El valle de los caballos (77 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¿Estás seguro de que son espíritus? –preguntó Ayla. Lo decía con tanta seguridad que se preguntó si no tendría razón.

–Sea como sea, tú no eres la única, Ayla, que tiene una mezcla de humano y cabeza chata por hijo, aunque la gente no habla...

–Son Clan y son humanos –interrumpió.

–Ayla, vas a oír mucho esa palabra. Es justo decírtelo. También debes saber que cuando un hombre toma por la fuerza a una mujer del Clan no es aprobado, pero se pasa por alto. Pero que una mujer «comparta Placeres» con un macho cabeza chata es... imperdonable ante los ojos de muchas personas.

–¿Una abominación?

Jondalar palideció, pero siguió adelante.

–Sí, Ayla, abominación.

–Yo no soy abominación –gritó Ayla–. ¡Y Durc no es abominación! No me gustaba lo que me hacía Broud, pero no era una abominación. De haber sido cualquier otro hombre que lo hiciera sólo por aliviar su necesidad y no con odio, yo le habría aceptado como cualquier otra mujer del Clan. No es vergonzoso ser mujer del Clan. Yo me habría quedado con ellos, incluso como segunda esposa de Broud, de haber podido. Sólo por estar cerca de mi hijo. ¡No me importa que haya gente que no lo apruebe!

No podía por menos que admirarla; no iba a ser fácil para ella.

–Ayla, no te digo que debas avergonzarte. Sólo te estoy diciendo lo que debes esperar. Quizá podrías decir que vienes de otra gente.

–Jondalar, ¿por qué quieres que diga palabras que no son ciertas? No sabría cómo. En el Clan, nadie dice falsedades..., se sabría, se vería. Aun cuando se abstenga de decir algo, se sabe. A veces se tolera por..., por cortesía, pero se sabe. Yo puedo ver cuándo tú dices palabras que no son verdad. Tu rostro me lo dice, y tus hombros y tus manos.

Jondalar se ruborizó. ¿Eran tan visibles sus mentiras? Se alegraba de haber decidido mostrarse tan escrupulosamente sincero con ella. Quizá pudiera aprender algo de la joven. Su honradez y su sinceridad eran parte de su fortaleza interior.

–Ayla, no tienes que aprender a mentir, pero pensé que debería decirte estas cosas antes de marcharme.

Ayla sintió que se le hacía un nudo en el estómago y se le obstruyó la garganta. «Va a marcharse.» Habría querido hundirse de nuevo entre las pieles y taparse la cabeza.

–Pensé que te irías –dijo–. Pero no tienes nada para el viaje. ¿Qué necesitas?

–Si pudieras darme algo de pedernal, haría herramientas y algunas lanzas. Y si me dices dónde está la ropa que llevaba puesta, quisiera remendarla. La mochila debería estar también más o menos entera, si la trajiste del cañón.

–¿Qué es una mochila?

–Es algo como una bolsa grande que se lleva a la espalda. No hay palabra exacta en Zelandonii; la usan los Mamutoi. La ropa que vestía es Mamutoi...

–¿Por qué es una palabra diferente? –preguntó Ayla, sacudiendo la cabeza.

–El Mamutoi es una lengua diferente.

–¿Una lengua diferente? ¿Qué lengua me has enseñado?

Jondalar tuvo la sensación de que todo se le venía abajo.

–Te enseñé mi lengua..., zelandonii. No se me ocurrió...

–Zelandonii..., ¿viven al oeste? –Ayla se sentía molesta.

–Bueno, sí, muy lejos al oeste. Los Mamutoi viven cerca.

–Jondalar, me has enseñado una lengua que hablan personas que viven muy lejos, no una que hable gente de aquí cerca. ¿Por qué?

–Yo... no lo pensé. Sólo te enseñé mi lengua –dijo, sintiéndose de pronto muy mal: no había hecho nada correctamente.

–¿Y eres el único que sabe hablarla?

Jondalar asintió con la cabeza; tenía el estómago revuelto. Ella creía que él le había sido enviado para enseñarle a hablar, pero sólo podía hablar con él.

–Jondalar, ¿por qué no me has enseñado la lengua que todos hablan?

–No hay una lengua que todos hablen.

–Quiero decir la que usas para hablarles a tus espíritus o tal vez a tu Gran Madre.

–No tenemos una lengua exclusiva para hablarle.

–¿Y cómo hablas con la gente que no conoce tu lengua?

–Aprendemos unos la de los otros. Yo sé tres lenguas y algunas palabras de otras pocas.

Ayla estaba temblando otra vez. Pensaba que habría podido irse del valle y hablar con la gente que encontrase. Y ahora, ¿qué iba a hacer? Se puso en pie, y él la imitó.

–Yo quería saber todas tus palabras, Jondalar. Tengo que saber hablar. Tienes que enseñarme. Tienes que...

–Ayla, no puedo enseñarte dos lenguas más ahora. Lleva tiempo. Ni siquiera las conozco a la perfección..., es algo más que palabras...

–Podemos empezar con las palabras. Tendremos que empezar desde el principio. ¿Cuál es la palabra para fuego en mamutoi?

Se la dijo y no parecía dispuesto a continuar, pero ella siguió, palabra tras palabra, en el orden en que las había aprendido en la lengua zelandonii. Después de recorrer una larga lista, Jondalar la detuvo nuevamente.

–Ayla, ¿de qué sirve decir un montón de palabras? No las puedes recordar así sin más.

–Ya sé que mi memoria podría ser mejor. Dime qué palabras están equivocadas.

A partir de «fuego» repitió todas las palabras, una por una, en ambas lenguas. Cuando terminó, él la contemplaba dominado por una admiración reverente. Recordaba que no fueron las palabras las que le resultaron difíciles al aprender Zelandonii, sino la estructura y el concepto del lenguaje.

–¿Cómo lo has hecho?

–¿Falta alguna?

–No, ¡ni una sola!

Ayla sonrió, tranquilizada.

–Cuando era niña resultaba mucho más difícil. Tenía que repetirlo todo muchas veces. No sé cómo Iza y Creb tuvieron tanta paciencia conmigo. Ya sé que algunas personas pensaban que no era muy inteligente. He mejorado, pero he tenido que practicar mucho, y sin embargo, todos los del Clan recuerdan todo mejor que yo.

–¿Todos los del Clan pueden recordar mejor que la demostración que acabas de hacerme?

–No olvidan nada, aunque han nacido sabiendo casi todo lo que les hace falta saber, de modo que no tienen que aprender mucho. Sólo necesitan recordar. Tienen... memorias..., no sé de qué otra manera se podría expresar. Cuando un niño está creciendo, sólo hay que recordarle..., decírselo una vez. Los adultos no tienen necesidad de que se les recuerde, saben cómo recordar. Yo no tenía memorias del Clan. Por eso tenía que repetirlo todo Iza hasta que yo pudiera recordar sin equivocarme.

Jondalar estaba asombrado por su habilidad mnemónica, y le costaba trabajo captar el concepto de «memorias» del Clan.

–Algunas personas pensaban que no podría ser una curandera sin las memorias de Iza, pero ella decía que podría ser buena a pesar de que no pudiera recordar tan bien. Decía que yo tenía otras cualidades que ella no comprendía del todo, por ejemplo la manera de saber lo que estaba mal y de encontrar el tratamiento más adecuado. Me enseñó a probar las medicinas nuevas, para que descubriera el medio de aprovecharlas sin la memoria de las plantas.

»También tienen un lenguaje antiguo. No comprende sonidos, sólo gestos. Todo el mundo conoce el Lenguaje Antiguo, lo emplean en ceremonias y para dirigirse a los espíritus y asimismo cuando no entienden el lenguaje cotidiano de otra gente. También lo aprendí.

»Como tenía que aprenderlo todo, me obligué a prestar atención y concentrarme, para recordar después con sólo un «recordatorio», para no impacientar a la gente.

–¿Te he entendido bien? Esa... gente del Clan, conocen todos su propio lenguaje y alguna especie de lenguaje antiguo que se comprende de un modo general. ¿Todo el mundo puede hablar..., comunicarse con los demás?

–En la Reunión del Clan, todos podían hacerlo.

–¿Estamos hablando de la misma gente? ¿Cabezas chatas?

–Si es así como llamas al Clan. Ya te describí su aspecto –dijo Ayla y agachó la cabeza–. Fue cuando dijiste que yo era una abominación.

Ayla recordaba la mirada helada que había borrado todo calor de sus ojos, el estremecimiento cuando se apartó..., el desprecio. Eso había ocurrido precisamente cuando le hablaba del Clan, cuando creyó que se estaban comprendiendo los dos. Parecía costarle trabajo aceptar lo que ella decía. De repente se sintió incómoda; había hablado demasiado. Se acercó rápida al fuego, vio las perdices donde las había dejado Jondalar junto a los huevos, y se puso a desplumarlas para hacer algo.

Jondalar se dio cuenta en el acto de que la suspicacia había vuelto a apoderarse de Ayla; la había lastimado demasiado y nunca recuperaría su confianza, aunque por un instante había creído que sería posible. El desprecio que ahora sentía iba dirigido contra sí mismo. Levantó las pieles de Ayla y las llevó a la cama; recogió las que había estado usando él y las trasladó a un lugar al otro lado del fuego.

Ayla dejó las aves: no tenía ganas de desplumar; corrió a su cama. No quería que le viera los ojos llenos de agua.

Jondalar trató de acomodar las pieles a su alrededor lo mejor que pudo. Memorias, había dicho. Los cabezas chatas tienen cierta clase de memorias. Y un lenguaje por señas que todos comprenden. ¿Sería posible? Era difícil de creer si no fuese por un detalle: la joven nunca decía cosas falsas.

Ayla se había acostumbrado al silencio y la soledad durante los últimos años. La mera presencia de otra persona, aun cuando la disfrutara, exigía ciertos ajustes, pero los trastornos emocionales de la jornada la habían dejado vacía y agotada. No quería sentir, ni pensar ni reaccionar con respecto al hombre que compartía su caverna. Sólo quería descansar.

Pero no podía dormir. Su capacidad de hablar le había proporcionado confianza hasta el punto de dedicar todos sus esfuerzos y su concentración al estudio del lenguaje, y se sentía frustrada. ¿Por qué le enseñó el idioma de su infancia? Se iba a marchar. Ella no volvería a verle nunca más. Tendría que abandonar el valle en primavera y encontrar gente que viviera más cerca, y quizá algún otro hombre.

Lo cierto es que no quería a ningún otro hombre; quería a Jondalar, con sus ojos y su contacto. Recordaba cómo se había sentido al principio. Él fue el primer hombre de su especie al que había visto y los representaba a todos en general. No era sólo un individuo. No sabía cuándo había dejado de ser un ejemplo para convertirse en Jondalar, el único. Lo único que sabía era que echaba de menos el sonido de su respiración y su calor junto a ella. El vacío del lugar que él ocupó era casi tan grande como el vacío doloroso que sentía en su interior.

Jondalar tampoco podía dormir. No encontraba la posición adecuada. El sitio que había ocupado al lado de ella se había quedado frío, y un sentimiento de culpabilidad le embargaba. No podía recordar haber vivido un día peor, y ni siquiera le había enseñado el lenguaje correcto. ¿Cuándo iba a tener la oportunidad de hablar zelandonii? Su gente vivía a un año de viaje del valle, y eso a condición de no detenerse mucho tiempo en ninguna parte.

Pensó en el Viaje que había realizado con su hermano. Todo parecía tan inútil. ¿Cuánto tiempo hacía que se fue? ¿Tres años? Eso significaba por lo menos cuatro años antes de que estuviera de vuelta. Y todo para nada. Su hermano muerto. Jetamio muerta y también el hijo del espíritu de Thonolan. ¿Qué le quedaba?

Jondalar había luchado por dominar sus emociones desde muy joven, pero también él tuvo que secarse el rostro con las pieles. Sus lágrimas no eran sólo por su hermano, también por sí mismo: por su pérdida y su pena, y por aquella oportunidad desaprovechada que podría haber sido maravillosa.

Capítulo 25

Jondalar abrió los ojos. El sueño que había tenido de su hogar fue tan vivo, que las paredes desiguales de la caverna le parecieron desconocidas como si el sueño hubiera sido realidad y la caverna de Ayla una ficción onírica. La niebla del sueño comenzó a disiparse y las paredes parecían desplazadas. Despertó y se dio cuenta de que había estado mirando desde una perspectiva distinta, desde el lado más alejado del fuego.

Ayla no estaba. Junto al hogar había dos perdices desplumadas y la canasta en la que guardaba las plumas estaba tapada; hacía rato que se había ido. La taza que solía usar –la que estaba elaborada de tal manera que semejaba un animal pequeño por la textura de la madera– estaba allí cerca; al lado había una canasta apretadamente tejida en la que ella le preparaba la infusión de la mañana y una ramita recién descortezada. Ella sabía que le gustaba mascar el extremo de una ramita hasta convertirlo en fibra erizada para limpiarse los dientes del sarro acumulado durante la noche y tenía por costumbre llevarle una todas las mañanas.

Se puso en pie, se desperezó; se sentía rígido por la dureza inusitada de su lecho. Ya había dormido en el suelo en otras ocasiones, pero un relleno de paja representaba una gran diferencia en cuanto a comodidad y olía a limpio y dulce. Ayla cambiaba la paja con bastante regularidad para que no se acumularan los malos olores.

La infusión del canasto-tetera estaba caliente..., no podía haberse ido hacía mucho. Se sirvió un poco y olfateó el aroma cálido con sabor a menta. A él le gustaba tratar de identificar las hierbas que Ayla utilizaba cada día. La menta era una de las que él prefería y, por lo general, siempre estaba presente. Bebió unos sorbos y creyó reconocer el sabor a hoja de frambuesa y quizá alfalfa. Salió llevándose la taza y la ramita.

De pie en la orilla del saliente frente al valle, mascaba la ramita y veía el chorro de orina caer mojando la muralla del risco. No estaba totalmente despierto. Sus acciones eran movimientos mecánicos producidos por el hábito. Cuando terminó, se limpió los dientes con el palito mascado y se enjuagó la boca con la infusión. Era un ritual que siempre le reanimaba y, por lo general, le impulsaba a trazar planes para la jornada.

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