El valle de los caballos (66 page)

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Authors: Jean M. Auel

Jondalar había estado mirando a Ayla, que se preparaba para encender un fuego, pero en realidad no se había fijado. Había visto encender un fuego muchas veces. Había pensado fugazmente que debería haberse llevado un carbón del fuego que utilizaba para hacer la comida, y supuso que estaría apagado. Vio sin prestar atención que la mujer reunía yesca, recogía un par de piedras, las golpeaba una contra otra, y soplaba para atizar una llama. Fue un proceso tan rápido que el fuego estaba ardiendo antes de que se diera cuenta de cómo había ocurrido.

–¡Madre Grande! ¿Cómo has podido encender ese fuego? –preguntó inclinándose hacia delante–. ¡Oh, Doni! No comprende una palabra de lo que digo –alzó las manos en señal de desesperación–. ¿Sabes lo que has hecho? Ven acá, Ayla –le dijo, haciéndole señas de que se acercara.

Fue hacia él inmediatamente; era la primera vez que le veía hacer con la mano una señal que tuviera sentido. Estaba preocupado por algo, y ella arrugó el ceño, concentrándose en sus palabras deseando poder entender.

–¿Cómo has encendido ese fuego? –volvió a preguntar él, pronunciando las palabras con lentitud y cuidado, como si en cierta forma eso la ayudara a comprender..., y señaló el fuego con el brazo.

–¿Fue...? –Ayla hizo el intento vacilante de repetir su última palabra. Pasaba algo importante. Temblaba de concentración, tratando de obligarse a entenderle.

–¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sí, fuego! –gritó Jondalar, gesticulando en dirección a las llamas–. ¿Tienes idea de lo que representa encender tan aprisa el fuego?

–Fueg...

–Sí, como ése de ahí –dijo, perforando el aire con el dedo índice y apuntando al fuego–. ¿Cómo lo hiciste?

Ayla se levantó, se dirigió al fuego y lo señaló:

–¿Fueg? –dijo.

Jondalar lanzó un profundo suspiro y volvió a recostarse sobre las pieles, comprendiendo de repente que había estado tratando de obligarla a comprender palabras que ignoraba.

–Lo siento, Ayla. Ha sido una estupidez por mi parte. ¿Cómo puedes decirme lo que has hecho cuando no sabes lo que te pregunto?

Se había apaciguado la tensión; Jondalar cerró los ojos, sintiéndose vacío y frustrado, pero Ayla estaba excitada. Tenía una palabra; solo una, pero era un comienzo. Ahora, ¿cómo podría seguir con eso? ¿Cómo podría pedirle que le enseñara más, decirle que tenía que aprender más?

–¿Don-da-lah...? –el hombre abrió los ojos. Ella volvió a señalar el hogar–. ¿Fueg?

–Fuego, sí eso es fuego –contestó, asintiendo con la cabeza. Entonces volvió a cerrar los ojos, sintiéndose cansado, un poco bobo por haberse excitado tanto y dolorido, física y emocionalmente.

No lograba despertar su interés. ¿Qué podría hacer ella para que la comprendiera? Se sentía tan contrariada, tan enojada que no se le ocurría ninguna forma de comunicarle sus deseos. Aun así lo intentó una vez más.

–Don-da-lah –esperó hasta que el hombre volvió a abrir los ojos–. ¿Fuego...? –pronunció con una mirada esperanzadora en sus ojos suplicantes.

«Y ahora, ¿qué quieres?», pensó Jondalar, sintiendo curiosidad.

–¿Qué pasa con ese fuego, Ayla?

Ella comprendió que le estaba haciendo una pregunta, lo comprendió por la postura de sus hombros y la expresión de su rostro. Le estaba prestando atención, miró a su alrededor, tratando de pensar en alguna forma de decírselo, y vio la leña junto al fuego. Cogió un palito, se lo mostró y le miró a los ojos con expresión esperanzada.

La frente de Jondalar se arrugó de perplejidad y se fue alisando a medida que empezaba a comprender.

–¿Quieres la palabra para eso? –preguntó, sorprendiéndose ante el repentino afán por aprender su lenguaje, cuando no había parecido tener el menor interés anteriormente. ¡Hablar! No estaba intercambiando palabras con él: ¡estaba tratando de hablar! ¿Por eso se mostraría tan silenciosa?, ¿porque no sabía hablar?

Tocó el palito que Ayla tenía en la mano:

–Madera –dijo.

La mujer soltó de golpe el aire que tenía retenido: no advirtió que se había quedado sin respirar tanto rato.

–Mad... –intentó repetir.

–Madera –dijo Jondalar muy despacio, exagerando el gesto de la boca para pronunciar con mayor claridad.

–Madé... –dijo ella, tratando de imitar los movimientos de la boca masculina.

–Ya está mejor –aprobó Jondalar.

El corazón de Ayla palpitaba alocado. ¿Habría comprendido? Volvió a buscar con desesperación algo para que la cosa continuara. Su mirada cayó sobre la taza; la cogió y la tendió.

–¿Estás tratando de que te enseñe a hablar?

Ella no comprendió, meneó la cabeza y volvió a tender la taza.

–¿Quién eres, Ayla? ¿De dónde vienes? ¿Cómo es posible que hagas... todo lo que haces, y que no sepas hablar? Eres un enigma; pero si quiero llegar a saber algo de ti, creo que no me quedará más remedio que enseñarte a hablar.

Ella estaba sentada en las pieles junto a él, esperando ansiosa, sin dejar de sostener la taza. Tenía miedo de que con todas las palabras que estaba pronunciando se olvidara de la que ella le pedía. Volvió a tender la taza.

–¿Qué quieres, «beber» o «taza»? Supongo que no importa –tocó el recipiente que la joven sostenía y dijo–: Taza.

–Taz –respondió ella, y sonrió, aliviada.

Jondolar prosiguió con la idea. Tendió la mano, tomó la vejiga de agua pura que ella le había dejado cerca, y vertió algo en la taza.

–Agua –dijo.

–Aua.

–Prueba otra vez: agua –repitió Jondolar, alentándola.

–Ahua.

Jondalar asintió, se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo.

–Beber –dijo–. Beber agua.

–Beberr –respondió con claridad, pero pronunciando exageradamente la r y tragándose un poco la palabra–. Beberr ahua.

Capítulo 21

–Ayla, no aguanto más esta caverna. Mira el sol que hace. Creo que ya estoy lo bastante repuesto para moverme un poco, al menos fuera de la caverna.

Ayla no entendía todo lo que decía Jondalar, pero sabía lo suficiente para comprender su lamento... y simpatizar con él.

–Nudos –dijo, tocando una de las puntadas–. Cortar nudos. Mañana ver pierna.

Jondalar sonrió como si hubiera logrado una victoria.

–Vas a quitarme los nudos y entonces, mañana por la mañana, podré salir de la caverna.

Con más o menos problemas para hablar, Ayla no iba a dejarse comprometer más de lo debido.

–Ver –dijo enfáticamente–. Ayla mira –se encogió de hombros para expresarse dentro de su capacidad limitada–. Pierna no... cura, Don-da-lah no fuera.

Jondalar sonrió de nuevo. Sabía que había exagerado el significado de lo que ella expresaba, con la esperanza de que le siguiera la corriente, pero se sintió algo complacido al ver que no se dejaría manejar por él y que insistía en hacerse entender claramente. Tal vez no saliera mañana de la caverna, pero eso significaba que por lo menos ella estaba aprendiendo más aprisa.

Enseñarle a hablar se había convertido en un reto, y sus progresos le alegraban aunque fueran desiguales. Estaba intrigado por su manera de aprender. La abundancia de su vocabulario resultaba ya pasmosa; parecía capaz de memorizar las palabras con la misma rapidez con que él se las enseñaba. Había pasado la mayor parte de una tarde diciéndole los nombres de todo lo que ella y él podían pensar, y una vez terminaron, Ayla le había repetido cada palabra con su asociación correcta. En cambio, tenía dificultades para pronunciar, había ciertos sonidos que no podía emitir correctamente por mucho que se esforzara, y se esforzaba mucho.

Pero a él le gustaba su manera de hablar. Su voz era algo grave y agradable, y su extraño acento le daba un matiz exótico. Decidió que no se preocuparía aún de corregir la manera en que unía las palabras. Ya aprendería más adelante a expresarse correctamente. La lucha real de Ayla se evidenció en cuanto progresaron más allá de las palabras que indicaban cosas y acciones específicas. Los conceptos abstractos más simples resultaban un problema: quería una palabra distinta para cada matiz de color, y le costaba entender que el verde intenso del pino y el verde pálido del sauce se describieran ambos con el término general de verde. Cuando captaba una abstracción, parecía ser para ella como una especie de revelación o un recuerdo olvidado desde hacía mucho tiempo.

En cierta ocasión Jondalar hizo un comentario favorable en relación a su memoria extraordinaria, pero ella no podía comprenderle o creerle.

–No, Don-da-lah, Ayla no recordar bien. Ayla trata, niña pequeña. Ayla quiere buena... memoria. No buena. Trata, siempre trata.

Jondalar movió la cabeza, deseando tener una memoria tan buena como la de ella o un deseo de aprender tan fuerte y perseverante. Veía cómo progresaba día a día; aunque Ayla nunca se mostraba satisfecha. Pero a medida que aumentaba su capacidad de comunicación, el misterio que la envolvía se hacía más profundo. Cuanto más sabía de ella, más preguntas surgían en espera de respuestas. Era increíblemente hábil y entendida en ciertos aspectos, y totalmente ingenua e ignorante en otros..., y él nunca estaba seguro de cuál ni cuándo. Algunas de sus habilidades –como encender fuego– estaban mucho más desarrolladas que las de otras personas, y otras, en cambio, eran increíblemente más primitivas.

De una cosa estaba bien seguro: hubiera o no gente de los suyos cerca, ella era perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Y de él, pensó, mientras Ayla apartaba las mantas para mirarle la pierna herida.

Ayla tenía preparada una solución antiséptica, pero estaba nerviosa mientras se disponía a quitar los nudos que mantenían junta la carne del hombre. No pensaba que la herida se abriría –parecía estar sanando–, pero nunca anteriormente había empleado esa técnica y no podía estar segura del resultado. Llevaba varios días considerando el momento de quitar los nudos, pero hizo falta que Jondalar se quejase para que tomara la decisión.

La joven se inclinó sobre la pierna para examinar los nudos de cerca. Cuidadosamente, tiró de uno de los tendones de ciervo anudados: la piel se le había pegado y salía adherida a él. Se preguntó si no habría tardado demasiado, pero ya era inútil lamentarse. Sostuvo el nudo entre los dedos y con su cuchillo más afilado, que no había usado aún, cortó un lado lo más cerca del nudo que pudo. Unos tironcitos demostraron que no saldría con facilidad. Finalmente, cogió el nudo entre los dientes y, de un fuerte tirón, lo sacó.

Jondalar dio un respingo. A Ayla le dio pena que le doliera, pero no se había abierto la herida; un hilillo de sangre corría desde donde se había rasgado la piel, pero los músculos y la carne se habían curado. Las molestias que ahora tuviera el hombre que padecer no suponían pagar un precio demasiado alto. Fue quitando los nudos lo más rápidamente que pudo para acabar pronto, mientras Jondalar apretaba los dientes y cerraba los puños para no gritar cada vez que sentía el tirón. Ambos se inclinaron para ver el resultado.

Ayla decidió que, de no haber deterioro, le dejaría apoyarse en la pierna y le permitiría salir de la cueva. Recogió el cuchillo y la taza con la solución y se disponía a ponerse de pie cuando Jondalar la detuvo.

–Déjame ver el cuchillo –le pidió, señalándolo. Ella se lo entregó y se quedó mirando mientras lo examinaba.

–¡Está hecho de una pieza! Ni siquiera es una hoja. Se ha trabajado con cierta habilidad, pero es una técnica muy primitiva. Ni siquiera tiene mango..., está retocado en uno de los bordes para no lastimar. ¿Dónde has conseguido esto, Ayla? ¿Quién lo hizo?

–Ayla hace.

Sabía que él estaba comentando la calidad y la artesanía, y le habría querido explicar que no era tan diestra como Droog, pues había aprendido que era el que mejor hacía los utensilios en el Clan. Jondalar estudió el cuchillo a fondo y, al parecer, algo sorprendido. Ella habría querido discutir los méritos de la herramienta, la calidad del pedernal, pero no podía. No disponía del vocabulario, de los términos exactos o de la manera en que podría expresar los conceptos. Se sentía frustrada.

Anhelaba hablarle de todo. Hacía largo tiempo que no había tenido con quien comunicarse, pero no supo cuánto lo había echado de menos hasta la llegada de Jondalar. Le parecía como si hubieran puesto ante sus ojos un banquete del que ella, muerta de hambre, sólo podía probar unos bocados.

Jondalar le devolvió el cuchillo, mientras movía la cabeza, intrigado. Era afilado, desde luego adecuado, pero hacía que su curiosidad aumentara. La mujer estaba tan bien adiestrada como cualquier Zelandonii y aplicaba técnicas avanzadas –como las puntadas– pero ¡un cuchillo tan primitivo! «Si pudiera preguntarle y hacerle comprender; si ella me pudiera decir. ¿Y por qué no podía hablar? Ahora ya está aprendiendo rápidamente. ¿Por qué no sabría antes?» Que Ayla aprendiera a hablar se había convertido en una ambición que les impulsaba a ambos.

Jondalar despertó temprano. La caverna estaba todavía sumida en sombras, pero la entrada y el orificio que había encima y servía de chimenea dejaba vislumbrar el profundo azul que antecede al alba. Fue aclarándose mientras miraba, destacando la forma de cada relieve y cada depresión de las paredes de piedra. Podía verlos igualmente con los ojos cerrados; los tenía grabados en su mente. Necesitaba salir y ver otra cosa. Sentía una excitación creciente, seguro de que aquél era el día. Apenas podía esperar y se disponía a sacudir a la mujer que yacía cerca de él para despertarla. Se detuvo antes de tocarla y de repente cambió de idea.

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