El valle de los caballos (93 page)

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Authors: Jean M. Auel

–El León Cavernario es un tótem con el que resulta difícil vivir, Jondalar. Sus pruebas han sido difíciles..., no siempre estuve segura de sobrevivir; pero sus dádivas valieron la pena de que lo sobrellevara. Y creo que su dádiva más grande has sido tú –concluyó con voz dulce.

Jondalar clavó la antorcha en una grieta y cogió en sus brazos a la mujer a la que amaba. Era tan sincera, tan honrada, y cuando la besaba respondió con tanto anhelo que casi cedió al deseo.

–Tenemos que poner fin a esto –dijo, cogiéndola por los hombros para alejarse un poco– porque si no, nunca estaremos preparados para marchar. Creo que tienes el toque de Haduma.

–¿Qué es el toque de Haduma?

–Haduma es una anciana que conocimos, la madre de seis generaciones, muy reverenciada por sus descendientes. Tenía muchos de los poderes de la Madre. Los hombres creían que si ella tocaba su virilidad, podría hacer que se alzara con tanta frecuencia como quisieran, que les permitiría satisfacer a cualquier mujer o a muchas mujeres. Casi todos los hombres tienen ese deseo; algunas mujeres saben cómo alentar a los hombres. Lo único que tienes que hacer es acercarte a mí, Ayla. Esta mañana, anoche. ¿Cuántas veces ayer? ¿Y antes de ayer? Nunca he podido ni deseado tanto. Pero si interrumpimos ahora la tarea, será imposible que dejemos las reservas escondidas esta mañana.

Apartaron basura, nivelaron algunas rocas grandes y decidieron dónde esconderían sus provisiones. A medida que avanzaba el día, Jondalar pensó que Ayla se mostraba inusitadamente silenciosa y retraída, y se preguntó si sería por algo que él hubiera dicho o hecho. Tal vez no debería mostrarse tan ansioso; era difícil creer que estuviera debidamente preparada cada vez que él la deseaba.

Sabía que había mujeres que retrocedían y obligaban al hombre a esforzarse para obtener sus Placeres, aunque les gustaran también a ellas. Para él eso no había constituido un problema casi nunca, pero había aprendido a no mostrarse demasiado ansioso; para la mujer representaba un reto mayor si el hombre se mostraba algo remiso.

Cuando comenzaron a transportar los alimentos almacenados a la parte trasera de la cueva, Ayla parecía más reservada aún, inclinando a menudo la cabeza y arrodillándose en un descanso silencioso antes de recoger un paquete de carne seca envuelta en cuero o una canasta de raíces. Para cuando comenzaron a hacer viajes hasta la playa para subir más piedras con las cuales proteger el escondrijo de sus provisiones para el invierno, Ayla estaba visiblemente perturbada. Jondalar estaba seguro de tener la culpa, pero no sabía qué era lo que había hecho. Había atardecido cuando la vio tratar de levantar con aire enojado una roca demasiado pesada para ella.

–No necesitamos esa piedra, Ayla. Creo que deberíamos descansar; hace calor y hemos estado trabajando el día entero. Vamos a nadar un poco.

Ayla dejó de luchar con la roca, se quitó el cabello de la cara, soltó el nudo de su correa y se quitó el amuleto mientras caía su manto. Jondalar experimentó una agitación conocida en sus ijares; sucedía tan pronto como veía su cuerpo desnudo. «Tiene movimientos de león», pensó, admirando su gracia vigorosa y elegante. Se quitó el taparrabos y echó a correr tras ella.

Estaba nadando río arriba con tanta fuerza que Jondalar decidió esperar a que regresara, y le permitió que desgastara algo de su irritación con el esfuerzo. La mujer flotaba fácilmente sobre la corriente cuando le dio alcance; parecía algo más calmada. Al volverse para nadar, sintió la mano de él a lo largo de la curva de su espalda, desde el hombro a la cintura y las nalgas redondas y suaves.

Ella volvió a nadar a toda prisa alejándose de él. Estaba fuera del agua y con el amuleto puesto, a punto de ponerse el manto, cuando él salió.

–Ayla, ¿qué estoy haciendo mal? –le preguntó, parado frente a ella y chorreando agua.

–No eres tú. Soy yo la que lo está haciendo mal.

–No estás haciendo nada mal.

–Sí. He estado todo el día intentando que te animes, pero no comprendes los gestos del Clan.

Cuando Ayla se hizo mujer, Iza le había explicado cómo cuidarse cuando sangrara, pero también cómo limpiarse después de haber estado con un hombre, y los gestos y las posturas que incitarían a un hombre a hacerle la señal, aunque Iza puso en duda que necesitara aquella información. No era probable que los hombres del Clan la encontraran atractiva, por muchos gestos que hiciese.

–Yo sé que cuando tú me tocas de cierta manera o pones tu boca sobre la mía, es tu señal, pero no sé cómo alentarte a ti –explicó.

–¡Ayla! Lo único que tienes que hacer es estar aquí, para alentarme.

–No es eso lo que quiero decir –prosiguió–. No sé cómo decirte cuándo quiero que hagas Placeres conmigo. No sé las formas... Tú dijiste que algunas mujeres siempre saben cómo alentar a un hombre.

–¡Oh, Ayla! ¿Eso es lo que te preocupa? ¿Quieres aprender a darme ánimos?

Ayla asintió con la cabeza y bajó la mirada, llena de confusión: las mujeres del Clan no eran tan directas. Mostraban su deseo al hombre con una modestia excesiva, como si apenas pudieran soportar la visión de un macho tan abrumadoramente masculino..., y sin embargo, con miradas tímidas y posturas inocentes parecidas a la posición conveniente que debería adoptar la mujer, le hacían saber que era irresistible.

–Mira qué ánimos me has infundido, mujer –dijo, sabiendo que se le había producido una erección mientras hablaba con ella. No podía remediarlo ni disimularlo. Al verle tan obviamente animado, Ayla sonrió; no lo pudo remediar–. Ayla –dijo Jondalar, y la cogió en sus brazos, levantándola–, ¿no sabes que me infundes alientos sólo con estar viva?

Llevándola en brazos, echó a andar por la playa, dirigiéndose al sendero.

–¿Sabes cómo me alienta sólo mirarte? La primera vez que te vi, te deseé –y siguió caminando con una Ayla muy sorprendida–. Eres tan mujer que no necesitas alentar: no tienes nada que aprender. Todo lo que haces me hace desearte más –llegaron a la entrada de la cueva–. Si me quieres, lo único que tienes que hacer es decirlo o, mejor aún, esto –y la besó.

La llevó a la cueva y la depositó sobre la cama cubierta de pieles. Entonces volvió a besarla con la boca abierta y la lengua que exploraba suavemente. Ella sintió su virilidad, dura y caliente, entre ambos. Entonces él se sentó y esbozó una sonrisa provocativa.

–Dices que lo estuviste intentando todo el día. ¿Qué te hace pensar que no me estabas alentando? –dijo. Y entonces hizo un gesto totalmente inesperado.

Ayla abrió mucho los ojos llenos de asombro.

–Jondalar, eso es..., es la señal.

–Si me vas a hacer tus señales del Clan, creo que será justo que yo te responda en la misma forma.

–Pero... Yo... –no sabía qué decir, sólo actuar. Se puso de pie, se dio vuelta y cayó de rodillas, apartándolas, y se presentó.

Él había hecho la señal en broma, no esperaba verse estimulado tan rápidamente. Pero al ver sus nalgas firmes y redondas y su orificio femenino expuesto, de un rosado oscuro y prometedor, no pudo resistir. Antes de pensarlo, ya estaba de rodillas detrás de ella, penetrando en sus profundidades calientes y palpitantes.

Desde el momento en que adoptó la postura, el recuerdo de Broud se apoderó de sus pensamientos; por vez primera estuvo a punto de negarse a Jondalar..., pero no pudo. Por fuertes que fueran las asociaciones repulsivas, su condicionamiento de obedecer a la señal fue más fuerte aún.

Jondalar montó y penetró. Ella sintió que la llenaba, y gritó con un placer indecible. La postura le hizo sentir presiones en puntos nuevos, y cuando él se retiraba, la fricción excitaba de otras maneras nuevas. Retrocedió para ir a su encuentro cuando volvió a penetrarla. Mientras se cernía sobre ella, bombeando y esforzándose, recordó a Whinney y su semental bayo. El recuerdo provocó un estremecimiento de calor delicioso y una tirantez cosquilleante, palpitante. Retrocedió y se pegó a él, ajustándose a su ritmo, gimiendo y gritando.

La presión ascendía rápidamente; las acciones de ella y la necesidad de él imprimieron mayor rapidez a sus embates.

–¡Ayla! ¡Oh, mujer! –gritó–. ¡Mujer bella, salvaje! –suspiraba al embestirla una y otra vez. La sujetaba por las caderas, la atraía hacia él, y cuando la llenó, Ayla retrocedió para pegarse a su cuerpo mientras él se hundía en ella en un escalofriante deleite.

Se quedaron así un momento, temblando. Ayla con la cabeza colgando; entonces, abrazándola, la hizo rodar consigo de costado y allí se quedaron, inmóviles. La espalda de ella estaba pegada a él, y con su virilidad aún dentro, él la envolvió y extendió la mano para ponérsela sobre un seno.

–Debo admitir –confesó al cabo de un rato– que la señal ésa no está tan mal –recorrió con su boca el cuello de Ayla y llegó a la oreja.

–Al principo no estaba muy segura, pero contigo, Jondalar, todo está bien. Todo es Placer –dijo, pegándose todavía más contra su cuerpo.

–Jondalar, ¿qué buscas? –preguntó Ayla desde la terraza.

–Más piedras de fuego.

–Si apenas he marcado la primera que utilicé. Durará mucho..., no necesitamos más.

–Ya lo sé, pero vi una y he querido comprobar si podría encontrar más. ¿Ya estamos listos?

–No se me ocurre que podamos necesitar nada más. No podremos ausentarnos por mucho tiempo..., el cambio de temperatura se produce muy rápidamente en esta época del año. Por la mañana hará calor y de noche tendremos tal vez una ventisca –dijo, bajando por el sendero.

Jondalar metió las piedras nuevas en su bolsa, echó una mirada más a su alrededor y levantó la vista hacia la mujer. Entonces volvió a mirarla.

–¡Ayla! ¿Qué llevas puesto?

–¿No te gusta?

–¡Me gusta! ¿Dónde lo has conseguido?

–Lo confeccioné mientras hacía la ropa para ti. Copié la tuya pero a mi tamaño; no estaba muy segura de si debería ponérmela. Pensaba que tal vez fuera algo que sólo los hombres pueden usar. Y no sabía bordar una camisa. ¿Está bien?

–Creo que sí. No recuerdo que la ropa de mujer sea muy distinta. La camisa era un poco más larga tal vez, y los adornos, diferentes. Es ropa Mamutoi. Perdí la mía cuando llegamos al final del Río de la Gran Madre. A ti te sienta de maravilla, y creo que te gustará más. Cuando haga frío, te darás cuenta de lo abrigada y cómoda que es.

–Me alegro de que te guste. Quería vestirme... a tu manera.

–Mi manera... Me pregunto si todavía sé cuál es mi manera. ¡Míranos! ¡Un hombre, una mujer y dos caballos! Uno de ellos cargado con nuestra tienda, nuestros alimentos y ropas de recambio. Resulta curioso salir de Viaje sin llevar nada más que las lanzas... ¡y un lanzavenablos! Y mi bolsa llena de piedras de fuego. Creo que sorprenderíamos a todo el que nos viera. Pero más me sorprendo aún a mí mismo. No soy el mismo hombre que cuando me encontraste. Me has cambiado, mujer, y te amo por ello.

–Yo también he cambiado, Jondalar. Te amo.

–Bueno, ¿qué camino tomaremos?

Ayla experimentó una inquietante sensación de pérdida al recorrer el valle en toda su longitud, seguida por la yegua y su potro. Cuando llegó al recodo en el extremo más alejado, volvió la mirada atrás.

–¡Mira, Jondalar! Los caballos han regresado al valle. No había vuelto a ver caballos desde la primera vez. Desaparecieron cuando los perseguí y maté a la madre de Whinney. Me alegro de verlos de vuelta. Siempre pensé que éste era su valle.

–¿Es la misma manada?

–No lo sé. El semental era amarillo, como Whinney. Sólo veo la yegua que va a la cabeza. Ha transcurrido mucho tiempo.

También Whinney había visto los caballos, y lanzó un fuerte relincho. Le devolvieron el saludo, y las orejas de Corredor se volvieron hacia ellos, mostrando su interés. Después la yegua siguió a la mujer y su potro fue tras ella, trotando.

Ayla siguió el río hacia el sur y lo cruzó al ver la pendiente de la estepa al otro lado. Se detuvo arriba, y entonces Jondalar y ella montaron a caballo. La mujer halló sus puntos de referencia y se dirigió al sudoeste. El terreno se hizo más escabroso y quebrado, con cañones rocosos y pendientes empinadas que conducían a altiplanos. Cuando se aproximaron a una abertura entre murallas rocosas y dentadas, Ayla desmontó y examinó el suelo. No mostraba ninguna huella reciente. Abrió la marcha hacia un cañón ciego y trepó sobre una roca que se había desprendido de la muralla. Cuando siguió hasta un deslizamiento de rocas que había detrás, Jondalar la siguió.

–Éste es el sitio, Jondalar –dijo, y sacando una bolsa de su túnica, se la entregó.

Jondalar conocía el lugar.

–¿Qué es esto? –preguntó, sosteniendo la bolsita de cuero.

–Tierra roja, Jondalar. Para su tumba.

El hombre asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sintió que se le saltaban las lágrimas y no hizo nada para contenerlas. Vertió el ocre rojo en su mano y lo arrojó sobre rocas y grava, y luego otro puñado. Ayla esperaba mientras él contemplaba la cuesta rocosa con ojos húmedos, y cuando él se volvía para marchar, la mujer hizo un ademán sobre la tumba de Thonolan.

Cabalgaron un buen rato antes de que Jondalar tomara la palabra.

–Fue uno de los predilectos de la Madre. Quiso que volviera a Ella.

Avanzaron otro poco, y entonces él preguntó:

–¿Qué era ese gesto que has hecho?

–Estaba pidiéndole al Gran Oso Cavernario que le protegiera en su viaje, deseándole suerte. Eso significa «que vayas con Ursus».

–Ayla, no lo supe apreciar cuando me lo dijiste. Ahora sí. Te agradezco que le hayas enterrado y que hayas pedido a los totems del Clan que le ayuden. Pienso que gracias a ti encontrará su camino en el mundo de los espíritus.

–Dijiste que era valiente. No creo que los valientes necesiten ayuda para encontrar su camino. Sería una aventura excitante para los temerarios.

–Era valiente y amaba la aventura. Estaba tan lleno de vida... como si estuviera tratando de vivirla toda de golpe. Yo no habría hecho el Viaje de no ser por él –tenía rodeada a Ayla con sus brazos ya que cabalgaban juntos. La apretó más, acercándola a sí–. Y no te habría encontrado. Eso fue lo que quiso decir el Shamud cuando declaró que era mi destino. «Te lleva adonde no irías solo», fueron sus palabras... Thonolan me condujo hasta ti, y luego siguió a su amor al otro mundo. Yo no quería que fuera, pero ahora puedo comprenderlo.

Mientras seguían avanzando hacia el este, el terreno quebrado fue cediendo nuevamente el paso a estepas llanas y desnudas, atravesadas por ríos y arroyos de nieves derretidas procedentes del gran glaciar septentrional. Las corrientes de agua se abrían paso de cuando en cuando por cañones de altas murallas y formaban suaves meandros al bajar por valles poco inclinados. Los escasos árboles diseminados por las estepas estaban atrofiados porque tenían que luchar para sobrevivir, incluso a lo largo de ríos que bañaban sus raíces, y ofrecían siluetas torturadas, como si hubieran sido congeladas al inclinarse bajo los efectos de una fuerte ráfaga.

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