Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Ayla! ¡Cuidado! –gritaba Jondalar, corriendo hacia ella. Tenía una lanza en la mano y la apuntaba.
Ayla se volvió y divisó al novillo que iba a embestirla. Su instinto le recordó la honda; era una reacción natural, pero la descartó instantáneamente y, de golpe, colocó una lanza en su dispositivo.
Jondalar arrojó su lanza con la mano un instante antes que ella, pero el tiralanzas imprimió una velocidad mayor. El lanzavenablos de Jondalar dio en un flanco, haciendo girar momentáneamente al bisonte. Al mirar, vio que la lanza de Ayla, vibrante aún, estaba clavada en un ojo del novillo; el animal estaba muerto antes de derrumbarse.
Las carreras, los gritos y una nueva fuente de olor a sangre orientó a los animales, que circulaban sin rumbo, en una dirección instintiva: lejos de aquel revuelo perturbador. Los últimos rezagados pasaron al lado de sus congéneres abatidos para unirse con la manada en una estampida que hacía temblar la tierra. Aún podía oírse el retumbar después de que volviera a depositarse el polvo.
El hombre y la mujer estaban algo ensordecidos mientras miraban a los dos bisontes muertos en la planicie vacía.
–Se acabó –dijo Ayla–. Ya está.
–¿Por qué no corriste? –gritó Jondalar, abandonándose al susto ahora que ya había pasado todo. Fue a grandes trancos hacia ella–. ¡Podía haberte matado!
–No podía dar la espalda a un toro que embestía –respondió Ayla–. Entonces sí que de seguro me corneaba –volvió a mirar al bisonte–. No; creo que tu lanza lo habría detenido..., pero yo no lo sabía. Nunca anteriormente había cazado con alguien. Siempre tuve que cuidarme sola. De no ser así, nadie lo habría podido hacer por mí.
Las palabras de Ayla colocaron la última pieza del rompecabezas, y súbitamente Jondalar reconstruyó el cuadro de lo que tuvo que haber sido su vida. «Esta mujer», pensó, «esta mujer dulce, atenta y amante, ha sobrevivido más de lo que nadie podría creer. No, no podía correr, no huiría de nada, ni siquiera de ti. Siempre que perdías el control, Jondalar, y te abandonabas a tu carácter, la gente retrocedía. Pero en tus peores momentos, ella no ha cedido terreno.»
–Ayla, bella mujer, salvaje y maravillosa, ¡mira qué estupenda cazadora eres! –sonrió–. ¡Mira lo que hemos hecho! Tenemos dos. ¿Cómo vamos a poder llevarlos a casa?
Al darse cuenta plenamente de lo que habían logrado, Ayla sonrió con satisfacción, triunfo y gozo. Eso hizo comprender a Jondalar que no había visto con mucha frecuencia semejante sonrisa. Era bella, pero cuando sonreía de esa manera, brillaba como si tuviera encendido un fuego por dentro. Una carcajada brotó inesperadamente de sus labios... desinhibida y contagiosa. Ella le hizo coro; no podía remediarlo. Era el grito de victoria de ambos, el grito del éxito.
–¡Mira qué magnífico cazador eres, Jondalar! –exclamó Ayla.
–Son los lanzavenablos..., ésa fue la diferencia. Nos metimos en ese rebaño, y antes de que se dieran cuenta... ¡dos! ¡Piensa lo que eso puede significar!
Ella sabía lo que significaba para ella. Con el arma nueva podría cazar siempre para sí; en verano, en invierno. No habría que cavar zanjas. Podría viajar y cazar. El lanzavenablos tenía las mismas ventajas que la honda, y muchas más.
–Yo sé lo que significa. Dijiste que me enseñarías una mejor manera de cazar..., más sencilla..., más fácil. Lo has hecho, y esto es más de lo que pude imaginar, Jondalar. No sé cómo decírtelo..., me siento tan...
Sólo podía expresar su gratitud de una forma: en la forma que aprendió en el Clan. Se sentó a los pies de él y agachó la cabeza. Tal vez él no le diera un golpecito en el hombro para permitirle dirigirse a él, como convenía, pero tenía que intentarlo.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó Jondalar agachándose para hacer que se pusiera de pie–. No te sientes así, Ayla.
–Cuando una mujer del Clan quiere decirle algo importante a un hombre, es así como solicita su atención –le dijo, alzando la vista–. Es importante para mí decirte cuánto significa esto, lo agradecida que te estoy por el arma. Y por enseñarme tus palabras, por todo.
–Por favor, Ayla, levántate –dijo, poniéndola de pie–. No te di esa arma, tú me la diste a mí. Si no te hubiera visto usar la honda, no se me habría ocurrido. Yo te estoy agradecido a ti, y por mucho más que esta arma.
Le tenía sujetos los brazos, con el cuerpo junto al suyo. Ella le miraba a los ojos, sin poder ni desear apartar la mirada. Jondalar se inclinó y puso su boca sobre la de ella.
Los ojos de Ayla se dilataron por la sorpresa: era tan inesperado. No sólo la acción de él, sino la reacción de ella, el sobresalto que la había recorrido toda al sentir sus labios. No sabía cómo responder.
Y, finalmente, Jondalar comprendió. No la llevaría más allá de aquel beso suave..., todavía no.
–¿Qué es ese boca a boca?
–Es un beso, Ayla. Es tu primer beso, ¿verdad? Siempre se me olvida, pero es muy difícil mirarte y..., Ayla, a veces soy un hombre muy estúpido.
–¿Por qué dices eso? ¡Tú no eres estúpido!
–Soy estúpido. No puedo convencerme de lo estúpido que he sido –la soltó–. Pero en este momento creo que será mejor encontrar la manera de llevarnos esos bisontes a la cueva, porque si me quedo aquí mirándote así, nunca podré hacerlo bien para ti. De la manera que debe hacerse para tu primera vez.
–¿De la manera que debe hacerse? –preguntó Ayla, sin el menor deseo de que se alejara.
–Los Primeros Ritos, Ayla. Si me lo permites.
–No creo que Whinney hubiera podido arrastrarlos a ambos hasta aquí de no haber dejado atrás las cabezas –dijo Ayla–. Fue una buena idea –con ayuda de Jondalar, arrastró el cadáver del bisonte fuera de la angarilla para depositarlo sobre el saliente–. ¡Hay tanta carne! Vamos a tardar mucho cortándola. Deberíamos empezar ahora mismo.
–Esperarán un rato, Ayla –su sonrisa y su mirada la llenaron de calor–. Creo que tus Primeros Ritos son más importantes. Te ayudaré a quitarle el arnés a Whinney... y me iré a dar un baño. Estoy sudoroso y cubierto de sangre.
–Jondalar... –y Ayla vaciló. Se sentía excitada y tímida al mismo tiempo–. ¿Es una ceremonia, esos Primeros Ritos?
–Sí, es una ceremonia.
–Iza me enseñó a prepararme para las ceremonias. ¿Hay algún... preparativo para esta ceremonia?
–Por lo general, las viejas ayudan a las jóvenes a prepararse. No sé lo que dicen ni lo que hacen. Creo que deberías hacer lo que te parezca apropiado.
–Entonces iré por saponaria y me purificaré, como me enseñó Iza. Esperaré a que termines de bañarte. Tendré que estar sola mientras me preparo –se ruborizó y bajó la mirada.
«Parece tan joven y tan tímida», pensó Jondalar. «Como la mayoría de las jóvenes en sus Primeros Ritos». Y sintió la oleada acostumbrada de ternura y excitación: incluso sus preparativos eran correctos.
–También a mí me gustaría un poco de saponaria.
–Voy a buscártela –dijo Ayla.
Él sonreía mientras seguía la orilla del río detrás de Ayla; después de arrancar la raíz y haberla llevado a la caverna, se zambulló en el agua, salpicó abundantemente y se sintió mejor consigo mismo de lo que se había sentido en mucho tiempo. Sacó a golpes la espuma jabonosa de las raíces, se la extendió por todo el cuerpo, se quitó la correa del cabello y se enjabonó la cabeza; por lo general bastaba con arena, pero la raíz de saponaria era mucho mejor. Se zambulló de nuevo en el agua y nadó río arriba casi hasta las cataratas. Cuando regresó a la playa, se puso el taparrabos y corrió a la cueva. Había carne asándose y su olor era delicioso... Estaba tan relajado y feliz que no podía ni creerlo.
–Me alegro de que hayas vuelto –dijo Ayla–. Me llevará un buen rato purificarme como es debido, y no quiero que se haga tarde –cogió un tazón de líquido humeante lleno de helechos de cola de caballo para su cabello, y una piel curtida sin estrenar, para su manto.
–Tómate todo el tiempo que quieras –dijo Jondalar, dándole un beso ligero.
Ella echó a andar, pero se volvió.
–Me gusta ese boca a boca, Jondalar. El beso.
–Espero que te guste también lo demás –dijo él, cuando ella se iba alejando.
Jondalar anduvo por la caverna mirándolo todo con ojos nuevos. Vigiló el trozo de bisonte que estaba asándose, vio que Ayla había envuelto en hojas algunas raíces y las acercó al carbón encendido, encontró la infusión caliente que le había preparado. «Habrá arrancado las raíces mientras yo nadaba», se dijo.
Vio sus mantas de piel al otro lado del fuego, arrugó la frente y con gran deleite las recogió para depositarlas junto al lugar vacío, al lado de las de Ayla. Después de estirarlas, fue por el paquete donde guardaba sus herramientas y recordó la donii que había comenzado a tallar. Se sentó en la estera sobre la que habían estado sus mantas de pieles y abrió el envoltorio de gamuza.
Examinó el trozo de marfil de colmillo de mamut que había comenzado a convertir en figura femenina y decidió terminarla. No sería el mejor tallista, pero no le parecía bien celebrar una de las más importantes ceremonias de la Madre sin una donii. Tomó unos cuantos buriles y se llevó fuera el marfil.
Se sentó en el borde, labrando, dando forma, esculpiendo, pero se dio cuenta de que el marfil no iba a resultar generoso y maternal. Estaba tomando la forma de una mujer joven. El cabello, que había comenzado a hacer al estilo de la antigua donii que había regalado –una forma encrespada que cubría el rostro, así como la espalda–, sugería trenzas, trenzas apretadas alrededor de la cabeza excepto el rostro. Éste no tenía nada. Nunca se tallaba rostro a una donii, ¿quién podría mirar a la cara de la Madre? ¿Quién podría conocerla? Era todas las mujeres y ninguna.
Dejó de labrar y miró río arriba y abajo, con la esperanza de verla, aunque había dicho que quería estar sola. ¿Podría darle Placer?, se preguntó. Nunca había dudado de sí cuando acudían a él para los Primeros Ritos en las Reuniones de Verano, pero aquellas jóvenes conocían las costumbres y sabían lo que podían esperar. Había mujeres mayores que se lo explicaban.
«¿Debería tratar de explicárselo? No, no sabrías qué decir, Jondalar. Enséñale y nada más. Ella te hará saber si algo no le agrada. Es una de sus cualidades más atrayentes: su sinceridad. Nada de melindres. Es alentador.
»¿Cómo será iniciar en la Dádiva del Placer de la Madre a una mujer que no sabe de fingimientos?, ¿que nunca disimulará ni fingirá deleite?
»¿Por qué tendría que ser diferente de las demás mujeres en los Primeros Ritos? Porque no es como ninguna otra mujer en los Primeros Ritos. Ha sido abierta y con dolor. ¿Y si no puedes superar ese terrible inicio? ¿Y si no puede disfrutar los Placeres, y si no eres capaz de hacérselos sentir? Ojalá hubiera un medio para que olvidase. ¡Si pudiera atraerla a mí, superar su resistencia y capturar su espíritu!
»¿Capturar su espíritu?»
Miró la figurilla que tenía en la mano y de repente su mente se puso a funcionar velozmente. ¿Por qué grababan la imagen de un animal en un arma o en las Paredes Sagradas? Para aproximarse a su espíritu madre, para superar su resistencia y cautivar su esencia.
«No seas ridículo, Jondalar. No puedes cautivar así el espíritu de Ayla. No estaría bien, nadie pone un rostro en una donii. Los humanos nunca han sido descritos..., una semejanza podría cautivar la esencia de un espíritu. Pero... ¿por quién sería cautivada?
»Nadie debería cautivar a otro. ¡Darle la donii! Entonces, su espíritu le sería devuelto, ¿verdad? Si te quedas con él sólo un rato y se lo entregas... después.
»Si le pones su rostro, ¿se convertirá ella en una donii? Uno está dispuesto a creer que sí lo es, con su arte médico y su magia con los animales. Si es una donii, puede decidir cautivar tu espíritu. ¿Sería acaso tan malo?
»Quieres que algo se quede contigo, Jondalar. La parte del espíritu que siempre queda en manos del tallador. Quieres esa parte de ella, ¿no es cierto?
»Oh, Madre Grande: dime, ¿sería algo terrible si lo hiciera? ¿Ponerle rostro a una donii?»
Se quedó mirando la figurilla de marfil que había tallado. Entonces, comenzó a trazar con un buril la forma de un rostro, un rostro familiar.
Cuando terminó, sostuvo en el aire la figurilla de marfil y la hizo girar lentamente. Un tallista auténtico podría haberlo hecho mejor, pero no estaba mal. Se parecía a Ayla, pero más en su esencia que por una verdadera semejanza: como la sentía él. Volvió a entrar en la caverna y trató de pensar dónde podría ponerla. La donii debería estar cerca, pero no quería que Ayla la viera aún. Vio un bulto de cuero cerca de la pared, junto a la cama de ella, y metió la figurilla de marfil entre unos plieges.
Salió de nuevo y miró desde el extremo más alejado. ¿Por qué tardaría tanto? Miró a los dos bisontes tendidos uno al lado del otro. Esperarían. Las lanzas y los lanzavenablos estaban apoyados en la muralla de piedra cerca de la entrada. Lo recogió todo y se lo llevó adentro, y entonces oyó pasos sobre la grava. Se volvió.
Ayla se ajustó el cinturón de su manto nuevo, se puso el amuleto y echó su cabellera hacia atrás, cepillada con un cardo pero sin secar del todo, apartándola de la cara. Recogió el manto sucio y echó a andar por el sendero. Estaba nerviosa y excitada.
Tenía una vaga idea de lo que Jondalar quería decir con Primeros Ritos, pero la conmovía el deseo evidente de hacer la ceremonia para ella y compartirla con ella. No pensaba que la ceremonia fuera muy mala..., incluso Broud había dejado de lastimarla después de las primeras veces. Si los hombres hacían la señal a las mujeres que les gustaban, ¿significaría que Jondalar había comenzado a fijarse en ella?