El valle de los caballos (82 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Son... nombres para las marcas de tus varas, para empezar, y para otras cosas también. Se emplean para decir el número de... todo. Pueden decir cuántos ciervos ha visto un explorador o a cuántos días de distancia se encuentran. Si es una manada numerosa, por ejemplo el bisonte en otoño, entonces un Zelandoni debe ir a observar la manada; desde luego ha de ser uno que conozca la manera especial de utilizar las palabras para contar.

Una corriente interior de anticipación recorrió a la mujer; casi podía comprender lo que le estaba diciendo Jondalar. Sentía que estaba al borde de resolver preguntas cuyas respuestas se le habían escapado hasta aquel momento.

El hombre alto y rubio examinó el montón de piedras redondas para cocer y las cogió con ambas manos.

–Deja que te enseñe –dijo. Las puso en fila y, señalándolas de una en una, comenzó a contar–: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...

Ayla le observaba con una excitación que iba en aumento.

Cuando terminó, miró a su alrededor para hallar algo más que contar y cogió unas cuantas de las varas marcadas por Ayla y volvió a contar.

–Una –dijo, dejando la primera en el suelo–, dos –y puso la siguiente a su lado–, tres, cuatro, cinco...

Ayla recordó claramente cuando Creb le dijo: «Año del nacimiento, año de caminar, año de destete...», señalando cada uno de los dedos.

–Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

–¡Eso es! ¡Estaba seguro de que andabas cerca, al ver tus varas!

La sonrisa de Ayla era triunfante, gloriosa. Cogió una de las varas y se puso a contar las marcas. Jondalar prosiguió con las palabras que ella no sabía aún, pero incluso así, tuvo que detenerse poco después de la segunda marca especial. Arrugó el entrecejo, concentrándose.

–¿Esto es el tiempo que llevas aquí? –preguntó, indicando las varas que había sacado.

–No –contestó Ayla, y fue a buscar las demás. Desatando los haces, extendió todas las varas.

Jondalar se acercó para mirar y palideció. Se le revolvió el estómago: ¡años!, ¡esas marcas representan años! Las alineó para poder ver todas las marcas y las estudió un rato. Aun cuando Zelandoni le había explicado algunas maneras de calcular números más altos, tenía que pensar.

Entonces sonrió. En vez de tratar de contar los días, contaría las señales especiales, las que representaban un ciclo completo de las fases de la luna, así como el principio de su tiempo lunar. Señalando cada marca, hizo una señal en la tierra al decir en voz alta la palabra contar. Al cabo de trece señales, comenzó otra hilera pero saltándose la primera señal como se lo había explicado Zelandoni, y sólo hizo doce señales. Los ciclos lunares no se ajustaban a las estaciones o los años. Llegó al final de sus señales al terminar la tercera hilera, y miró a Ayla lleno de pasmo.

–¡Tres años! ¡Llevas tres años aquí! Es el tiempo que yo llevo de Viaje. ¿Has estado sola todo ese tiempo?

–He tenido a Whinney, y hasta...

–Pero ¿no has visto gente?

–No, no desde que dejé el Clan.

Ella pensaba en los años a la manera en que los había calculado. Al principio, cuando dejó el Clan, encontró el valle y adoptó la potrilla: lo llamó el año de Whinney. La primavera siguiente, al inicio del ciclo del renacer de la naturaleza, encontró al cachorro de león, y pensó en ese año como el de Bebé. Del año de Whinney al de Bebé, estaba el de Jondalar, es decir, un año después fue el año del garañón: dos. Y tres fue el año de Jondalar y el potro. Ella recordaba mejor los años a su manera, pero le gustaban las palabras para contar. El hombre había logrado que las señales le indicaran cuánto tiempo llevaba en el valle, y ella deseaba aprender a hacerlo igual que él.

–¿Sabes la edad que tienes, Ayla? ¿Cuántos años has vivido? –preguntó repentinamente Jondalar.

–Déjame que lo piense –contestó. Alzó una mano con los dedos extendidos–. Creb decía que Iza calculó que yo tendría éstos..., cinco años... cuando me encontraron –Jondalar hizo cinco rayas en el suelo–. Durc nació la primavera del año que fuimos a la Reunión del Clan. Me lo llevé. Creb dijo que hay estos años entre las Reuniones del Clan –y agregó dos dedos más a los cinco de la otra mano.

–Son siete –dijo Jondalar.

–Hubo una Reunión del Clan el verano antes de que me encontraran.

–Es uno menos. Déjame pensar –dijo, haciendo más rayas en el suelo. Entonces meneó la cabeza–. ¿Estás segura? Eso significa que tu hijo nació cuando tenías once años.

–Estoy segura, Jondalar.

–He oído de algunas mujeres que daban a luz tan jóvenes, pero no muchas. Trece o catorce es más común, y hay quien cree que es una edad demasiado temprana. Tú misma eras poco más que una niña.

–No. No era una niña. Para entonces no era una niña desde hacía varios años. Era demasiado alta para ser una niña, más alta que los demás, incluyendo a los hombres. Y era ya más vieja que la mayoría de las niñas cuando se convierten en mujeres –su boca se torció en una sonrisa crispada–. No creo que pudiera haber esperado más. Algunos creían que nunca sería mujer porque tengo un tótem masculino tan fuerte. Iza se puso tan contenta cuando..., cuando comenzaron los tiempos de la luna. Y también yo hasta que... –se borró la sonrisa–. Fue el año de Broud. El siguiente fue el año de Durc.

–El año antes de que naciera tu hijo..., ¡diez! ¡Tenías diez años cuando te forzó! ¿Cómo pudo hacerlo?

–Yo era una mujer más alta que la mayoría de las mujeres. Más alta que él.

–Pero no más fuerte que él. ¡He visto algunos de esos cabezas chatas! Tal vez no sean altos pero son poderosos. No quisiera tener que pelear con uno de ellos cuerpo a cuerpo.

–Son hombres, Jondalar –corrigió Ayla con dulzura–. No son cabezas chatas..., son hombres del Clan.

Eso le cortó en seco. Por muy bajo que hablara, tenía la mandíbula tensa.

–Después de lo ocurrido, ¿insistes en que no era un animal?

–Puedes decir que Broud es un animal porque me forzó, pero entonces, ¿cómo llamas a los hombres que fuerzan a las mujeres del Clan?

Él no lo había considerado exactamente de esa manera.

–Jondalar, no todos los hombres eran como Broud. La mayoría no lo eran. Creb no lo era: era gentil y bondadoso a pesar de ser un poderoso Mog-ur. Brun no lo era, aunque era el jefe; tenía una voluntad fuerte, pero era justo. Me aceptó en su Clan. Tenía que hacer ciertas cosas, era la costumbre del Clan, pero me honró con su gratitud. Los hombres del Clan no suelen mostrar agradecimiento a las mujeres en público. Él me permitió cazar, aceptó a Durc. Cuando me marché, prometió protegerle.

–¿Cuándo te marchaste?

Ayla se detuvo a pensar. El año de nacer, el año de caminar, el año del destete.

–Durc tenía tres años cuando me marché.

Jondalar agregó tres rayas más.

–¿Tenías catorce años?, ¿sólo catorce? ¿Y desde entonces has vivido aquí sola? ¿Durante tres años? –contó todas las rayas–. Ayla, tienes diecisiete años. Y en tus diecisiete años has vivido toda una vida.

Ayla se quedó sentada en silencio un rato, pensativa; entonces dijo:

–Ahora Durc tiene seis años. Los hombres le estarán llevando al campo de prácticas. Grod le hará una buena lanza, para su tamaño, y Brun le enseñará a usarla. Y si vive aún, Zoug le enseñará a usar la honda. Durc practicará la caza de animales pequeños con su amigo Grev. Durc es más joven, pero más alto que Grev. Siempre fue alto para su edad..., lo heredó de mí. Puede correr aprisa; ninguno puede correr tanto como él. Y maneja bien la honda. Y Uba le quiere. Le quiere tanto como yo.

Ayla no se dio cuenta de que se le caían las lágrimas hasta que respiró hondo y se le escapó un sollozo, y sin saber cómo, se encontró en los brazos de Jondalar con la cabeza sobre el hombro de él.

–Todo está bien, Ayla –dijo el hombre, dándole golpecitos suaves. Madre a los once años, arrancada de su hijo a los catorce. Sin poder verle crecer, sin ni siquiera estar segura de que sigue con vida. «Está convencida de que alguien le quiere y le cuida y le enseña a cazar... como a cualquier otro niño.»

Ayla se sentía deshecha cuando finalmente alzó la cabeza del hombro de Jondalar, pero también se sentía más ligera, como si su pensamiento pesara menos sobre ella. Era la primera vez, desde que dejó el Clan, que compartía su pérdida con otra alma humana. Le sonrió, agradecida.

Él le sonrió también con ternura y compasión, y algo más que surgía de la fuente inconsciente de su yo interior y se mostraba en las profundidades azules de sus ojos; algo que encontró en la mujer, una fibra sensible, correspondiéndole. Pasaron un buen rato prendidos en el abrazo íntimo de ojos silenciosos pero sinceros, declarando en silencio lo que no dirían en voz alta.

La intensidad del momento fue excesiva para Ayla; todavía no estaba acostumbrada a la mirada directa. Logró arrancarse a la contemplación y se puso a recoger las varas marcadas. Jondalar tardó un poco en reponerse y ayudarla a atar las varas en haces. Trabajar junto a ella le daba más conciencia aún de su plenitud cálida y de su agradable olor a mujer que cuando la estaba consolando entre sus brazos. Y Ayla experimentó una sensación retroactiva de los puntos en que se habían unido sus cuerpos, donde sus manos suaves la habían tocado, y el sabor a sal del cutis del hombre mezclado con sus lágrimas.

Ambos se percataron de que se habían tocado sin que ninguno de los dos se hubiera ofendido, pero evitaron cuidadosamente mirarse directamente o rozarse, temerosos de que pudiera estropearse su momento espontáneo de ternura.

Ayla recogió sus varas y se volvió hacia el hombre.

–¿Cuántos años tienes tú, Jondalar?

–Tenía dieciocho al iniciar mi viaje. Thonolan tenía quince... y dieciocho al morir. ¡Tan joven! –su expresión delató su dolor; después prosiguió–. Ahora tengo veintiún años. Soy viejo para estar soltero. La mayoría de los hombres han encontrado una mujer y formado un hogar a una edad mucho menor. Incluso Thonolan. Tenía dieciséis en su Matrimonial.

–Sólo encontré dos hombres..., ¿dónde está su compañera?

–Falleció al dar a luz. También su hijo murió –los ojos de Ayla se llenaron de compasión–. Por eso reanudamos el Viaje; no podía quedarse allí. Desde el principio éste fue más su Viaje que el mío. Siempre andaba en busca de la aventura, siempre inquieto. Se atrevía a todo, pero todos le querían. Yo me limitaba a viajar con él. Thonolan era mi hermano, y el mejor amigo que he tenido. Cuando murió Jetamio, traté de persuadirle para que regresara conmigo a nuestra tierra, pero no quería. Estaba tan abrumado por el dolor que deseaba seguirla al otro mundo.

Ayla recordó la inmensa desolación de Jondalar cuando se enteró de que había muerto su hermano, y se dio cuenta de que el dolor seguía siendo igual de profundo.

–Quizá sea más feliz, si era eso lo que deseaba. Es difícil seguir viviendo cuando se pierde a alguien tan amado –dijo con dulzura.

Jondalar recordó la pena inconsolable de su hermano y la comprendió mejor ahora. Tal vez Ayla tuviera razón. Ella tenía que saberlo, había sufrido suficientes penalidades y dolores; pero había decidido vivir. Thonolan tenía valor, era impetuoso y arrojado; el valor de Ayla consistía en sobrevivir.

Ayla no durmió bien, y las vueltas y movimientos que advertía al otro lado del fuego le hacían preguntarse si también Jondalar estaría despierto. Habría querido levantarse y acudir a su lado, pero el clima de ternura compasiva que había surgido al calor de penas compartidas parecía tan frágil, que temía echarlo a perder pidiendo más de lo que él estuviera dispuesto a dar.

A la luz tenue del fuego cubierto, podía ver la forma del cuerpo del hombre envuelto en pieles con un brazo moreno por el sol y una pantorrilla musculosa, con el talón en el suelo. Lo veía más claramente si cerraba los ojos que cuando los abría hacia el bulto que respiraba al otro lado. Su cabello lacio y amarillo atado con un trozo de correa, su barba, más oscura y rizada; sus sorprendentes ojos que decían más que sus palabras, y sus manos grandes, sensibles, de dedos largos, eran algo más profundo que una visión interior. Él sabía siempre qué hacer con las manos, ya fuera al sostener un trozo de pedernal o al encontrar el lugar exacto para rascar al potro. Corredor era un buen nombre. El hombre se lo había puesto.

¿Cómo podía ser tan amable un hombre tan alto y tan fuerte? Ella había sentido sus músculos duros, los había sentido moviéndose cuando la consolaba. No tenía... vergüenza en mostrar atenciones, en manifestar dolor. Los hombres del Clan era más distantes, más reservados. Hasta el propio Creb: bien sabía ella cuánto la quería, y sin embargo, no había mostrado tan abiertamente sus sentimientos ni siquiera entre los límites de las piedras de su hogar.

¿Qué iba a hacer cuando se quedara sola? No quería pensar en eso. Pero tenía que afrontarlo: Jondalar iba a marcharse. Dijo que deseaba dejarle algo antes de irse..., dijo que se iba.

Ayla se pasó la noche dando vueltas y agitándose, mirando de cuando en cuando su bronceado torso desnudo, la nuca y los anchos hombros; y alguna que otra vez, su muslo derecho con una cicatriz en zigzag, pero curada. ¿Por qué habría sido enviado? Ella estaba aprendiendo nuevas palabras..., ¿sería para enseñarla a hablar? Además, a fin de que pudiera cazar con más facilidad, iba a adiestrarla en un sistema nuevo. ¿Quién habría imaginado que un hombre estuviera dispuesto a enseñarle una nueva habilidad para la caza? Jondalar también era distinto de los hombres del Clan en ese aspecto. «Quizá pueda hacer algo especial para él, de manera que me recuerde», pensó.

Ayla se adormeció pensando en las ganas que tenía de que él la abrazara de nuevo, de sentir su calor, su piel contra la de ella. Despertó justo antes del alba soñando que Jondalar caminaba por la estepa en invierno, y entonces supo lo que quería hacer. Quería hacer algo que siempre estuviera contra su piel, algo que le diera calor.

Se levantó sigilosamente, buscó la ropa que le había cortado del cuerpo aquella primera noche, y la llevó junto al fuego. Todavía estaba tiesa por la sangre seca, pero si la dejaba en remojo podría ver cómo estaba hecha. La camisa, con aquel diseño fascinante, podría arreglarse, pensó, con sólo sustituir las piezas para los brazos. El pantalón debería ser reconstruido con material nuevo, pero podría salvar parte de la parka. Las abarcas estaban intactas, sólo habría que ponerles correas nuevas.

Se inclinó hacia los carbones rojos para examinar las costuras: había unos orificios perforados en las pieles, junto a los bordes; después habían sido unidos con tiras de tendón y de cuero fino. Ya lo había visto antes, la noche en que le desnudó; no estaba segura de poder reproducir las prendas, pero podía intentarlo.

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