud cortó para sacar el bebé después de que ella... –y Roshario parpadeó para apartar una lágrima–. Pensó que tal vez podría salvar al bebé..., a veces es posible. Era demasiado tarde, pero era un niño. No sé si querrás decírselo o no.

–Gracias, Roshario.

Podía ver que había estado llorando. Jetamio había sido una hija para ella. Roshario la había criado, la había cuidado durante la enfermedad, la parálisis, y el largo restablecimiento, y había estado con ella desde el principio hasta el desastroso final de su malaventurado parto. De repente, Thonolan pasó empujándolos, cogió la vieja mochila, tratando de ponérsela a la espalda y dirigiéndose al sendero que rodeaba la muralla.

–No creo que sea el momento –dijo Jondalar–. Se lo diré más tarde. ¿Adónde vas? –gritó, dándole alcance.

–Me marcho. No debería haberme quedado. No he llegado al final de mi Viaje.

–No puedes marcharte ahora –dijo Jondalar, sujetándole el brazo con la mano. Thonolan se la sacudió violentamente.

–¿Por qué no? ¿Qué me retiene aquí? –preguntó, sollozando.

Jondalar volvió a detenerle, le hizo dar media vuelta y miró a la cara a su hermano: vio un rostro tan descompuesto por la pena que casi no le reconoció. El dolor era tan profundo que quemaba su propia alma. Hubo momentos en que había envidiado la alegría de Thonolan por el amor que Jetamio le inspiraba, preguntándose qué fallo en su carácter le impedía experimentar un amor semejante. ¿Valía la pena? ¿Merecía el amor tanta angustia?, ¿tan amarga desolación?

–¿Puedes permitir que Jetamio y su hijo sean sepultados sin estar tú presente?

–¿Su hijo? ¿Cómo sabes que fue un hijo?

–Shamud lo sacó. Pensó que por lo menos podría salvar al bebé. Pero era ya demasiado tarde.

–No quiero ver al hijo que la mató.

–Thonolan, Thonolan. Ella pidió ser bendecida. Ella deseó quedar embarazada, y fue dichosa al saber que lo estaba. ¿Le habrías negado esa dicha? ¿Habrías preferido verla llevar una vida de tristeza? Tuvo amor y felicidad, primero al unirse a ti y después al recibir la bendición de la Madre. Fue un tiempo muy corto, pero me dijo que era más feliz de lo que había sido en toda su vida. Dijo que nada le proporcionaba mayor felicidad que tú y el saber que llevaba un hijo en su seno. Tu hijo, decía, Thonolan. El hijo de tu espíritu. Tal vez la Madre sabía que sería una cosa u otra, y quiso proporcionarle esa dicha.

–Jondalar, ni siquiera me reconoció... –y la voz se le quebró.

–Shamud le dio algo al final, Thonolan. No quedaban esperanzas de que diera a luz, pero no sufrió mucho. Sabía que estabas allí.

–La Madre me lo quitó todo al llevarse a Jetamio. Yo estaba tan lleno de amor... y ahora estoy vacío, Jondalar. No me queda nada. ¿Cómo es posible que se haya ido? –Thonolan se tambaleó, Jondalar le sostuvo mientras se desmoronaba y le recostó contra su hombro mientras sollozaba desesperadamente.

–¿Y por qué no regresar a casa, Thonolan? Si nos vamos ahora podemos llegar al glaciar en invierno y estar en casa la próxima primavera. ¿Por qué quieres ir hacia el este? –y la voz de Jondalar estaba matizada de nostalgia.

–Tú vete a casa, Jondalar. Deberías haberte ido hace tiempo. Siempre he dicho que eres un Zelandonii y que siempre lo serás. Yo me voy al este.

–Dijiste que ibas a hacer un Viaje hasta el fin del Río de la Gran Madre. Una vez que llegues el mar de Beran, ¿qué harás?

–¿Quién sabe? Tal vez dé la vuelta al mar. Tal vez me vaya hacia el norte, a cazar mamuts con la gente de Tholie. Dicen los Mamutoi que existe otra cadena montañosa muy lejos al este. Nada tiene que darme lo que ha sido nuestro hogar, Jondalar. Prefiero andar en busca de algo nuevo. Es hora de que cada uno siga su camino, hermano. Tú te vas al oeste, yo al este.

–Si no quieres regresar, ¿por qué no quedarte aquí?

–Sí, ¿por qué no quedarte aquí, Thonolan? –preguntó Dolando, acercándose a ellos–. Y tú también, Jondalar. Con los Shamudoi o los Ramudoi: no importa. Tú eres de los nuestros. Aquí tienes familia y amigos. Lamentaríamos que uno de vosotros se marchara.

–Dolando, bien sabes tú que yo estaba dispuesto a pasar aquí el resto de mi vida. Ahora no puedo. Todo está demasiado lleno de ella. Sigo esperando verla a cada momento. Cada día que paso aquí he de recordar de nuevo que no volveré a verla. Lo siento. Echaré de menos a muchas personas, pero debo irme.

Dolando asintió con la cabeza. No quería presionar para que se quedaran, pero les había hecho saber que eran de la familia.

–¿Cuándo te irás?

–Pronto. Dentro de unos días –respondió Thonolan–. Me gustaría hacer un trato, Dolando. Me lo dejaré todo aquí, excepto las mochilas y la ropa. Pero me gustaría llevarme un bote.

–Estoy seguro de que eso tiene arreglo. Entonces, irás río abajo. ¿Al este? ¿No regresarás con los Zelandonii?

–Me voy al este –dijo Thonolan.

–¿Y tú, Jondalar?

–No lo sé. Ahí están Serenio y Darvo...

Dolando asintió; Jondalar no había formalizado el vínculo, pero sabía que eso no le facilitaría la decisión. El alto Zelandonii tenía razones para irse al oeste, quedarse o marchar hacia el este, y nadie podía dar por seguro el camino que habría de tomar.

–Roshario se ha pasado el día cocinando. Creo que lo hace para estar ocupada y que no le quede tiempo para pensar –dijo Dolando–. Le agradaría que vinierais a comer con nosotros. Jondalar, también le gustaría tener a Serenio y Darvo; y le gustaría más aún que comieras algún bocado, Thonolan. La tienes preocupada.

«También debe ser duro para Dolando», pensó Jondalar. Con la preocupación que le estaba causando Thonolan, no había pensado en la pena de la Caverna. Había sido el hogar de Jetamio. Dolando tuvo que quererla como a cualquier otro hijo de su hogar. Había intimado con muchos. Tholie y Markeno eran su familia, y bien sabía él que Serenio había estado llorando. Darvo estaba entristecido y no quería hablar con él.

–Le preguntaré a Serenio –dijo Jondalar–. Estoy seguro de que a Darvo le agradaría ir; quizá debas contar sólo con él. Yo quisiera hablar con Serenio.

–Mándanoslo –concluyó Dolando, diciéndose a sí mismo que se quedaría con el muchacho por la noche, de manera que su madre y Jondalar tuvieran tiempo para tomar una decisión.

Los tres hombres caminaron de regreso hasta el saliente de arenisca y se quedaron al lado del fuego del hogar central un momento. No hablaron mucho, pero gozaron de su mutua compañía –un placer agridulce– sabedores de que se habían producido cambios que pronto les impedirían estar juntos de nuevo.

Las sombras de las murallas de la terraza habían producido ya un frescor vespertino, aunque desde el extremo del frente todavía podía verse la luz del sol chorreando por el cañón del río. Estaban de pie frente al fuego, casi estaban haciéndose la ilusión de que no había cambiado nada, de que habían olvidado la desoladora tragedia. Permanecieron un buen rato disfrutando del crepúsculo, como para retener el momento, cada cual pensando en sus cosas, aunque, de haber expresado sus pensamientos, habrían resultado notablemente parecidos. Cada uno de ellos estaba recordando los sucesos que habían conducido a los Zelandonii hasta la Caverna de los Sharamudoi, y cada uno se preguntaba si volvería a ver algún día a los otros dos.

–¿Venís o no venís? –preguntó finalmente Roshario, impaciente. Había comprendido que los hombres necesitaban celebrar aquella última comunión silenciosa, y no había querido molestarles. Entonces Shamud y Serenio salieron de una vivienda, Darvo se separó de un grupo de muchachos, otras personas se acercaron al fuego central y se diluyó aquel estado de ánimo de manera definitiva. Roshario empujó a todos hacia su morada, incluyendo a Serenio y Jondalar, pero éstos se marcharon después.

Caminaron en silencio hasta el borde y después rodearon la muralla hasta llegar junto a un tronco caído en el que se acomodaron para contemplar la puesta de sol río arriba. La naturaleza conspiraba para mantenerlos silenciosos ante la extraordinaria belleza del sol poniente. Al descender el globo en fusión, nubes de un gris plomizo se iluminaban con tonos plateados y se extendían después como oro brillante que se esparcía por el río. Un rojo encendido transformaba el oro en cobre reluciente que se iba apagando en matices broncíneos y se fundía de nuevo con plata.

Al convertirse la plata en plomo, y empañarse con tonalidades más oscuras, Jondalar tomó una decisión. Se volvió hacia Serenio; desde luego era bellísima, pensó. No era difícil vivir con ella; le proporcionaba una vida cómoda. Abrió la boca para hablar.

–Volvamos, Jondalar –se adelantó ella.

–Serenio..., yo..., nosotros hemos vivido... –comenzó. Ella se llevó un dedo a los labios para hacerle guardar silencio.

–No hables ahora. Regresemos.

Esta vez comprendió la urgencia de su tono de voz, vio el deseo en sus ojos. La cogió de la mano, llevó sus dedos a los labios y, dándole vuelta a la mano, la besó la palma. Su boca cálida y ansiosa encontró la muñeca y la siguió hasta el brazo y el codo, levantándole la manga para alcanzarlo.

Ella suspiró, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, invitándole. Él le sostuvo la nuca para retener la cabeza y besó la pulsación del cuello, halló la oreja y buscó la boca. Ella, hambrienta, esperaba. Entonces la besó lenta y amorosamente, saboreando la suavidad debajo de la lengua, tocando las ondulaciones de su paladar, y metió su lengua en la boca de ella. Cuando se separaron, la mujer respiraba muy fuerte; su mano encontró la respuesta de él, cálida, palpitante.

–Regresemos –dijo Serenio con voz ronca.

–¿Por qué regresar? ¿Por qué no aquí?

–Si nos quedamos aquí se acabará muy pronto. Quiero el calor del fuego y de las pieles para que no tengamos que darnos prisa.

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