El valle de los caballos (79 page)

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Authors: Jean M. Auel

Jondalar lo cogió para examinarlo.

–Es una técnica difícil de dominar. Necesitas fuerza y precisión a la vez. ¡Mira este filo! No es una herramienta tosca.

Ayla dejó escapar un tremendo suspiro de alivio y sintió la cálida satisfacción del logro... y algo más. No había desacreditado al Clan. En verdad, lo representaba mejor porque no había nacido en él. Aunque aquel hombre, tan hábil en su oficio, hubiera estado observando a un hombre del Clan realizando el mismo trabajo, por mucho que se lo propusiese, sus prejuicios con respecto al ejecutante le habrían impedido juzgar objetivamente la obra.

Ayla le miraba: estaba dando vueltas a la piedra en su mano; de repente, la joven experimentó un cambio interior peculiar. Se sintió acometida por un frío interno sobrenatural y le pareció como si ella estuviera fuera de su propio cuerpo y le contemplara a él y a sí misma desde lejos.

Acudió a su mente el recuerdo vívido de otra oportunidad en la que había experimentado una desorientación similar. Iba siguiendo lámparas de piedra hacia el interior de una cueva y se veía agarrándose a la piedra húmeda mientras se sentía inexplicablemente atraída hacia un espacio pequeño e iluminado, oculto por gruesas columnas de estalactitas en el corazón de la montaña.

Los mog-ures estaban sentados en círculo alrededor de una fogata, pero el Mog-ur –el propio Creb–, cuya mente poderosa, ampliada y sostenida por la bebida que Iza le había enseñado a hacer para los magos, descubrió su presencia. Ella también había consumido la potente sustancia, sin querer, y su mente vagaba sin control. El Mog-ur la sacó del profundo abismo que había en ella y se la llevó consigo por el viaje espantoso y fascinante de la mente hasta los comienzos primordiales.

En el proceso, el más grande hombre santo del Clan, cuyo cerebro no tenía igual ni siquiera entre los suyos, forjó nuevas sendas en el cerebro de ella, allí donde sólo hubo tendencias rudimentarias. Pero aun pareciéndose al de él, el cerebro de ella no era igual. Podía regresar con él y sus memorias hasta su comienzo común y a través de cada fase del desarrollo, pero él no pudo llegar tan lejos cuando ella volvió y avanzó un paso más.

Ayla no comprendía lo que había herido tan profundamente a Creb, sólo sabía que eso les había cambiado, tanto a él como a la relación entre ambos. Tampoco comprendía los cambios que él había previsto, pero, por un instante, supo con una certeza absoluta que había sido enviada al valle con una finalidad que incluía al hombre alto y rubio.

Mientras se veía a sí misma con Jondalar en la playa pedregosa del remoto valle, corrientes aberrantes de luz y movimiento, formándose en un espesamiento sobrenatural del aire y desapareciendo en el vacío, les rodearon, uniéndolos. Ella sintió una vaga noción de su propio destino como nexo axial de muchos cabos que vinculaban pasado, presente y futuro por medio de una transición crucial. Un frío profundo se apoderó de ella; bostezó y, con un respingo, se encontró mirando unas cejas hirsutas y una expresión de alarma. Se sacudió para disipar una sensación fantástica de irrealidad.

–¿Te encuentras bien, Ayla?

–Sí, sí, estoy bien.

Un frío inexplicable había puesto la carne de gallina a Jondalar y tenía erizado el vello de la nuca. Sintió un fuerte impulso de protegerla, pero sin saber contra qué amenaza. Sólo duró un instante y trató de sacudirse aquella impresión, pero la inquietud subsistía.

–Creo que va a cambiar el tiempo –dijo–. He notado un viento frío –ambos levantaron la vista hacia el cielo azul y límpido, sin una sola nube.

–Es la temporada de las tormentas. Pueden ser repentinas.

Jondalar asintió y entonces, para aferrarse a algo material, llevó la conversación al terreno de los prosaicos materiales de la fabricación de herramientas.

–¿Y cuál es tu siguiente paso, Ayla?

La mujer se enfrascó de nuevo en la tarea. Con gran concentración, talló cinco óvalos más de pedernal de filo cortante; después de un examen final del resto de la piedra para ver si podría desprenderle alguna otra lasca aprovechable, lo descartó.

Entonces se volvió hacia los seis copos de pedernal gris y cogió el más fino de todos. Con una piedra suave, redonda y aplastada, retocó el largo filo, poniéndolo romo en la parte por donde se agarraba y afilándolo en punta en la parte opuesta al bulbo de percusión. Cuando quedó satisfecha, se lo tendió a Jondalar en la palma de la mano.

El hombre lo cogió y lo examinó detenidamente. Su sección transversal era gruesa, pero se afilaba a lo largo formando una arista fina y cortante. Era lo suficientemente grande para cogerlo con la mano, y el lomo lo bastante romo para no lastimar al usuario. En ciertos aspectos se parecía a la punta de lanza mamutoi, pero no estaba hecho para ponerle mango ni vara. Era un cuchillo de mano, y como la había visto manejar uno similar, sabía que era sorprendentemente eficaz.

Jondalar lo dejó en el suelo, asintió con la cabeza y la invitó a continuar. Ayla recogió otra laja gruesa de piedra y, con ayuda de un diente canino de animal, se puso a astillar el extremo del óvalo. El proceso sólo lo dejó ligeramente más romo, lo suficiente para fortalecer el borde de manera que el extremo agudo y redondeado no se rompiera al usarlo para rascar pelo y carne de las pieles. Ayla lo dejó y cogió otra pieza.

Puso una piedra grande y suave de las de la playa sobre el yunque de pata de mamut. Entonces, aplicando presión con el retocador de colmillo afilado sobre la piedra, hizo una muesca en forma de V en medio de un borde largo y afilado, lo suficientemente grande para afilar el extremo de un palo de lanza en forma de punta. Sobre una laja ovalada más grande, y aplicando una técnica similar, hizo una herramienta que podría utilizarse para hacer agujeros en cuero o madera, asta o hueso.

Ayla no sabía qué otras herramientas podría necesitar, de manera que decidió dejar las dos últimas lascas de pedernal disponibles para más adelante. Apartando la pata de mamut, recogió las puntas del cuero y lo llevó hasta el basurero al otro lado de la muralla para sacudirlo; las aristas de pedernal eran lo suficientemente agudas para cortar el pie descalzo más duro. Nada había dicho Jondalar de las herramientas recién hechas, pero Ayla observó que las estaba mirando por todos los lados, sosteniéndolas en la mano como para probarlas.

–Quisiera utilizar tu protector de cuero –dijo.

Ayla se lo entregó, contenta de haber terminado con su demostración y esperando con fruición ver la suya. Jondalar extendió el cuero sobre sus rodillas, cerró entonces los ojos y pensó en la piedra y en lo que haría con ella. A continuación cogió uno de los nódulos de pedernal que había llevado y lo examinó.

El duro mineral silíceo había sido desprendido de depósitos calcáreos asentados durante el período cretáceo. Todavía llevaba huellas de sus orígenes en el recubrimiento exterior, aunque había sido arrancado por la corriente violenta y golpeado en el angosto cañón río arriba, antes de ser lanzado a la playa pedregosa. El pedernal era el material más eficaz que se presentaba en forma natural para hacer herramientas. Era duro y, sin embargo, gracias a su estructura cristalina tan fina, podría trabajarse; el aspecto que pudiera adquirir dependía tan sólo de la habilidad del trabajador.

Jondalar estaba buscando las características distintivas del pedernal de calcedonia, el más puro y más claro. Cualquier piedra que tuviera rajas o esquirlas la descartaba, así como las que, al ser golpeadas con otra piedra, indicaban, por su sonido, que tenían fallas o material extraño. Finalmente escogió una.

Sosteniéndola sobre el muslo, la sujetó con la mano izquierda y, con la derecha, cogió el martillo y lo tanteó para sopesarlo bien; era nuevo y todavía no estaba familiarizado con él; cada martillo tenía su individualidad propia. Cuando lo logró, sostuvo firmemente el pedernal y golpeó. Se desprendió un trozo grande de la corteza de un blanco grisáceo. Por dentro, el pedernal tenía un matiz de gris más claro que el que había empleado Ayla, con un reflejo azulado. Textura fina, una buena piedra, buena señal.

Volvió a golpear una y otra vez. Ayla estaba lo bastante familiarizada con el proceso para reconocer de inmediato su pericia. Superaba con mucho la habilidad que ella pudiera tener. Al único que había visto trabajar la piedra con una confianza tan certera había sido a Droog. Pero la forma que estaba dando Jondalar a su piedra no se parecía a ninguna de las que hiciera el especialista del Clan. Se inclinó más para observar.

El núcleo de Jondalar, en vez de tomar forma ovoide, se estaba volviendo más cilíndrico aunque no exactamente circular. Al desprender lascas a ambos lados, estaba creando un borde que seguía el cilindro a lo largo. El borde era todavía tosco y desigual cuando se desprendió la corteza, y Jondalar dejó el martillo para coger un buen trozo de cornamenta que había sido cortado por debajo de la primera bifurcación para eliminar las ramas.

Con el martillo de asta desprendió trozos más pequeños a fin de que el borde quedara recto. También él preparaba su núcleo, pero no se proponía quitar gruesas lasca según una forma previamente determinada..., eso le resultaba obvio a Ayla. Cuando se sintió finalmente satisfecho con el borde, cogió otro instrumento, uno que había despertado la curiosidad de la mujer. También estaba hecho con una sección de cornamenta, más larga que la primera y que, en vez de estar cortada por debajo de la bifurcación, tenía dos ramificaciones que salían del asta central, cuya base había sido tallada hasta lograr una punta fina.

Jondalar se incorporó y sostuvo con el pie el núcleo de pedernal. Acto seguido colocó la punta del asta ramificada justo por encima del borde que había formado con tanto esmero. Sostuvo la rama superior saliente de manera que la más baja estuviera de frente y sobresaliera. Entonces, con un hueso largo y pesado, golpeó la rama saliente.

Cayó una hoja delgada. Era tan larga como el cilindro de piedra, pero su grosor sería la sexta parte de su longitud. La sostuvo frente al sol y se la mostró a Ayla: una luz se filtraba al través. El borde que había preparado con tanto esmero corría desde el centro de la cara exterior todo a lo largo y tenía dos aristas afiladas y cortantes.

Con la punta del punzón de asta colocada directamente sobre el pedernal, no había tenido que apuntar tan cuidadosamente ni calcular tan exactamente la distancia. La fuerza de la percusión iba dirigida con exactitud hacia donde él quería, con la fuerza del golpe repartida entre los objetos resistentes intermedios –el martillo de hueso y el punzón de asta–; casi no había bulbo de percusión. La hoja era larga y estrecha y de una delgadez uniforme. Sin tener que calibrar tan cuidadosamente la fuerza del golpe, Jondalar controlaba mucho mejor los resultados.

La técnica de Jondalar para trabajar la piedra representaba un progreso revolucionario, pero tan importante como la hoja que producía era la cicatriz que dejaba en el núcleo. El borde preparado había desaparecido; en su lugar había una larga depresión con dos bordes a cada lado. Tal había sido la finalidad del cuidadoso trabajo previo.

Apartó la punta del punzón para ponerla encima de uno de los dos bordes y volvió a golpear con el martillo de hueso. Cayó otra hoja delgada y larga, dejando otros dos bordes detrás. Jondalar movió de nuevo el punzón sobre otro de los bordes, desprendió otra hoja y formó más aristas.

Cuando acabó con todo el material aprovechable, no tenía seis, sino veinticinco hojas alineadas..., más de cuatro veces el filo cortante útil de la misma cantidad de piedra, más de cuatro veces el número de piezas. Largas y delgadas, con filos tan agudos como los de un escalpelo, las hojas podrían aprovecharse para cortar tal como estaban, pero no constituían el producto terminado. Más adelante serían elaboradas para multitud de usos, especialmente para hacer herramientas. Según el filo y la calidad del nódulo de pedernal, se podría sacar, no cuatro, sino de seis a siete veces el número utilizable de piezas para hacer herramientas, con piedras de un mismo tamaño, aplicando la técnica más avanzada. El nuevo método no sólo proporcionaba un mayor control al operario, sino que suponía una ventaja sin igual para su gente.

Jondalar cogió una de las hojas y se la entregó a Ayla. Ésta comprobó ligeramente lo cortante del filo con su dedo pulgar, ejerció un poco de presión para reconocer su fuerza y la volvió sobre su mano. Se curvaba en los extremos; eso era debido a la naturaleza del material, pero más visible en la hoja larga y delgada. Sin embargo, la forma no limitaba sus funciones.

–Jondalar, esto es..., no sé la palabra. Es maravilloso..., importante. Has sacado tantas... No has terminado con éstas, ¿verdad?

–No, todavía no –contestó Jondalar, sonriendo.

–Son tan delgadas y tan finas..., son bellas. Pueden romperse más fácilmente, pero creo que si se retocan los extremos, pueden ser unos rascadores fuertes –su espíritu práctico estaba ya convirtiendo en herramientas las piedras sin forma definida.

–Sí, y como los tuyos, buenos cuchillos..., aunque quiero hacerles una espiga para ponerles mango.

–Yo no sé lo que es «espiga».

Jondalar cogió una hoja para explicárselo.

–Puedo matar el lomo y afilar un extremo en forma de punta, y tendré un cuchillo. Si quito unas cuantas lascas de la cara interior, podré incluso enderezar algo la curva. Ahora bien, si presiono a medio camino de la hoja, para romper el borde y formar un saliente, habré hecho una «espiga».

Cogió un pequeño fragmento de asta.

–Si encajo la espiga en un trozo de hueso, madera o asta como éste, el cuchillo tendrá mango. Es más fácil de usar con mango. Si pones a cocer el asta durante un rato, se hinchará y se ablandará, y entonces podrás meterle la espiga en el centro, donde está más blando. Una vez seco el trozo de asta, se encoge y aprieta la espiga. A menudo se sostiene, sin tener que amarrarlo ni pegarlo, durante mucho tiempo.

Ayla estaba muy excitada con el nuevo método y deseaba ponerlo en práctica, como siempre había hecho después de observar a Droog, pero ignoraba si con ello violaría las costumbres o tradiciones de Jondalar. Cuanto más sabía de las costumbres de su gente, menos las entendía. No pareció importarle que ella cazara, pero tal vez no quisiera que ella hiciera la misma clase de herramientas que él.

–Me gustaría probar... ¿No hay... inconveniente en que las mujeres hagan herramientas?

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