El valle de los caballos (78 page)

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Authors: Jean M. Auel

Sólo cuando terminó de beber la infusión sintió que enrojecía, y dejó de estar contento consigo mismo. Este día no era como cualquier otro. Sus acciones del día anterior lo impedían. Iba a arrojar la ramita, pero se fijó en ella y la sostuvo ante sus ojos, haciéndola girar entre el índice y el pulgar mientras pensaba en todo lo que representaba.

Había sido fácil acostumbrarse a que ella le cuidara; lo hacía con una gracia sumamente sutil. Nunca tenía él que pedir nada, ella se adelantaba a sus deseos. La ramita era un buen ejemplo. Era obvio que Ayla se había levantado antes que él, había bajado a buscarla, la había pelado y se la había dejado allí. ¿Cuándo había comenzado a hacerlo? Recordó que cuando pudo bajar solo por primera vez, había encontrado una por la mañana. A la mañana siguiente, al ver una ramita junto a su taza, se había sentido agradecido; por entonces, todavía le costaba trabajo bajar y subir la empinada senda.

Y la infusión caliente. No importaba cuándo se despertara, la bebida caliente estaba dispuesta. ¿Cómo sabía ella cuándo prepararla? La primera vez que le llevó una taza por la mañana, se lo había agradecido efusivamente. ¿Cuándo fue la última vez que le dio las gracias? ¿Cuántas otras atenciones había tenido ella para con él, y siempre con la mayor discreción? Nunca les da importancia. «Así es Marthona», pensó. «Tan llena de tacto con sus dádivas y su tiempo, que nunca se siente nadie obligado con ella.» Siempre que se brindaba a ayudarla, Ayla se mostraba sorprendida ¡y tan agradecida...! como si realmente no esperara nada a cambio de todo lo que había hecho por él.

–Le he dado a ella menos que nada –dijo en voz alta–. E incluso después de lo de ayer... –sostuvo en alto la ramita, la hizo girar y la lanzó por encima del borde.

Vio que Whinney estaba en el campo con el potro, corriendo ambos en un amplio círculo, llenos de vitalidad, y experimentó una punzada de excitación al ver correr a los caballos.

–¡Cómo corre el pequeño! ¡Apuesto a que si compitieran, ganaría a su madre!

–En una competición, los garañones jóvenes suelen ganar, pero no en carreras largas –dijo Ayla, apareciendo por el sendero. Jondalar se dio media vuelta, con los ojos brillantes y la sonrisa llena de orgullo por el potro. Su entusiasmo era irresistible y Ayla tuvo que sonreír a pesar de sus recelos. Había esperado que el hombre se encariñara con el potro..., pero ahora ya no importaba.

–Me preguntaba dónde estarías –dijo él; se sentía torpe en su presencia, y se le borró la sonrisa.

–Prepararé un fuego temprano en la zanja de asar, para hacer las perdices. He salido a ver si estaba a punto.

«No parece muy contento de verme», pensó, volviéndose para entrar en la cueva. También la sonrisa de ella se borró.

–Ayla –llamó Jondalar, corriendo tras ella. Cuando la joven se volvió, ya no supo qué decirle–. Yo..., ejem..., me preguntaba..., ejem..., quisiera hacer algunas herramientas. Si no te importa, claro. No quiero dejarte sin pedernal.

–No importa. Todos los años la crecida se lleva algo y trae más.

–Debe de arrancarlo de algún depósito gredoso río arriba. Si supiera que no está lejos, iría a buscarlo. Es mucho mejor cuando acaba de ser arrancado. Dalanar saca el suyo de un depósito que hay cerca de su Caverna, y todo el mundo sabe de qué calidad es el sílex Lanzadonii.

El entusiasmo volvió a sus ojos, como sucedía siempre que hablaba de su oficio. «Así era Droog», pensó Ayla. «Le gustaba hacer herramientas y todo lo que se relacionaba con ellas.» Sonrió para sí recordando el día en que Droog descubrió al hijo pequeño de Aga, el que nació después de que se unieran, golpeando una piedra contra otra. «Droog se sintió tan orgulloso que le dio un martillo de piedra. Le gustaba enseñar el oficio; incluso no le importó enseñarme a mí, aunque era niña.»

Jondalar se dio cuenta de que pensaba en algo, y percibió la sombra de una sonrisa en el rostro femenino.

–¿En qué estás pensando, Ayla?

–En Droog. Hacía herramientas. Solía permitir que yo le observara si me estaba calladita y no turbaba su concentración.

–Puedes mirarme a mí, si quieres –dijo Jondalar–. En realidad esperaba que me enseñaras tu técnica.

–Yo no soy experta. Puedo hacer las herramientas que necesito, pero las de Droog son mucho mejores que las mías.

–Tus herramientas son muy prácticas. Lo que quisiera ver es la técnica que empleas.

Ayla asintió con la cabeza y entró en la cueva. Jondalar se quedó esperando y, al ver que no salía inmediatamente, se preguntó si habría querido decir ahora o más tarde. Se fue en su busca justo en el momento en que salía la joven; saltó hacia atrás tan de prisa que estuvo a punto de caerse. No quería ofenderla con un contacto involuntario.

Ayla respiró hondo, cuadró los hombros y alzó la barbilla. Tal vez no soportaba estar cerca de ella, pero no iba a dejar que viera cuánto la ofendía. Pronto se iría. Echó a andar por el sendero llevando las dos perdices, el canasto con los huevos y un bulto grande, envuelto en un pedazo de cuero y sujeto con una cuerda.

–Deja que te ayude a llevar algo –dijo Jondolar, corriendo tras ella. Ayla se detuvo lo sufiente para entregarle el canasto de huevos.

–Primero tengo que preparar las perdices –explicó, dejando el bulto en el suelo de la playa. Era una afirmación, pero Jondalar tuvo la impresión de que ella esperaba su consentimiento o por lo menos su asentimiento. No andaba muy descaminado. A pesar de sus años de independencia, los modales del Clan seguían rigiendo muchas de sus acciones. No estaba acostumbrada a hacer otra cosa cuando un hombre había ordenado o solicitado que hiciera algo por él.

–Claro que sí, adelante. Tengo que buscar mis utensilios antes de poder trabajar el pedernal.

Ayla se llevó las gordas aves hacia el otro lado de la muralla, hasta el hoyo que había cavado antes y forrado de piedras. El fuego se había apagado en el fondo del hoyo pero las piedras chisporrotearon cuando les echó unas gotas de agua. Había buscado en diversos puntos del valle la combinación exacta de verduras y hierbas, y las había llevado hasta el horno de piedras. Recogió uña de caballo por su sabor ligeramente salado, ortigas amaranto y vistosas acederas y salvia, para dar sabor. El humo aportaría también su aroma, y la ceniza de madera, sabor a sal.

Rellenó las perdices con sus huevos envueltos en verduras: tres huevos en una de las aves y cuatro en la otra. Siempre había envuelto las perdices en hojas de parra antes de meterlas en el hoyo, pero no crecían vides en el valle. Recordó que a veces se cocinaba el pescado envuelto en heno fresco, y decidió que también podría hacerse con las aves. En cuanto tuvo las aves colocadas en la parte inferior del hoyo, amontonó más hierba encima, después piedras, y lo cubrió todo de tierra.

Jondalar tenía un surtido de herramientas de asta, hueso y piedra para tallar instrumentos alineados ante sí, algunos de los cuales Ayla reconoció. Sin embargo, otros le eran totalmente desconocidos. Ella abrió el bulto y puso sus utensilios al alcance de la mano, después se sentó y extendió el trozo de cuero sobre su regazo; era una buena protección: el pedernal podía desmenuzarse en lajas finas y cortantes. Echó una mirada a Jondalar, que estaba mirando con mucho interés los trozos de hueso y piedra que ella había sacado.

Él dejó cerca varios nódulos de pedernal. Ella vio que había dos junto a su mano... y recordó a Droog. La calidad de un buen artesano de herramientas comenzaba con la selección, recordó. Quería una piedra de grano fino; las miró, escogió la más pequeña. Jondalar asentía con la cabeza, aprobando inconscientemente.

Ayla recordó al pequeño, que había mostrado su afición por la elaboración de herramientas cuando apenas gateaba.

–¿Supiste siempre que trabajarías la piedra? –preguntó.

–Por algún tiempo pensé hacerme tallista, incluso tal vez Servir a la Madre o trabajar con Los que la Sirven –una punzada de pena y nostalgia nubló su semblante–. Entonces me mandaron a vivir con Dalanar y aprendí a tallar piedra. Fue una buena decisión..., me gusta y soy bastante hábil. Nunca habría llegado a ser un buen tallista.

–¿Qué es un tallista, Jondalar?

–¡Eso es lo que faltaba! –su exclamación hizo dar un respingo de consternación a la joven–. No hay tallas, ni pinturas, ni cuentas, ni decoración. Ni siquiera colores.

–No comprendo...

–Lo siento, Ayla. ¿Cómo puedes saber de lo que estoy hablando? Un tallista es alguien que hace animales de piedra.

Ayla arrugó el entrecejo.

–¿Cómo se puede hacer un animal de piedra? Un animal es carne y sangre; vive y respira.

–No quiero decir un animal de verdad. Quiero decir una imagen, una representación. Un tallista reproduce la semejanza de un animal por la forma..., hace que la piedra parezca un animal. Algunos tallistas hacen imágenes de la Gran Madre Tierra, si tienen alguna visión de Ella.

–¿Una semejanza?, ¿de piedra?

–De otras materias también: marfil de mamut, hueso, madera, asta. He oído decir que algunos hacen imágenes de barro. Por lo demás, he visto muy buenos parecidos logrados con nieve.

Ayla había estado moviendo la cabeza, tratando de comprender, hasta que Jondalar dijo nieve; entonces recordó un día de invierno en que estuvo apilando tazones de nieve contra la pared, junto a la cueva. ¿No había imaginado por un instante que los rasgos de Brun aparecían en aquel montón de nieve?

–¿La semejanza con nieve? Sí –asintió–, creo que comprendo.

Jondalar no estaba seguro de que comprendiera, pero no se le ocurría mejor manera de explicárselo sin una talla que mostrarle. «¡Qué monótona ha tenido que ser su vida!», pensó, «criándose con cabezas chatas. Incluso su ropa es simplemente útil. ¿Sólo cazarían y dormirían? Ni siquiera apreciaban las Dádivas de la Madre. Ni belleza, ni misterio, ni imaginación. Me gustaría saber si puede comprender lo que se ha perdido».

Ayla levantó el bloquecito de pedernal, tratando de decidir por dónde empezar. No haría un hacha de mano..., incluso a Droog le parecía una herramienta bastante sencilla, aunque muy útil. Pero no creyó que fuera ésa la técnica que Jondalar deseaba ver. Tendió la mano hacia un instrumento que faltaba en la serie de herramientas del hombre: el hueso de la pata de un mamut... ese hueso resistente que soportaría el pedernal mientras ella lo trabajaba para que la piedra no se astillase. Le dio vueltas hasta situarlo cómodamente entre sus piernas.

Entonces cogió su martillo de piedra: no había diferencia entre el suyo y el de él, salvo que el de ella era más pequeño para que pudiera encajar en su mano. Sosteniendo firmemente el pedernal sobre el yunque de hueso de mamut, Ayla golpeó con fuerza. Un trozo de la corteza, el recubrimiento exterior, cayó, dejando al descubierto el material gris del interior. La pieza que había desprendido tenía un bulto grueso donde el martillo había golpeado –el bulbo de percusión– y se ahusaba formando un filo delgado en el otro extremo. Podría utilizarse como utensilio de corte, y los primeros cuchillos que ella elaboró eran exactamente esas lascas de arista afilada, pero los instrumentos que deseaba hacer Ayla exigían una técnica mucho más avanzada y compleja.

Estudió la profunda cicatriz dejada en el núcleo, la impresión negativa de la lasca. El color era exacto; la consistencia suave, casi cerosa; no había quedado material externo incorporado. Se podrían hacer buenas herramientas con esa piedra; golpeó otro pedazo de corteza.

Mientras seguía tallando, Jondalar pudo ver que estaba dándole forma a la piedra retirando el recubrimiento calcáreo. Cuando ya no quedó nada, siguió golpeando un poco acá, otro poco allá, un bulto en otra parte, hasta que el núcleo de pedernal tuvo la forma de un huevo algo aplastado. Entonces dejó el martillo y cogió un hueso largo y robusto. Poniendo el núcleo de costado y trabajando desde el borde hacia el centro, desprendió algunas esquirlas de la parte superior con el martillo de hueso. El hueso era más elástico; los trozos de pedernal más largos y delgados, con un bulbo de percusión más plano. Cuando terminó, el gran huevo de piedra tenía una parte superior ovalada más bien plana, como si le hubieran rebanado ese extremo.

Entonces se detuvo y, tocándose el amuleto que le colgaba del cuello, cerró los ojos y envió un pensamiento silencioso al espíritu del León Cavernario. Droog había solicitado siempre la ayuda de su tótem para ejecutar el siguiente paso. Hacía falta tanta suerte como habilidad, y Ayla se sentía nerviosa porque Jondalar la observaba muy de cerca. Quería hacerlo bien, pues comprendía instintivamente que tenía mayor importancia la fabricación de los utensilios que las piezas mismas. Si echaba a perder la piedra, sembraría una duda sobre la capacidad de Drog y de todo el Clan, por mucho que explicara que ella no era realmente una experta.

Jondalar había observado anteriormente el amuleto, pero al ver que lo sostenía entre ambas manos, con los ojos cerrados, se preguntó qué importancia tendría. Ella parecía manejarlo con respeto, casi como él trataría a una donii. Pero una donii era una figura de mujer, esculpida con gran esmero, con toda su abundancia maternal, un símbolo de la Gran Madre Tierra y del maravilloso misterio de la creación. Desde luego, una bolsa de cuero llena de bultos no podía encerrar el mismo significado.

Ayla volvió a coger el martillo de hueso. Para separar del núcleo una hoja que tuviera la misma dimensión que la parte superior plana y ovalada, pero con ángulos rectos y cortantes, había que dar un importante paso preliminar: una plataforma de golpeo. Tendría que desprender una pequeña esquirla que dejara una hendidura en la orilla de la cara plana, con la superficie perpendicular a la lasca que deseaba finalmente obtener.

Agarrando el núcleo de pedernal con firmeza para mantenerlo inmóvil, la mujer apuntó cuidadosamente. Tenía que calcular la fuerza además del punto: si era poca, la pequeña laja saldría en ángulo incorrecto; si, por el contrario, era excesiva, astillaría el borde cuidadosamente formado. Aspiró profundamente y sostuvo en el aire el martillo de hueso antes de asestar un golpe limpio. El primero era siempre importante. Si todo salía bien, vaticinaba buena suerte; por fin respiró al ver la mella que se había producido.

Cambiando el ángulo en que tenía el núcleo, volvió a golpear, con más fuerza esta vez. El martillo de hueso aterrizó limpiamente en la mella y una lasca se desprendió del núcleo prefabricado. Tenía la forma de un óvalo alargado. Un lado era la superficie plana que había hecho ella; el reverso configuraba la cara bulbosa interior, que era suave, más gruesa en el extremo golpeado y que se estrechaba hasta quedar convertida en un filo de navaja todo alrededor.

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