El valle de los caballos (57 page)

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Authors: Jean M. Auel

Últimamente hacían el amor de una manera que, sin ser aburrida, era algo rutinaria. Cada uno sabía lo que le producía satisfacción al otro, y tendían a adoptar un patrón, experimentando y explorando sólo en escasas ocasiones. Él sabía que esa noche ella deseaba algo más que rutina, y estaba deseando cumplir. Le cogió la cabeza entre las manos, la besó los ojos, la punta de la nariz, la suavidad de las mejillas, y respiró en su oreja. Mordisqueó el lóbulo de una oreja y volvió a buscar la garganta. Al hallar una vez más la boca, la cogió impetuosamente y pegó a la mujer contra su cuerpo.

–Creo que tenemos que regresar, Serenio –le susurró al oído.

–Es lo que estaba diciendo.

Enlazados, con el brazo del hombre sobre el hombro de la mujer y el de ésta alrededor de la cintura de Jondalar, regresaron por el saliente de la muralla. Por una vez, Jondalar no se detuvo para dejar el paso libre en el borde exterior; ni siquiera se fijó en el precipicio.

Había caído la oscuridad, la negrura profunda de la noche y la sombra sobre el campo abierto. La luz de la luna no podía atravesar las altas murallas laterales, sólo unas cuantas estrellas dispersas se divisaban en el firmamento, entre nubes. Era más tarde de lo que creían cuando llegaron bajo el saliente; no había nadie junto al fuego del hogar central, aunque todavía quedaban troncos ardiendo con largas llamas. Vieron a Roshario, Dolando y algunos más dentro de su vivienda; al pasar por delante de la entrada, divisaron a Darvo jugando con trozos de hueso labrado con Thonolan; Jondalar sonrió; era un juego al que habían jugado su hermano y él con mucha frecuencia durante las largas noches invernales, un juego que podía necesitar la mitad de una noche para decidir el resultado definitivo y que obligaba a que se concentrara la atención... ayudando a olvidar.

La vivienda que Jondalar compartía con Serenio estaba a oscuras cuando llegaron. El joven amontonó leña en el hogar rodeado de piedras y salió por un carbón encendido del fuego principal, para prenderlo. Cruzó dos tablas delante de la entrada y extendió la cortina de cuero, creando así un mundo cálido y privado.

Se quitó la prenda exterior, y mientras Serenio traía unas tazas, Jondalar fue por el pellejo de jugo fermentado de arándano y lo escanció. Había pasado la urgencia de su ardor y el camino de regreso le había dado tiempo para pensar. «Es la mujer más apasionada y adorable que he conocido», pensó, mientras bebía a sorbitos el líquido generoso. «Hace mucho que debí haber formalizado nuestra unión. Quizá esté dispuesta a regresar conmigo, y también Darvo. Pero ya nos quedemos aquí o regresemos, la quiero por compañera.»

La decisión le causó una especie de alivio, ya que representaba un factor menos de indecisión en sus preocupaciones; además, le agradaba sentirse tan satisfecho por haberla tomado. ¿Por qué se habría abstenido hasta entonces?

–Serenio, he tomado una decisión. No creo haberte dicho nunca todo lo que representas para mí...

–Ahora no –dijo ella, dejando la taza. Le rodeó el cuello con sus brazos, unió sus labios a los de él y se estrechó contra su cuerpo. Fue un beso prolongado, que despertó muy pronto la pasión de él. «Tiene razón –pensó–. Podemos hablar después.»

Al reafirmarse la intensidad de su calor, Jondalar se la llevó hasta la plataforma cubierta de pieles. El fuego, olvidado, ardía muy bajo mientras él exploraba y redescubría el cuerpo de la mujer. Serenio nunca se había mostrado fría, pero esta vez se abrió a él como nunca anteriormente. No se saciaba de él aun cuando quedó satisfecha una y otra vez. Un impulso tras otro se apoderaba de ellos, y cuando Jondalar creyó haber alcanzado sus límites, ella experimentó con su técnica y le alentó lentamente de nuevo. Con un último esfuerzo exaltado, ambos alcanzaron un gozoso alivio y se quedaron tendidos juntos, finalmente saciados.

Durmieron un rato tal como estaban, desnudos, encima de las pieles. Al apagarse el fuego, el frío previo al amanecer les despertó. Serenio encendió una nueva fogata con las últimas brasas mientras él se ponía una túnica y salía para llenar de agua un pellejo. El calor había vuelto al interior de la vivienda cuando él regresó; se había zambullido en la poza fría al ir por agua; se sentía vigorizado, refrescado y tan plenamente satisfecho que estaba dispuesto para lo que fuera. Una vez que Serenio puso piedras a calentar, salió para aliviar sus necesidades y regresó tan mojada como él.

–Estás temblando –dijo Jondalar, envolviéndola en una piel.

–Parecías haber gozado tanto con tu remojón que pensé probar yo también. ¡El agua estaba helada! –y rió.

–La tisana está casi hecha; te traeré una taza. Siéntate aquí –y Jondalar la empujó hacia la plataforma, antes de amontonar sobre ella más pieles hasta que sólo quedó visible su rostro. «Pasarme la vida con una mujer como Serenio no sería tan malo –pensó–. Me pregunto si podría convencerla de que regrese a casa conmigo.» Un pensamiento amargo le asaltó: «Si lograra convencer a Thonolan de regresar a casa conmigo. No puedo comprender su deseo de ir al este». Llevó a Serenio una taza de infusión caliente de betónica y se sentó al borde de la plataforma.

–Serenio, ¿nunca has pensado en hacer un Viaje?

–¿Quieres decir viajar hasta algún lugar que no haya visto anteriormente, encontrarme con personas desconocidas que hablen un lenguaje que no entienda? No, Jondalar, nunca he sentido el anhelo de hacer un Viaje.

–Pero entiendes el zelandonii, y muy bien. Cuando decidimos aprender nuestros mutuos idiomas con Tholie, me sorprendió la rapidez con que aprendías. No sería como si tuvieras que aprender otra lengua.

–¿Qué tratas de decir, Jondalar?

–Intento persuadirte de que regreses conmigo a mi hogar –dijo Jondalar, sonriendo–, después de que nos unan formalmente. Te agradarán los Zelandonii...

–¿Qué quieres decir con «después de que nos unan»? ¿Qué te hace pensar que vamos a unirnos formalmente?

Jondalar se quedó desconcertado. Por supuesto, debería habérselo pedido antes, en vez de hablar de viajes. A las mujeres les agrada que las rueguen, no que las tengan por seguras. Sonrió con timidez.

–He decidido que ha llegado la hora de que nuestro compromiso sea oficial. Debería haberlo hecho hace tiempo. Eres una mujer bella y afectuosa, Serenio. Y Darvo es un excelente muchacho. Tenerlo como el verdadero hijo de mi hogar me enorgullecería. No obstante, tenía la esperanza de que consideraras la posibilidad de viajar conmigo, hacia mi tierra... de regreso con los Zelandonii. Por supuesto, si tú no...

–Jondalar, tú no puedes decidir que nuestro compromiso sea oficial. No voy a unirme a ti; hace algún tiempo que lo decidí.

Jondalar se puso colorado, realmente confundido. No se le había ocurrido que ella no quisiera unirse oficialmente a él. Sólo había pensado en sí mismo, en cómo sentía, no en que ella pudiera no considerarle merecedor.

–Lo..., lo siento, Serenio. Creí que yo te importaba. Ha sido un error mío haberlo dado por sentado. Deberías haberme dicho que me fuera... Podría haber encontrado otro lugar –se puso de pie y comenzó a recoger algunas de sus pertenencias.

–Jondalar, ¿qué estás haciendo?

–Recogiendo mis cosas para mudarme.

–¿Y por qué quieres mudarte?

–Yo no quiero, pero si tú no deseas tenerme aquí...

–Después de esta noche pasada, ¿cómo puedes decir tal cosa? ¿Qué tiene eso que ver con formalizar nuestra unión?

Jondalar volvió sobre sus pasos, se sentó al borde de la plataforma y miró a los enigmáticos ojos de Serenio.

–¿Por qué no quieres emparejarte conmigo? ¿No soy... lo suficientemente hombre para ti?

–No lo suficientemente hombre... –la voz de Serenio se le quebró en la garganta. Cerró los ojos, parpadeó varias veces y respiró hondo–. ¡Oh, Madre, Jondalar!, ¡no lo suficientemente hombre! Si no lo eres tú, no hay hombre en la Tierra que lo sea. Ahí está precisamente el problema. Eres demasiado hombre, demasiado todo. No podría vivir con ello.

–No comprendo. Quiero unirme contigo y tú dices que soy demasiado bueno para ti.

–¿De veras no lo entiendes? Jondalar, me has dado más..., más que cualquier otro hombre. Si me emparejara contigo tendría tanto, tendría más que ninguna de las mujeres que conozco. Me envidiarían. Desearían que sus hombres fueran tan generosos, tan atentos, tan buenos como tú. Ya saben que el mero contacto contigo puede hacer que una mujer se sienta más viva, más... Jondalar, tú eres lo que toda mujer desea.

–Si yo soy... todo eso que dices, ¿por qué no quieres unirte conmigo?

–Porque no me amas.

–Serenio..., yo... sí...

–A tu manera sí me amas. Te importo. Nunca harías nada que pudiera lastimarme, y serías maravilloso, ¡tan bueno conmigo! Pero yo lo sabría siempre. Aun cuando me convenciera de que no, siempre lo sabría. Y me preguntaría lo que tengo de malo, lo que me falta, para que no puedas amarme.

Jondalar bajó la mirada.

–Serenio, las personas se emparejan sin quererse de esa manera –la miró con expresión seria–. Si tienen otras cosas, si se interesan el uno por el otro, pueden vivir felices juntos.

–Sí, hay personas así. Puedo volver a emparejarme algún día, y si tenemos esas otras cosas, puede no ser necesario que nos amemos. Pero tú no, Jondalar.

–¿Por qué yo no? –preguntó, y la pena que revelaban sus ojos bastó casi para hacer que ella reconsiderara su decisión.

–Porque yo te amaría. No podría remediarlo. Te amaría y me moriría un poco cada día al saber que tú no me amabas de la misma manera. Ninguna mujer puede evitar amarte, Jondalar. Y cada vez que hiciéramos el amor, como esta noche, me agostaría un poco más por dentro. Deseándote tanto, amándote tanto y sabedora de que por mucho que lo desearas, no podrías pagarme con ese mismo amor. Al cabo de algún tiempo yo me secaría, sería como una cáscara vacía, y hallaría medios para hacer que tu vida fuese tan desdichada como la mía. Tú seguirías siendo cariñoso y generoso, porque sabrías por qué me habría vuelto así. Pero te odiaría por ello. Y todo el mundo se preguntaría cómo podías soportar a una vieja amargada y gruñona. No quiero hacerte eso, Jondalar. Y no quiero hacérmelo a mí.

Jondalar se puso de pie y caminó hasta la entrada: luego dio media vuelta y regresó.

–Serenio, ¿por qué no puedo amar? Otros hombres se enamoran..., ¿qué tengo yo de malo? –la miró con una angustia tal que ella se conmovió, le amó más todavía y deseó que hubiera algún medio para hacer que la amara.

–No lo sé, Jondalar. Quizá no hayas encontrado a la mujer apropiada. Quizá la Madre tenga algo especial para ti. No hace muchos como tú. Eres realmente más de lo que podría soportar la mayoría de las mujeres. Si todo tu amor se concentrara en una sola, quizá la abrumaría, de no ser una a quien la Madre hubiese concedido dádivas similares. Incluso en el caso de que me amaras, no estoy segura de que pudiera vivir con ello. Si amaras a una mujer tanto como amas a tu hermano, tendría que ser una mujer muy fuerte.

–No puedo enamorarme, pero si pudiera, ninguna mujer podría aguantarlo –dijo él, con una risa llena de amargura y fría ironía–. Ten cuidado con las dádivas que la Madre da –sus ojos, de un profundo color violeta al resplandor rojo del fuego, se llenaron de aprensión–. ¿Qué quieres decir con eso de que «si amaras a una mujer tanto como amas a tu hermano»? Si no hay mujer capaz de «soportar» mi amor, ¿estás pensando que necesito... un hombre?

Serenio sonrió y luego ahogó la risa.

–No quiero decir que amas a tu hermano como a una mujer. No eres como Shamud, con el cuerpo de un sexo y las tendencias del otro. Tú lo sabrías ya a estas alturas y buscarías lo tuyo y, como Shamud, habrías hallado un amor entre los de tu propia condición. No –dijo Serenio, y sintió una oleada de calor al pensarlo–, amas demasiado el cuerpo de la mujer. Pero amas a tu hermano más de lo que hayas amado nunca a mujer alguna. Por eso te he deseado tanto esta noche. Tú te irás cuando él se vaya, y yo no volveré a verte jamás.

Tan pronto como se lo oyó decir comprendió que era cierto. No importaba lo que creyera haber decidido; cuando llegase la hora, se marcharía con Thonolan.

–¿Cómo lo has sabido, Serenio? Yo lo ignoraba. He venido aquí creyendo que nos uniríamos formalmente y que me establecería con los Sharamudoi si no me era posible regresar a casa contigo.

–Creo que todo el mundo sabe que seguirás a tu hermano adonde vaya. Shamud dice que es tu destino.

La curiosidad de Jondalar respecto al Shamud nunca había quedado satisfecha. Obedeciendo a su impulso, preguntó:

–Dime, el Shamud, ¿es hombre o mujer?

Serenio se quedó mirándole largo rato.

–¿Deseas realmente saber la verdad?

Jondalar lo pensó un instante.

–No, supongo que no importa. Shamud no quiso decírmelo..., tal vez el misterio sea importante para... Shamud.

En el silencio que siguió, Jondalar contempló a Serenio, deseando recordarla tal como estaba en ese momento. Tenía el cabello mojado aún, y enredado, pero había entrado en calor y se había quitado casi todas las pieles.

–¿Y tú, Serenio? ¿Qué vas a hacer?

–Yo te amo, Jondalar –fue una manifestación clara y simple–. No será fácil superar tu pérdida, pero me has dado algo. Yo tenía miedo de amar. He perdido tantos amores que rechacé todo sentimiento amoroso. Sabía que te perdería, Jondalar, pero te amé de todos modos. Ahora sé que puedo amar nuevamente, y si pierdo mi amor, eso no borra el amor que existió. Tú me has dado eso. Y tal vez algo más –y el misterio de su esencia de mujer apareció en su sonrisa–. Pronto, tal vez, llegará alguien a mi vida, alguien a quien amar. Es un poco pronto para darlo por seguro, pero creo que la Madre me ha bendecido. No creí que fuera posible después del último que perdí..., llevo muchos años sin Su Bendición. Puede ser un hijo de tu espíritu. Lo sabré si el niño tiene tus ojos.

Las arrugas habituales surcaron la frente del hombre.

–Serenio, entonces debo quedarme. No tienes hombre en tu hogar para cuidar de ti y del bebé –dijo.

–Jondalar, no tienes que preocuparte. Ninguna madre ni sus hijos carecen nunca de atenciones. Mudo ha dicho que todas a las que Ella bendice deben ser socorridas. Por eso hizo a los hombres, para que lleven a las madres las dádivas de la Gran Madre Tierra. La Caverna proveerá, como Ella provee para todos Sus hijos. Tú debes seguir tu destino, yo seguiré el mío. No te olvidaré, y si tengo un hijo de tu espíritu, pensaré en ti lo mismo que recuerdo al hombre al que amé cuando nació Darvo.

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