El valle de los caballos (65 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Don-da-lah –fue el siguiente intento.

–¡Mucho mejor! –dijo, asintiendo con aire de aprobación, sonriente. Había realizado un verdadero esfuerzo esta vez. No estaba seguro de que al considerarla como alguien que estudiaba para Servir a la Madre estuviera en lo cierto. No parecía muy brillante. Siguió sonriendo y moviendo la cabeza de arriba abajo.

¡Estaba poniendo cara de felicidad! Ninguno del Clan había sonreído así, a excepción de Durc. Y ella siempre lo había hecho con toda naturalidad... y ahora él hacía otro tanto.

Su expresión de sorpresa fue tan cómica que Jondalar tuvo que reprimir una risita, pero su sonrisa se amplió y sus ojos chispearon divertidos. El sentimiento era contagioso. Los labios de Ayla se arquearon y cuando la sonrisa de él, en respuesta, le dio alientos, correspondió con una sonrisa plena, amplia, encantadora.

–Oh, mujer –dijo Jondalar–, no hablas mucho, pero cuando sonríes estás preciosa –su virilidad comenzó a verla como mujer, y como una mujer muy atractiva, y la miró de otra manera.

Algo había cambiado. La sonrisa seguía ahí, pero los ojos... Ayla se percató de que los ojos, a la luz del fuego, eran de un violeta intenso, y que encerraban algo más que alegría. No sabía cuál era el significado de aquella mirada, pero su cuerpo sí: reconoció la invitación y respondió con las mismas sensaciones de atracción y hormigueo que la asaltaron al observar a Whinney con el garañón bayo. Eran unos ojos tan imperiosos que tuvo que arrancarse a su mirada volviendo bruscamente la cabeza. Se afanó estirándole las pieles que le cubrían, recogió la taza y se puso en pie, rehuyendo su mirada.

–Creo que eres tímida –dijo Jondalar, suavizando la intensidad con que la contemplaba. Le recordaba una muchacha joven antes de sus Primeros Ritos. Sentía el deseo, amable pero urgente, que siempre experimentaba por una mujer joven durante la ceremonia, y la incitación de sus ijares. Y luego el dolor del muslo derecho–. Es mejor así –dijo con sonrisa torcida–. De todos modos, no estoy en forma.

Se tendió de nuevo cómodamente en la cama, retirando las pieles en que ella le había recostado la espalda, sintiéndose agotado. Le dolía el cuerpo, y al recordar la razón, le dolió más. No quería recordar ni pensar. Quería cerrar los ojos y olvidar, sumirse en el olvido que pusiera fin a todas sus penas. Sintió que le tocaban el brazo y abrió los ojos: Ayla sostenía una taza de líquido. Lo bebió, y poco después sintió que se aliviaba el dolor y que se apoderaba de él la somnolencia. Le había dado algo para lograr ese efecto y lo agradeció, pero se preguntó cómo sabría lo que necesitaba sin que él hubiera dicho una sola palabra.

Ayla había visto su mueca de dolor y conocía la gravedad de sus heridas. Era una curandera experta y experimentada. Había preparado la infusión de datura antes de que despertara. Al ver que las arrugas de su frente se borraban y que su cuerpo se relajaba, apagó la lámpara y cubrió el fuego. Colocó bien su manta de pieles junto al hombre, pero no tenía nada de sueño.

Guiándose por el resplandor del carbón cubierto, caminó hacia la entrada de la cueva y, al oír que Whinney lanzaba su suave hin, se acercó a ella. Le alegró ver tumbada a la yegua. El olor desconocido del hombre que había en la cueva la había inquietado después de parir. Si se sentía lo suficientemente tranquila para estar acostada, era que aceptaba la presencia del hombre. Ayla se sentó junto al cuello de Whinney y frente a su pecho, para poder acariciarle el hocico y rascarla detrás de las orejas. El potrillo, que había estado tendido junto a la ubre de su madre, se volvió, curioso: metió el hocico entre ambas. Ayla le acarició y le rascó también a él, y le tendió los dedos. Sintió la succión, pero el potrillo los dejó al ver que no había nada para él; su necesidad de chupar se satisfacía con su madre.

«Es un bebé maravilloso, Whinney, y crecerá fuerte y saludable, como tú. Ahora tienes a alguien como tú, y también yo. Es difícil de creer. Al cabo de tanto tiempo, ya no estoy sola». Lágrimas inesperadas aparecieron en sus ojos. «¡Cuántas, cuántas lunas han pasado desde que me maldijeron, desde que no he vuelto a ver a nadie! Y ahora hay alguien aquí: un hombre, Whinney, un hombre de los Otros. Y creo que va a vivir». Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. «Sus ojos también echan agua igual que los míos, y me ha sonreído. Y yo le he sonreído.

»Soy una de los Otros, como dijo Creb. Iza me aconsejó que buscara a los míos, que encontrara mi compañero. ¡Whinney!, ¿será él mi compañero? ¿Habrá sido conducido hasta aquí para mí? ¿Lo habrá traído mi tótem?

»¡Bebé! ¡Bebé me lo dio! Ha sido lo mismo que fui escogida yo. Probado y marcado por Bebé, por el cachorro de león cavernario que mi tótem me dio. Y ahora su tótem es el León Cavernario también. Eso significa que puede ser mi compañero. Un hombre con un León Cavernario por tótem sería suficientemente poderoso para una mujer con un León Cavernario por tótem. Incluso podría tener más hijos».

Ayla frunció el ceño. «Pero los niños no están hechos realmente por totems. Yo sé que Broud inició a Durc al meterme su órgano. Son los hombres, no los totems los que inician los bebés. Don-da-lah es un hombre...».

De repente Ayla recordó su órgano, rígido por su necesidad de orinar, y recordó también los desconcertantes ojos azules. Sintió una extraña palpitación dentro de sí, que la agitaba. ¿Por qué tenía esas extrañas sensaciones? Habían comenzado al observar a Whinney con el caballo marrón oscuro...

«¡Un caballo marrón oscuro! Y ahora tiene un potrillo marrón oscuro. Ese garañón inició un hijo dentro de ella. Don-da-lah podría iniciar un bebé dentro de mí. Podría ser mi compañero...

»¿Y si no me quiere? Iza dijo que los hombres le hacen eso a una mujer cuando les gusta. La mayoría de los hombres. A Broud yo no le gustaba. No me disgustaría que Don-da-lah..». De repente se ruborizó. «Soy tan alta y fea. ¿Por qué iba a pretender hacerme eso? ¿Por qué habría de quererme por compañera? Tal vez tenga ya compañera. ¿Y si se empeña en marcharse?

»No puede marcharse. Tiene que enseñarme de nuevo a construir palabras. ¿Se quedaría si yo comprendiera sus palabras?

»Las aprenderé. Aprenderé todas sus palabras. Entonces tal vez se quede a pesar de que soy grande y fea. No puede marcharse ahora. He pasado demasiado tiempo sola.»

Ayla dio un brinco, casi aterrada, y salió de la cueva. La negrura adquiría matices de un terciopelo azul profundo; la noche había llegado casi a su fin. Vio formas de árboles y señales conocidas que comenzaban a perfilarse. Habría querido volver a mirar al hombre, pero contuvo su ansia. Entonces pensó en conseguirle algo fresco para desayunar y se fue a buscar la honda.

«¿Y si no le agrada que cace? He decidido ya que no permitiré que nadie me detenga», recordó, pero no fue por la honda. Bajó a la playa, se quitó el manto y se dio un baño, nadando en el río. Lo encontró especialmente agradable y pareció que barría todo su torbellino interior. Su sitio de pesca predilecto había desaparecido después de las inundaciones primaverales, pero había encontrado otro río abajo, cerca, y tomó esa dirección.

Jondalar despertó al olor de alimentos que se guisaban, y así fue cómo se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Aprovechó la vejiga para desahogar su necesidad de orinar y consiguió recostar la espalda para echar una ojeada en torno. La mujer no estaba, como tampoco la yegua y su potro, pero el lugar que había ocupado era el único de la cueva que se parecía remotamente a un lugar para dormir, y sólo había un fuego. La mujer vivía allí sola, excepto los caballos, y éstos no podían considerarse como sus semejantes.

Pero, entonces, ¿dónde estaba su gente? ¿Habría otras cuevas en las inmediaciones? ¿Estaría haciendo un viaje prolongado para cazar? En la zona de almacenamiento había muebles de caverna, pieles de pelo largo y cueros, plantas colgadas de tendederos, carnes y alimentos conservados en cantidad suficiente para una Caverna numerosa. ¿Sería sólo para ella? Si vivía sola, ¿para qué necesitaba tanto? ¿Y quién le había llevado hasta allí? Tal vez su gente le dejó allí para que ella le guardara.

«¡Eso tuvo que ser! Es una Zelandoni, y me trajeron con ella para que me cuidara. Es joven para eso; al menos parece joven, pero competente, no cabe la menor duda. Probablemente haya venido aquí para ser puesta a prueba, para desarrollar alguna habilidad especial, tal vez con animales, y su gente me encontró, y no había nadie más, de manera que me dejaron con ella. Debe de ser una Zelandoni muy poderosa para ejercer semejante dominio sobre los animales.»

Ayla entró en la cueva; traía un plato de pelvis secada y blanqueada, que contenía una enorme trucha fresca recién asada. Le sonrió, sorprendida de encontrarle despierto. Depositó el pescado junto a él, arregló las pieles y los cojines de cuero rellenos de paja para que pudiera mantenerse sentado. Le dio una taza de infusión de sauce para empezar, de modo que siguiera bajando la fiebre y mitigara los dolores, le puso el plato sobre el regazo y salió para volver con un tazón de grano cocido, tallos recién pelados de cardo fresco y perejil, y las primeras fresas silvestres de la temporada.

Jondalar tenía hambre suficiente para comer cualquier cosa; no obstante, después de los primeros bocados, comenzó a masticar más despacio para saborear mejor. Ayla había aprendido las virtudes de las hierbas con Iza, no sólo como medicamentos, sino también como condimentos. Tanto la trucha como el grano estaban sazonados por su mano experta. Los tallos frescos estaban crujientes en el punto exacto de madurez, y aunque no había muchas fresas silvestres, su grado de dulzor no debía nada a nadie más que al sol. Jondalar quedó impresionado. Su madre era conocida como buena cocinera, y aunque los sabores eran distintos, comprendía las sutilezas de los alimentos bien preparados.

Ayla se sintió satisfecha al verle comer despacio para saborear la comida. Cuando hubo terminado, le llevó una taza de infusión de yerbabuena y se dispuso a cambiarle las curas. Le quitó la compresa de la cabeza; había bajado mucho la hinchazón y sólo quedaba un poco de sensibilidad. Los rasguños de brazos y pecho estaban sanando. Podría conservar algunas cicatrices, pero nada serio. Lo peor era la pierna. ¿Sanaría convenientemente? ¿Recuperaría el uso de la extremidad? ¿Podría caminar o quedaría tullido?

Retiró la cataplasma, tranquilizada al ver que las hojas de col silvestre habían reducido la supuración, como esperaba. Desde luego, había una mejora evidente, pero aún no se podía saber cómo le iría. Parecía que el haber atado los labios de la herida con hebras de tendón daba resultado. Considerando la extensión de los destrozos, la pierna se parecía a su forma original, aunque quedaría una gran cicatriz y tal vez alguna deformación. Ayla estaba satisfecha.

Era la primera vez que Jondalar podía ver claramente su pierna, y no quedó complacido. Parecía mucho más afectada de lo que él había creído. Palideció al verlo y tragó saliva varias veces seguidas. Podía ver el intento de la curandera con los nudos; tal vez ahí estuviera la diferencia, pero se preguntó si volvería a caminar.

Le habló, preguntándole dónde había aprendido a curar, sin esperar respuesta. Ella reconocía su nombre, pero nada más. Quería pedirle que le enseñara el significado de sus palabras, pero no sabía cómo. Salió a buscar leña para el fuego de la cueva, sintiéndose frustrada. Ansiaba aprender a hablar, pero ¿cómo empezar?

Jondalar pensaba en lo que acababa de comer. Quienquiera que fuese el proveedor, la mujer estaba bien abastecida; era evidente que sabía cómo cuidarse. Las bayas, los tallos y la trucha eran frescos. Pero los granos tuvieron que ser cosechados el otoño anterior, lo cual significaba excedentes de las provisiones invernales. Eso revelaba previsión; nada de hambre a fines del invierno ni principios de la primavera. También indicaba un buen conocimiento de la zona y, por tanto, que el asentamiento no era muy reciente. Había algunos indicios más de que la caverna llevaba habitada algún tiempo: el hollín alrededor de la chimenea y el piso bien apisonado, en particular.

A pesar de que Ayla estaba bien surtida de muebles y enseres de caverna, un examen más detenido revelaba que carecía por completo de tallas o decoración, y que todo era bastante primitivo. Miró la taza de madera en la que había bebido la infusión. Pero no era tosca; en realidad estaba muy bien hecha. La taza se había tallado en algún nudo, a juzgar por la textura de la madera. Mientras Jondalar la examinaba de cerca, le pareció que la taza había sido hecha aprovechando una forma sugerida por la textura. No sería difícil imaginar la cara de un animalito entre los nudos y curvas. ¿Lo habría hecho a propósito? Le gustaba más que muchos utensilios que había visto adornados con tallas más vistosas.

La taza misma era honda, y el borde sobresalía; era simétrica y su acabado tenía una suavidad muy delicada. Incluso en el interior no aparecían irregularidades. Un trozo de madera nudosa era difícil de trabajar; esa taza representaba sin duda numerosos días de trabajo. Cuanto más miraba, más se percataba de que la taza era, indiscutiblemente, una buena muestra de artesanía, engañosa en su sencillez. «A Marthona le agradaría», pensó, recordando la maña de su madre para ordenar los instrumentos más útiles y los recipientes de provisiones de la manera más agradable; tenía la capacidad de hallar belleza en los objetos simples.

Alzó la mirada al entrar Ayla con una carga de leña, y meneó la cabeza al ver su primitivo manto de cuero. Entonces vio también el cojín sobre el que se recostaba; como el manto de ella, era sólo de cuero, no estaba cortado, sino que envolvía un puñado de heno fresco y encajaba en una zanja de escasa profundidad. Tiró de un extremo y lo miró de cerca: la orilla exterior estaba algo tiesa y aún tenía unos pelos de reno, pero era muy flexible y de una suavidad aterciopelada. Tanto la textura interior como la exterior, más dura, habían sido raspadas y el pelo eliminado, lo cual contribuía a explicar la suavidad. Pero sus pieles le impresionaron más. Una cosa era estirar y tensar una piel sin pelo, para hacerla flexible. Mucho más difícil resultaba hacerlo con las pieles de pelo largo puesto que sólo el interior había sido retirado. Por lo general, las pieles tendían a estar más tiesas, pero las que había sobre la cama eran tan flexibles como gamuza.

Al tocarlas sintió algo familiar, pero no pudo explicar qué era.

Ni tallas ni adornos en los utensilios, pensaba, pero sí la más fina artesanía. Pieles y cueros curtidos con gran habilidad y esmero..., pero ninguna prenda estaba cortada ni conformada para ajustarse al cuerpo, tampoco cosida o unida, y ningún artículo tenía aplicaciones de abalorios ni plumas, ni estaba teñido ni adornado en forma alguna. Y, sin embargo, había unido y cosido su pierna. Existían incongruencias, y aquella mujer representaba un misterio.

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