El valle de los caballos (89 page)

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Authors: Jean M. Auel

–¿Y qué ocurre si no se levanta la virilidad?

–Hay que acudir a otro hombre..., es muy embarazoso. Pero la mayoría de los hombres desean ser escogidos para la primera vez de una mujer.

–¿Te gusta ser escogido?

–Sí.

–¿Te escogen con frecuencia?

–Sí.

–¿Por qué?

Jondalar sonrió y se preguntó si tantas preguntas serían el resultado de la curiosidad o del nerviosismo.

–Creo que porque me gusta. La primera vez de una mujer es especial para mí.

–Jondalar, ¿cómo podemos tener una ceremonia de los Primeros Ritos? Ya no es mi primera vez; estoy abierta.

–Ya lo sé; pero en los Primeros Ritos se encierra algo más que abrir el paso.

–No entiendo. ¿Qué más puede haber?

Sonrió nuevamente, entonces se inclinó más y la besó. Ella se recostó en él, pero se sobresaltó al sentir que se abría la boca del hombre y que su lengua intentaba entrar en su boca. Se echó hacia atrás.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó.

–¿No te agrada? –y su frente se crispó por efecto de la sorpresa.

–No lo sé.

–¿Quieres volver a probar y comprobar? –«Despacio», pensó, «no la apremies», y añadió en voz alta–: ¿Por qué no te tiendes y te relajas?

La empujó con suavidad, después se tendió a su lado, descansando sobre el codo. La miró, volvió a besarla. Esperó hasta sentir que ya no estaba tensa y acarició ligeramente sus labios con la lengua. Se levantó un poco y vio que su boca sonreía, pero que tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió, se inclinó para volver a besarla. Ella se tendió para acercarse a él. La besó presionando más y abriendo. Cuando su lengua intentó entrar, Ayla abrió la boca para dejarle.

–Sí –dijo–, creo que me gusta.

Jondalar sonrió. Estaba interrogando, probando, saboreando, y le complacía que no lo encontrara insatisfactorio.

–¿Y ahora qué? –preguntó Ayla.

–¿Más de lo mismo?

–Está bien.

Volvió a besarla, explorando suavemente los labios, el cielo de la boca y bajo la lengua. Entonces siguió con los labios la línea de la mandíbula. Encontró la orejita, sopló su aliento en ella, le mordisqueó el lóbulo y cubrió la garganta de besos y de caricias con la lengua. A continuación regresó a la boca.

–¿Por qué me hace sentir como si tuviera calentura... y escalofríos? –preguntó Ayla–. No como enfermedad, escalofríos agradables.

–Ahora no tienes que ser curandera, no es una enfermedad –dijo Jondalar, quien casi enseguida añadió–: Si tienes calor, ¿por qué no abres el manto, Ayla?

–Está bien. No tengo tanto calor.

–¿Te importa si lo abro yo?

–¿Por qué?

–Porque lo deseo –la besó de nuevo, tratando de deshacer el nudo de la correa que mantenía cerrado el manto. No lo consiguió y pensó que seguiría intentándolo.

–Yo lo abriré –susurró Ayla, cuando le liberó la boca. Hábilmente soltó la correa y se tendió para desenrollarla. El manto de piel cayó y Jondalar jadeó.

–¡Oh, mujer! –dijo, con voz de deseo, y los ijares se le crisparon–. ¡Ayla! ¡Oh, Doni, qué mujer! –la besó apasionadamente en la boca, hundió el rostro en el cuello de ella y aspiró calor. Respirando fuerte, se apartó y vio la marca roja que le había hecho. Aspiró muy hondo para tratar de dominarse.

–¿Pasa algo malo? –preguntó Ayla, frunciendo el ceño con preocupación.

–Sólo que te deseo demasiado. Quiero que todo esté bien para ti, pero no sé si podré. Eres... ¡tan bella, tan mujer!

–Todo lo que tú hagas estará bien, Jondalar –sonreía, y la frente arrugada se alisó.

La besó de nuevo, más suavemente, deseando más que nunca proporcionarle Placer. Acarició su costado sintiendo la plenitud de su seno, la depresión de su cintura, la suave curva de la cadera, el músculo tenso del muslo. Ella se estremecía bajo su mano, que acarició los rizos dorados del pubis y subió por el vientre, hasta llegar a la hinchazón turgente de su seno; sintió cómo se endurecía el pezón bajo su caricia.

Besó la diminuta cicatriz en la base del cuello; entonces buscó el otro seno y succionó el pezón con la boca.

–No se siente igual que un bebé –dijo Ayla.

Eso disipó la tensión; Jondalar se sentó, riendo.

–Se supone que no estás analizando, Ayla.

–Bueno, pues no se siente igual que cuando mama un bebé, y no sé por qué. No sé por qué un hombre va a querer mamar como un bebé –declaró, a la defensiva.

–¿No quieres que lo haga? No lo haré si es que no te gusta –dijo apesadumbrado.

–No dije que no me gustara. Me siento bien cuando mama un bebé. No lo siento igual cuando lo haces tú, pero me siento bien. Lo siento hasta abajo dentro de mí. Un bebé no hace sentir lo mismo.

–Por eso lo hace el hombre, para que la mujer sienta así y para sentirlo así también él. Por eso tengo ganas de tocarte, de darte Placer y de experimentarlo yo también. Es la Dádiva del Placer de la Madre a Sus hijos. Nos crió para conocer este Placer y la honramos a Ella cuando aceptamos su dádiva. ¿Quieres que te dé Placer, Ayla?

La estaba mirando: el cabello dorado, revuelto sobre la piel, le enmarcaba el rostro. Sus ojos dilatados, profundos y dulces, brillaban con un fuego oculto y parecían llenos como si fueran a derramarse. La boca le tembló cuando quiso contestar; entonces asintió con la cabeza.

Jondalar besó un ojo cerrado y después el otro, y sintió una lágrima. Saboreó la gota salada con la punta de la lengua. Ella abrió los ojos y sonrió. Jondalar le besó la punta de la nariz, la boca y cada pezón. Entonces se levantó.

Ayla vio que se dirigía al fuego y apartaba el asado que había en el espetón y que quitaba de los carbones las raíces envueltas en hojas. Esperó sin pensar, saboreando por anticipado no sabía qué. Le había hecho sentir más de lo que hubiera creído que su cuerpo fuera capaz de sentir, y sin embargo, había despertado en ella un anhelo inefable.

Jondalar llenó de agua una taza y se la llevó.

–No quiero que nada nos interrumpa –dijo–, y pensé que tal vez querrías un poco de agua.

Ayla movió la cabeza; él tomó un sorbo y dejó la taza; después desató la correa de su taparrabos y se quedó mirándola, con su prodigiosa virilidad enhiesta. Los ojos de ella sólo reflejaban confianza y deseo, nada de ese temor que a menudo provocaba en las mujeres jóvenes, y no tan jóvenes, cuando lo veían por vez primera.

Se tendió junto a la joven, llenándose los ojos de ella. Su cabello suave, espléndido, sus ojos, rebosantes y llenos de expectación, su cuerpo magnífico; toda aquella bella mujer esperando que la tocara, esperando que despertara en ella las sensaciones que él sabía estaban allí. Quería que durara esa toma de conciencia por parte de ella. Se sentía más excitado que nunca anteriormente en los Primeros Ritos de una novata. Ayla no sabía qué esperar, nadie se lo había descrito con detalles claros y extensos. Sólo habían abusado de ella.

«¡Oh, Doni, ayúdame a hacerlo bien!», pensó, sintiendo que en ese momento estaba asumiendo una tremenda responsabilidad y no un placer deleitable.

Ayla estaba quieta, sin mover un músculo pero estremecida. Sentía como si estuviera esperando desde siempre algo que no podía nombrar pero que él podía darle. Con sólo sus ojos podía tocarla hasta dentro; ella no podía explicar la palpitación, los efectos deliciosos de sus manos, su boca, su lengua, pero ansiaba más. Se sentía incompleta, sin terminar. Hasta que él le había dado a probar el sabor, no sabía cuánta hambre tenía, pero una vez provocada ésta, tenía que saciarla.

Cuando sus ojos quedaron satisfechos, los cerró y la besó una vez más. Ella tenía la boca abierta, esperando; atrajo su lengua y experimentó con la suya, tanteando. Él se apartó y le sonrió para animarla. Cogió una guedeja dorada y brillante de cabello y se la llevó a los labios, y después se frotó el rostro contra la suave abundancia dorada de su corona. Le besó la frente, los ojos, las mejillas, deseando conocerla toda ella.

Encontró la oreja y su aliento cálido mandó estremecimientos deliciosos por el cuerpo de ella una vez más; le mordisqueó la oreja y le lamió el lóbulo. Encontró los nervios tiernos del cuello y la garganta, que despertaron largos espasmos deliciosos por lugares secretos e intactos. Sus manos grandes, expresivas y sensibles la exploraron, sintieron la textura sedosa de su cabello, rodearon mejilla y mandíbula, recorrieron el contorno de su hombro y su brazo. Cuando llegó a la mano, se la llevó a la boca, besó la palma, acarició los dedos uno por uno y siguió la curva interior del brazo.

Ayla tenía los ojos cerrados, cediendo a la sensación con impulsos rítmicos. La boca cálida encontró la cicatriz en el hueco de su cuello, siguió el camino entre los senos y rodeó la curva de uno. Hizo círculos cada vez más pequeños con la lengua y sintió el cambio de textura de la piel al llegar a la aréola; Ayla jadeó al sentir que le tomaba el pezón en la boca, y él sintió que un ardor nuevo palpitaba en sus ijares.

Con su mano siguió el movimiento circular de la lengua en el otro seno, y sus dedos hallaron el pezón duro y erguido. Al principio succionó suavemente, pero cuando ella se tendió hacia él, aumentó la fuerza de succión. Ayla respiraba fuerte, gemía suavemente. La respiración del hombre iba a la par con el deseo de ella; no estaba seguro de poder esperar más. Entonces se detuvo para volver a mirarla: tenía los ojos cerrados y la boca abierta.

La deseaba toda y todo al mismo tiempo. Buscó su boca y atrajo su lengua hacia la suya. Cuando la soltó, ella atrajo la de él, siguiendo su ejemplo, y sintió el calor dentro de la suya. Jondalar volvió a encontrar su garganta y trazó círculos húmedos alrededor del otro seno turgente hasta llegar al pezón. Ella se alzó para salir a su encuentro, en aras de su deseo, y se estremeció cuando él respondió atrayéndola.

Con la mano le acariciaba el vientre, la cadera, la pierna; entonces tocó la parte interior del muslo. Los músculos de Ayla ondularon, mientras se tensaba, y después abrió las piernas. Puso la mano sobre el pubis cubierto de rizos de un rubio oscuro y sintió súbitamente una humedad caliente. El sobresalto que dio su ingle en respuesta le pilló por sorpresa. Se quedó tal como estaba, luchando por dominarse, y casi se rindió cuando sintió otra oleada de humedad en la mano.

Su boca dejó el pezón y formó círculos en el estómago y el ombligo de la joven. Al llegar al pubis, la miró: estaba respirando de forma espasmódica, con la espalda curva y tensa, esperando. Estaba preparada. Le besó el pubis, el vello crujiente, y siguió bajando. Ella temblaba, y cuando la lengua de él alcanzó la parte superior de su hendidura, brincó dando un grito y volvió a caer de espaldas, gimiendo.

Su virilidad palpitaba anhelante, impaciente, mientras cambiaba de postura para deslizarse entre las piernas de ella. Entonces abrió los repliegues y los saboreó lenta y amorosamente. Ella no podía oír los ruidos que hacía al sumirse en el estallido de sensaciones exquisitas que la recorrían mientras la lengua de él exploraba cada repliegue, cada borde.

Se concentró en ella para dominar su necesidad apremiante, encontró el nódulo que era el centro pequeño pero erguido del deleite en ella, y lo acarició firme y rápidamente. Temía haber llegado al límite de su resistencia cuando ella se retorció sollozando en un éxtasis que nunca anteriormente había experimentado. Con dos largos dedos penetró en su húmeda cavidad y aplicó presión hacia arriba, desde fuera.

De repente Ayla se arqueó y gritó, y él saboreó una nueva humedad. Apretando y aflojando los puños convulsivamente, hacía gestos de llamada inconsciente al ritmo de su respiración espasmódica.

–Jondalar –le gritó–. ¡Oh, Jondalar! Necesito..., te necesito..., necesito algo...

Él estaba de rodillas, apretando los dientes en un esfuerzo por contenerse, tratando de penetrar con delicadeza en ella.

–Estoy tratando de hacerlo con suavidad –dijo, casi dolorosamente.

–No..., no me hará daño, Jondalar.

¡Era cierto! No era realmente la primera vez. Mientras ella se arqueaba para recibirlo, se abandonó y entró: no había bloqueo. Fue más allá, esperando hallar la barrera, pero se sintió atraído hacia dentro, sintió sus profundidades cálidas y húmedas bien abiertas, que le abrazaban y le envolvían hasta que, maravillado, sintió que lo recibía todo. Se retiró un poco y volvió a introducirse profundamente en ella. Ayla le rodeó con las piernas para atraerle más. Volvió a retirarse y, al penetrar una vez más, sintió que su maravilloso paso palpitante le acariciaba cuan largo era. Fue más de lo que podía aguantar, volvió a empujar una y otra vez con un abandono sin restricción, cediendo por una vez a su necesidad en forma total.

–¡Ayla!... ¡Ayla!... ¡Ayla!... –gritó.

La tensión estaba alcanzando la cima; él sentía cómo se acumulaba en sus ijares. Se retiró una vez más; Ayla se tendió hacia él con todos sus nervios y sus músculos. Él penetró en ella con el placer sensual absoluto de enterrar toda su joven virilidad en el calor anhelante. Se movieron juntos. Ayla gritó su nombre y, dándole todo lo que le quedaba, Jondalar la llenó.

Durante un instante eterno, los gritos más profundos de él se mezclaron en armonía con los sollozos de ella, repitiendo su nombre, mientras ambos se estremecían convulsos, en el paroxismo de un placer inefable. Entonces, con un alivio exquisito, cayó encima de ella.

Durante un buen rato sólo se pudo oír la respiración de ambos. No podían moverse. Se habían entregado totalmente el uno al otro, se habían transmitido cada fibra de su experiencia compartida. Aunque había transcurrido ya un rato no querían moverse, no querían que terminara aunque sabían que había concluido. Había sido el despertar de Ayla: nunca había conocido los Placeres que podía proporcionarle un hombre. Jondalar sabía que su Placer consistía en despertarla, pero ella le había dado una sorpresa inesperada incrementando inmensamente su propia excitación.

Sólo unas cuantas mujeres tenían la profundidad suficiente para darle cabida a todo él; había aprendido a limitar su penetración para tenerlo en cuenta, y lo hacía con sensibilidad y pericia. Nunca volvería a ser lo mismo..., pero gozar el deleite de los Primeros Ritos y el alivio glorioso y poco frecuente de una penetración completa al mismo tiempo, resultaba increíble.

Siempre se esforzaba más para los Primeros Ritos, había algo en la ceremonia que le hacía dar lo mejor de sí mismo. Sus atenciones y su preocupación eran genuinas. Sus esfuerzos tendían a complacer a la mujer, y su satisfacción procedía tanto del deleite de ella como del suyo propio. Pero Ayla le había complacido, le había satisfecho más allá de su imaginación más desbocada. Por su instante, pareció que ambos sólo formaban uno.

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