El valle de los caballos (91 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Yo quise que se pareciera a ti, Ayla –dijo Jondalar cogiéndola de la barbilla–. Un verdadero tallista la habría hecho mejor..., no. Un verdadero tallista no habría hecho una donii como ésta. No estoy seguro de que yo debería haberla hecho. Por lo general, una donii no tiene rostro..., el rostro de la Madre es inescrutable. Al poner tu rostro en esa donii tal vez tu espíritu haya quedado atrapado en ella. Por eso es tuya, para que la tengas en tu poder, mi obsequio para ti.

–Me pregunto por qué la pusiste ahí –Ayla terminó de desatar el paquete–. Hice esto para ti.

Jondalar sacudió el cuero, vio las prendas y se le iluminaron los ojos.

–¡Ayla! Yo no sabía que pudieras coser ni bordar –dijo, examinando las ropas.

–Yo no hice el bordado. Sólo hice partes para la camisa que traías puesta. Separé las otras para saber de qué tamaño y forma hacer las piezas, y examiné cómo estaban unidas, para poder imitarlo. Utilicé la lezna que me habías dado..., no sé si lo hice bien, pero lo logré.

–Está perfecto –dijo Jondalar, poniéndose la camisa por delante. Se probó el pantalón, después la camisa–. Había estado pensando en hacerme ropa más apropiada para viajar. Un taparrabos está bien aquí, pero...

Lo había dicho, y en voz alta. Como los malos espíritus de que hablaba Creb, cuyo poder dimanaba del reconocimiento de su existencia cuando se decían sus nombres en voz alta, la partida de Jondalar se había convertido en un hecho. Ya no era un pensamiento vago que algún día habría de hacerse realidad: ahora tenía sustancia. Y adquirió mayor peso cuando los pensamientos de ambos se concentraron en ella, hasta que una presencia física opresiva pareció haber entrado en la cueva y no quería irse.

Jondalar se quitó rápidamente la ropa y la dobló cuidadosamente.

–Gracias, Ayla. No puedo decirte lo que esto representa para mí. Cuando haga más frío, será perfecto, pero todavía no lo necesito –dijo, y se puso nuevamente el taparrabos.

Ayla asintió con la cabeza; no se fiaba de sí misma para hablar. Sentía una presión sobre sus ojos y la figurilla de marfil la veía borrosa; se la llevó al pecho, la amaba. Estaba hecha con sus manos. Él se decía hacedor de herramientas, pero podía hacer muchísimo más; tenía manos lo suficientemente hábiles para hacer una imagen que le produjera la misma sensación de ternura que había sentido cuando él le reveló lo que era el hecho de ser mujer.

–Gracias –dijo, recordando la cortesía.

–No la pierdas nunca –advirtió seriamente–. Con tu rostro o quizá tu espíritu, podría ser peligroso que alguien la encontrara.

–Mi amuleto guarda parte de mi espíritu y del espíritu de mi tótem. Ahora esta donii tiene parte de mi espíritu y del espíritu de tu Madre Tierra. ¿Es también mi amuleto?

Él no había pensado en eso. ¿Sería ella ahora parte de la Madre? ¿Una de las Hijas de la Tierra? Tal vez no debería haberse metido con fuerzas que quedaban mucho más allá de su alcance. ¿O habría actuado como agente de ellas?

–No lo sé, Ayla –confesó–. Pero no la pierdas.

–Jondalar, si crees que podría ser peligroso, ¿por qué pusiste mi rostro en esta donii?

Él le cogió las manos que sostenían la figura.

–Porque quería capturar tu espíritu, Ayla. No para siempre, pensaba devolverlo. Quería darte Placer y no sabía si podría. No sabía si tú comprenderías; no has sido criada para conocerla. Pensé por un momento que si ponía tu rostro en esto, serviría para atraerte hacia mí.

–Para eso no necesitabas poner mi rostro en una donii. Me habría sentido feliz con sólo que hubieras deseado satisfacer tus necesidades conmigo, antes de saber lo que eran los Placeres.

La cogió en sus brazos, incluyendo la donii.

–No, Ayla, puedes haber estado dispuesta, pero yo tenía que comprender que era tu primera vez, de lo contrario no habría estado bien.

Ayla estaba volviendo a perderse en sus ojos. Los brazos de él la apretaron y ella se entregó hasta no saber más que de sus brazos que la estrechaban, su boca hambrienta sobre su propia boca, el cuerpo de él contra el suyo y una necesidad exigente, que mareaba. No supo cuándo la alzó y la apartó del fuego.

Su cama de pieles la aceptó; sintió que Jondalar no podía soltar la correa, que renunciaba y le levantaba el manto. Se abrió, anhelante, sintió la búsqueda de su virilidad enhiesta y su penetración feroz, casi desesperada. Jondalar introdujo profundamente su miembro, como si tratara de convencerse de que ella estaba allí para él, que no tenía que dominarse. Ella se irguió para ir a su encuentro, recibiéndolo, deseándole tanto como él a ella.

Jondalar se retiró y volvió a penetrarla, sintiendo cómo aumentaba la tensión. Apremiado por la excitación de su envolvimiento total y por el deleite temerario de ceder por completo a la fuerza de su pasión, cabalgó el impulso ascendente con un goce furioso. Ella se reunía con él en cada cresta, respondiéndole a cada embate, arqueándose para guiar la presión de sus movimientos.

Pero las sensaciones que ella experimentaba iban más allá del impulso y la retirada dentro de su orificio. Cada vez que la llenaba, sólo tenía conciencia de él; su cuerpo –nervios, músculos y tendones– sólo estaba lleno de él. Él sentía que la tensión de sus ijares se fortalecía, subía, desbordaba... y después un crescendo insoportable cuando la presión se quebró en una erupción estremecida al abalanzarse para llenarla por última vez. Ella fue al encuentro de su impulso final y la explosión se difundió por su cuerpo en un alivio voluptuoso.

Capítulo 29

Ayla se volvió en la cama, sin despertarse aún del todo, pero sintiendo cierta incomodidad. El bulto que tenía debajo no se quitó hasta que despertó y lo retiró; alzó el objeto y bajo el rojo resplandor de un fuego casi apagado, vio la silueta de la donii. Reconociéndolo todo de golpe, el día anterior le volvió a la mente vívidamente, y se dio cuenta de que el calor que sentía junto a ella, en su cama, era Jondalar.

«Seguro que nos quedamos dormidos después de hacer Placeres», pensó. Recordando gozosamente, se pegó a él y cerró los ojos. Pero el sueño no quiso volver. Fragmentos de escenas formaban cuadros que ella seleccionaba con su sentido interno. La cacería, el retorno de Bebé, los Primeros Ritos y, por encima de todo, Jondalar. Sus sentimientos hacia él estaban más allá de cualesquiera palabras que ella supiera, pero la llenaban de una dicha indescriptible. Pensaba en él, tendida a su lado, hasta que fue demasiado, no pudo contenerse: entonces se deslizó fuera de la cama llevándose la estatuilla de marfil.

Fue hasta la entrada de la cueva y vio a Whinney y Corredor en pie, muy juntos. La yegua lanzó un hin suave para saludarla, y la mujer se acercó a ellos.

–¿Fue lo mismo para ti, Whinney? –preguntó en voz baja–. ¿Te dio Placeres tu semental? ¡Oh, Whinney, yo no creí que fuera posible! ¿Cómo pudo ser tan terrible con Broud y tan maravilloso con Jondalar?

El caballito la tocó con el hocico, esperando que le prestaran su parte de atención: Ayla lo rascó, lo acarició y lo abrazó.

–No importa lo que diga Jondalar, Whinney, yo creo que tu semental te dio a Corredor. Es igual que él, y no hay muchos caballos oscuros. Admito que pudo ser su espíritu, pero no lo creo.

»Ojalá pudiera yo tener un hijo, el hijo de Jondalar. No puedo; ¿qué haría cuando él se marche?» Palideció con un sentimiento parecido al pánico. «¡Se marcha! ¡Oh, Whinney, Jondalar va a marcharse!»

Se precipitó fuera de la cueva y bajó el empinado sendero, más a tientas que viendo: las lágrimas la cegaban. Corrió a través de la playa pedregosa hasta que la pared salediza la detuvo; entonces se acurrucó allí, sollozando. «Jondalar va a marcharse. ¿Qué haré? ¿Cómo podré sobrellevarlo? ¿Qué puedo hacer para que se quede? ¡Nada!»

Se abrazó a sí misma y, agachada, se pegó a la muralla rocosa como para tratar de protegerse contra un golpe inminente. Se quedaría sola cuando él se fuera. Peor que sola: sin Jondalar. «¿Qué haré aquí sin él? Quizá también yo debería marcharme, encontrar Otros y quedarme con ellos. No, no lo puedo hacer. Me preguntarán que de dónde vengo, y los Otros odian al Clan. Seré una abominación para ellos a menos que les diga palabras que no sean veraces.

»No puedo. No puedo avergonzar a Iza y Creb. Me amaron, me cuidaron. Uba es mi hermana. Está cuidando de mi hijo. El Clan es mi familia. Cuando no tenía a nadie, el Clan se ocupó de mí, y ahora los Otros no me quieren.

»Y Jondalar se marcha. Tendré que vivir aquí sola toda mi vida. Sería mejor estar muerta. Broud me maldijo; a fin de cuentas, ha ganado. ¿Cómo podría vivir sin Jondalar?»

Ayla lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Se secó los ojos con el dorso de la mano y se fijó en que todavía sujetaba la donii. Le dio vueltas, maravillándose tanto ante el concepto de convertir un trozo de marfil en una pequeña mujer como ante la figurilla misma. Al claro de luna, todavía se le parecía más: el cabello trenzado, los ojos en la sombra, la nariz y la forma de las mejillas le recordaban su propio reflejo en una poza llena de agua.

¿Por qué habría puesto Jondalar su rostro en ese símbolo de la Madre Tierra que reverenciaban los Otros? Creb había dicho que su espíritu estaba ligado al León Cavernario por su amuleto y por Ursus, el Gran Oso Cavernario, el tótem del Clan. Ella había recibido parte del espíritu de cada uno de los miembros del Clan al convertirse en curandera, y no se lo habían quitado después de la maldición de muerte.

El Clan y los Otros, los totems y la Madre, todos ellos tenían algún derecho sobre esa parte invisible de ella llamada espíritu. «Creo que mi espíritu debe de estar confuso», pensó. «La realidad es que yo lo estoy.»

Una ráfaga helada la hizo regresar a la cueva. Apartando el asado frío, encendió un fuego, tratando de no despertar a Jondalar, y puso agua a calentar para hacer una infusión que la ayudara a calmarse. No podía acostarse aún. Miraba las llamas mientras esperaba, y pensó en cuántas veces habría contemplado las llamas para ver una semejanza de vida. Las lenguas de luz caliente danzaban a lo largo de la leña, lamiéndola, hasta apoderarse de ella y devorarla.

–¡Doni!, ¡eres tú!, ¡eres tú! –gritó Jondalar en sueños. Ayla dio un brinco y corrió hacia él, que se agitaba y se revolvía, sin duda soñando. Se preguntó si debería despertarle. De repente abrió los ojos con expresión de sobresalto.

–¿Estás bien, Jondalar?

–Ayla, Ayla, ¿eres tú?

–Sí, soy yo.

Cerró nuevamente los ojos y murmuró algo incomprensible. Ayla se dio cuenta de que no había despertado; había sido parte del sueño, pero estaba más tranquilo. Le estuvo mirando hasta que le pareció calmado. Entonces volvió junto al fuego. Dejó que murieran las llamas mientras bebía su infusión a sorbitos. Al sentir que el sueño se apoderaba otra vez de ella, se quitó el manto y se metió entre las pieles junto a Jondalar. El calor del hombre dormido le hizo pensar cuánto frío tendría sin él... y de su amplio depósito de vacío brotaron nuevas lágrimas. Lloró hasta quedarse dormida.

Jondalar corría, tratando de alcanzar la entrada de la cueva que había allá. Alzó la mirada y vio al león cavernario. ¡No, no, Thonolan! El león cavernario iba tras él, agazapado, y dio un brinco. De repente se apareció la Madre y, con una orden imperiosa, alejó al león de él.

–¡Doni! ¡Eres tú, eres tú!

La Madre se volvió, y le vio el rostro: el rostro era la donii tallada con un parecido a Ayla. La llamó.

–¡Ayla, Ayla! ¿Eres tú?

–Sí, soy yo.

La Ayla-donii creció y cambió de forma, se convirtió en la donii antigua que había regalado, la que llevaba tantas generaciones en su familia. Era generosa y maternal, y siguió ampliándose hasta adquirir el tamaño de una montaña. Entonces comenzó a dar a luz. Todas las criaturas del mar fluían de Su profunda caverna en una cascada de aguas amnióticas, después los insectos y las aves del aire volaron en enjambre. Luego los animales de la tierra –conejos, ciervos, bisontes, mamuts y leones cavernarios– y, a lo lejos, vio a través de una niebla las formas vagas de personas.

Se fueron acercando a medida que se desvanecía la niebla, y de repente pudo verlas: ¡eran cabezas chatas! Le vieron y huyeron corriendo. Él les llamó, y una mujer se volvió: tenía el rostro de Ayla. Corrió hacia ella, pero la niebla se volvió espesa y le envolvió.

Tendiendo las manos entre una bruma roja, oyó un rugido lejano, como una catarata; aumentó el ruido, que le abrumó; se vio acorralado por una muchedumbre que emergía de la amplia matriz de la Madre Tierra, una Madre Tierra como una montaña, pero con el rostro de Ayla.

Se abrió camino entre el gentío, luchando por llegar a Ella, y finalmente llegó a la vasta caverna, a Su profunda entrada. Penetró en Ella y su virilidad tanteó entre Sus cálidos pliegues hasta que lo encerraron en sus profundidades satisfactorias. Él bombeaba furiosamente con una dicha sin restricciones; entonces vio Su rostro bañado en llanto. Su cuerpo se estremecía por efecto de los sollozos. Él quiso consolarla, decirle que no llorara, pero no podía hablar. Le apartaron.

Estaba en medio de una gran multitud que salía de Su matriz, y todos llevaban camisas bordadas con cuentas. Quiso luchar para volver, pero la presión de la gente le llevaba como un tronco sobre un río caudaloso de agua anmiótica, tronco arrastrado por el Río de la Gran Madre con una camisa ensangrentada encima.

Volvió la cabeza para mirar y vio a Ayla de pie a la entrada de la caverna; sus sollozos repercutían en sus oídos. Entonces, con un retumbar de trueno, la caverna se derrumbó en medio de un chaparrón de rocas. Y se quedó solo, llorando.

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