Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–Pero has tenido que tener un pueblo. Has nacido de una madre. ¿Quién te cuidó? ¿Quién te enseñó el arte de curar? ¿Dónde está ahora esa gente, Ayla? ¿Por qué estás sola?
Ayla siguió adelante mirando hacia abajo. No trataba de eludir la respuesta..., tenía que contestarle. Ninguna mujer del Clan podía negarse a contestar a una pregunta directa de un hombre. De hecho, todos los miembros del Clan, hombres y mujeres, respondían a las preguntas directas. Era, sencillamente, que las mujeres no hacían preguntas personales a los hombres, y los hombres tampoco se las hacían unos a otros. Generalmente se interrogaba a las mujeres. Las preguntas de Jondalar despertaban muchos recuerdos, pero no sabía responder a algunas y no sabía cuál era la respuesta para otras.
–Si no me quieres decir...
–No –dijo, mirándole y sacudiendo la cabeza–. Ayla dice –su mirada revelaba su turbación–. No sabe palabras.
Jondalar volvió a preguntarse si debería haberse abstenido de plantear la cuestión, pero sentía curiosidad y parecía que ella estaba dispuesta a satisfacerla. Se detuvieron de nuevo al lado de un voluminoso bloque de piedra, que había derribado parte de la muralla antes de quedarse en el valle. Jondalar se sentó en uno de los bordes donde la piedra se había partido y formaba un asiento a altura conveniente, con un respaldo inclinado.
–¿Cómo se llaman los de tu pueblo? –preguntó.
Ayla lo pensó un momento.
–El pueblo. Hombre..., mujer..., bebé –volvió a menear la cabeza, sin saber cómo explicarse–. El Clan –hizo el gesto para representar el concepto mientras pronunciaba.
–¿Cómo familia? Una familia es un hombre, una mujer y sus hijos, y viven en un mismo hogar... generalmente.
Ella asintió.
–Familia... más.
–¿Un pequeño grupo? Varias familias que viven juntas forman una Caverna –dijo–, aunque no vivan en una.
–Sí –dijo Ayla–, Clan pequeño. Y más. Clan significa toda la gente.
No le había oído pronunciar la palabra la primera vez, y no percibió el gesto que la acompañaba. La palabra era pesada, gutural, y había en ella esa tendencia que sólo podía explicar como si se tragara la parte interior de las palabras. No habría creído que fuera una palabra. Ella no había dicho más palabras que las aprendidas de él, y se sintió interesado.
–¿Glon? –dijo, tratando de imitarla.
No era exactamente así, pero algo parecido.
–Ayla no dice palabras Jondalar bien, Jondalar no dice palabra Ayla bien. Jondalar dice bien.
–Yo ignoraba que tú sabías palabras, Ayla. Nunca te he oído hablar en tu lengua.
–No sabe muchas palabras. Clan no habla palabras.
Jondalar no comprendía.
–Si no hablan palabras, ¿qué hablan?
–Hablan... manos –dijo, sabedora de que no era exacto.
Se dio cuenta de que había estado haciedo los gestos instintivamente, en un esfuerzo por hacerse entender. Cuando vio la mirada intrigada de Jondalar, le cogió las manos y las movió con los ademanes correctos mientras repetía lo que acababa de decir.
–Clan no habla muchas palabras. Clan habla... manos.
Poco a poco, el entrecejo que se le había fruncido al no comprender se le fue relajando a medida que captaba.
–¿Me estás diciendo que tu pueblo habla con las manos? Muéstrame. Di algo en tu idioma.
Ayla reflexionó un instante y comenzó:
–Quiero decirte muchas cosas, pero debo aprender a decírtelas en tu idioma. Tu manera es la única que me queda ahora. ¿Cómo puedo decirte quién es mi gente? Ya no soy mujer del Clan. ¿Cómo explicar que estoy muerta? No tengo pueblo. Para el Clan, camino por el otro mundo, como el hombre con quien viajabas. Tu hermano, me figuro.
»Quiero que sepas que hice las señales sobre su tumba para ayudarle a encontrar su camino, para que la pena de tu corazón sea más llevadera. Y también que sufrí por él, aunque no le había visto nunca hasta entonces.
»No conozco el pueblo en el que nací. He debido tener una madre y una familia, parientes parecidos a mí... y a ti. Pero sólo los conozco por el nombre de «Otros». Iza es la única madre que recuerdo. Me enseñó la magia curativa, hizo de mí una curandera, pero ahora está muerta, y también Creb.
»Jondalar, me muero por hablarte de Iza, de Creb y de Durc»... –tuvo que interrumpirse y respirar hondo–. Mi hijo también ha sido alejado de mí, pero vive. Es lo único que tengo. Y ahora el León Cavernario te ha traído a mí. Tenía miedo de que los hombres de los Otros fueran como Broud, pero tú eres más parecido a Creb, gentil y paciente. Quiero creer que serás mi compañero. Cuando llegaste pensé que para eso habías sido traído hasta aquí. Creo que deseaba creerlo porque estaba muy ansiosa por tener compañía, y tú eres el primer hombre de los Otros que veo..., que puedo recordar. Entonces no importaba quién eras. Te quería por compañero sólo por tener compañero.
»Ahora ya no es lo mismo. Cada día que pasas aquí, mis sentimientos hacia ti se vuelven más fuertes. Yo sé que los Otros no están muy lejos, y que habrá otros hombres entre quienes podría encontrar un compañero. Pero no quiero a ningún otro, y tengo miedo de que no te quieras quedar aquí conmigo cuando estés sano. Tengo miedo de perderte a ti también. Ojalá pudiera decirte, estoy tan..., tan agradecida de que estés aquí, que a veces no puedo soportarlo.»
Se detuvo. No podía continuar, pero en cierto modo creía que no había terminado.
Sus pensamientos no habían sido del todo incomprensibles para el hombre que la observaba. Sus movimientos –no sólo de las manos, sino de sus facciones, de todo su cuerpo– eran tan expresivos que se sintió profundamente conmovido. Ella le recordaba una bailarina silenciosa, excepto por los sonidos roncos que, extrañamente, concordaban con los movimientos graciosos. Él sólo percibía con sus emociones, y no podía creer del todo que lo que él sentía era lo que ella le había comunicado. También sabía que su lenguaje de gestos y movimientos no era, como lo había supuesto, una simple extensión de los ademanes que él empleaba en ocasiones para dar mayor énfasis a sus palabras. Más bien parecía que los sonidos que ella emitía servían para dar énfasis a sus movimientos.
Cuando Ayla calló, se quedó un instante quieta, reflexionando, y después se dejó caer graciosamente en el suelo a sus pies, y agachó la cabeza. Él esperó, y al ver que no se movía, comenzó a sentirse incómodo. Parecía que le estaba esperando, y él sentía como si le estuviera rindiendo pleitesía. Semejante deferencia ante la Gran Madre Tierra estaba bien, pero todo el mundo sabía que Ella era celosa y que no solía ver con buenos ojos que uno de Sus hijos recibiera la veneración que se le debía a Ella.
Finalmente se inclinó y le tocó el brazo.
–Levántate, Ayla. ¿Qué estás haciendo?
Un toque en el brazo no era exactamente un golpecito en el hombro, pero era lo más parecido a lo que ella consideraba la señal del Clan para que tomara la palabra.
–La mujer del Clan, sentada, quiere hablar. Ayla quiere hablar, Jondalar.
–No tienes que sentarte en el suelo para hablarme –tendió la mano y trató de hacer que se levantara–. Si quieres hablar, habla.
Ella insistió en quedarse donde estaba.
–Es manera de Clan –sus ojos le suplicaban que comprendiera–. Ayla quiere decir... –empezaron a brotarle lágrimas de frustración. Volvió a intentarlo–. Ayla no habla bien. Ayla quiere decir, Jondalar da Ayla habla, quiere decir...
–¿Estás tratando de darme las gracias?
–¿Qué significa las gracias?
Se detuvo Jondalar un instante, y luego dijo:
–Ayla, tú salvaste mi vida. Me has cuidado, has atendido mis heridas, me has dado alimento. Por eso yo diría gracias. Diría más que gracias.
Ayla frunció el ceño.
–No igual. Hombre herido, Ayla cuida. Ayla cuida todo hombre. Jondalar da habla a Ayla. Ayla habla. Es más. Es más gracias.
Y le miró gravemente, tratando de que la comprendiera.
–Tal vez «no hables bueno», pero te comunicas muy bien, Ayla. Levántate o tendré que sentarme a tu lado. Comprendo que eres una curandera y que es tu vocación cuidar a todo el que necesita ayuda. Tal vez creas que salvarme la vida no era nada especial, pero eso no quita para que yo me sienta agradecido. Para mí, es poca cosa enseñarte mi idioma, enseñarte a hablar, pero empiezo a comprender que para ti es muy importante y estás agradecida. Siempre es difícil expresar gratitud en el idioma que sea. Mi manera consiste en decir gracias. Creo que tu modo es más bello. Ahora, por favor, levántate.
Ayla sintió que compredía. Su sonrisa encerraba más gratitud de lo que ella creía. Había sido un concepto difícil, pero importante, para poder comunicarlo, y se puso de pie gozosa por haberlo logrado. Trató de expresar su exuberancia en acción, y al ver a Whinney y al potrillo silbó alto y agudo. La yegua enderezó las orejas y se dirigió a ella al galope, y cuando estuvo cerca, Ayla corrió un poco, dio un brinco y aterrizó ágilmente sobre el lomo del animal.
Hicieron un amplio recorrido por el prado, con el potro siguiéndolas de cerca. Ayla había estado tan pendiente de Jondalar que no había vuelto a cabalgar hasta mucho después de haberle encontrado, y cabalgar le producía ahora una sensación embriagadora de libertad. Cuando regresaron a la roca, Jondalar estaba de pie, esperándolas. Ya no tenía la boca abierta, aunque se le abrió cuando Ayla se alejaba. Por un instante sintió un escalofrío a lo largo del espinazo, y se preguntó si la mujer sería un ser sobrenatural, quizá una donii. Recordó vagamente un sueño, un espíritu madre en forma de mujer joven que hacía alejarse a un león.
Entonces recordó la frustración, sobradamente humana, de Ayla ante su incapacidad para comunicarse. Desde luego, ninguna forma espiritual de la Gran Madre Tierra habría tropezado con semejante problema. Aun así, tenía un don poco común para entenderse con los animales. Los pajarillos acudían a su voz, y una yegua que amamantaba le permitía cabalgar sobre su lomo. ¿Y aquella gente que hablaba no con palabras, sino por señas? Ayla le había dado mucho en qué pensar para ese día, se dijo, rascando al potrillo. Cuanto más pensaba en ella, más profundo le resultaba su misterio.
Podía comprender que no hablara, si su gente no lo hacía. Pero ¿qué gente era aquélla? ¿Dónde estaba ahora? Dijo que no tenía pueblo y que vivía sola en el valle, pero ¿quién le había enseñado a curar o la magia que empleaba con los animales? ¿De dónde había sacado la pirita? Era demasiado joven para ser una Zelandoni tan bien dotada. Por lo general hacían falta años para adquirir tanta capacidad, frecuentemente en retiros especiales...
¿Serían de aquella clase los que formaban su pueblo? Había oído hablar de grupos especiales de los que Sirven a la Madre, que se dedicaban a conseguir hondas percepciones en misterios profundos. Esos grupos eran altamente estimados; Zelandoni había pasado varios años con uno de ellos. El Shamud había hablado de pruebas que se autoimponían, para desarrollar los poderes de percepción. ¿Habría vivido Ayla con uno de esos grupos que no hablaba más que por señas? ¿Y estaría viviendo ahora sola para perfeccionar sus habilidades?
«¡Y tú estabas pensando en tener Placeres con ella, Jondalar! No es extraño que reaccionara como lo hizo. Pero ¡qué vergüenza! Renuciar a los Placeres siendo tan bella. No obstante, tú respetarás sus deseos, Jondalar, bella o no.»
El potro oscuro estaba golpeando al hombre con la cabeza, exigiendo más caricias de las manos sensibles que siempre se las arreglaban para hallar los puntos exactos donde sentía comezón en el proceso de cambio de pelaje. Jondalar estaba encantado cuando el potro iba a buscarle. Anteriormente los caballos sólo habían representado sustento para él, y nunca se le habría ocurrido que pudieran responder con afecto y gustar de sus caricias.
Ayla sonrió, complacida al ver el afecto que se estaba creando entre el hombre y el potro de Whinney. Recordó una idea que había tenido y la expresó espontáneamente.
–¿Jondalar da nombre a potro?
–¿Nombre al potro? ¿Quieres que le ponga nombre al potro? –se sentía inseguro, perplejo y halagado a un tiempo–. Yo no sé, Ayla, nunca se me ha ocurrido ponerle nombre a nada, y menos a un caballo. ¿Cómo se le pone nombre a un caballo?
Ayla comprendió su desconcierto. No había sido una idea que ella aceptara de buenas a primeras. Los nombres estaban cargados de significado, proporcionaban reconocimiento. Reconocer a Whinney como individuo único, aparte del concepto de caballo, implicaba ciertas consecuencias. Dejaba de ser un animal de las manadas que recorrían la estepa. Se asociaba con seres humanos, obtenía de ellos su seguridad y les daba su confianza. Era única entre su especie; tenía un nombre.
Desde luego esto le imponía obligaciones a la mujer. La comodidad y el bienestar del animal exigían un esfuerzo y un interés considerables. El caballo nunca podía estar muy lejos de su mente; sus vidas se habían encontrado ligadas de un modo que resultaba inexplicable.
Ayla había comenzado a reconocer la relación, especialmente después del regreso de Whinney. Aunque no lo había planeado ni calculado, existía un elemento de ese reconocimiento en su deseo de que Jondalar pusiera nombre al potro. Quería que se quedara con ella. Si se encariñaba con el caballito, había una razón más para que se quedara donde permaneciese el potro –al menos algún tiempo–, es decir, en el valle, con Whinney y con ella.
Pero no era necesario apremiar al hombre. Durante algún tiempo no podría ir a ninguna parte; no, antes de que se le curara la pierna.
Ayla se despertó sobresaltada. La cueva estaba oscura. Se tendió de espaldas mirando la negrura densa e intangible, y trató de volver a dormirse. Como no lo lograba, salió de la cama silenciosamente –había cavado una zanja poco profunda en el piso de tierra al lado de la cama que ocupaba ahora Jondalar– y se fue a tientas hasta la entrada de la cueva. Oyó que Whinney resoplaba reconociendo su presencia al pasar junto a ella.
«He vuelto a dejar que el fuego se apague», pensó, caminando hacia la orilla a lo largo de la muralla. «Jondalar no está tan familiarizado con la cueva como yo. Si necesita levantarse en mitad de la noche, debería tener un poco de luz.»
Se quedó un rato fuera. Un cuarto de luna, poniéndose al oeste, se acercaba al borde de la muralla, en la parte del río opuesta al saliente, y pronto desaparecería detrás. La mañana estaba más cercana que la noche. Allá abajo la oscuridad lo envolvía todo con la única excepción del brillo de las estrellas reflejándose en el río susurrante.