El viaje de Mina (18 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

—Tiene una hermana, ¿no es eso?

—Sí —dije—. Me casé con ella.

—¿Es ésa la razón de que haya venido a verme?

—No. He venido porque era mi amigo íntimo, mi
machang
. Uno de mis dos amigos fundamentales, en una determinada época.

—Entiendo. Lo siento mucho —luego añadió—: Recuerdo muy bien aquella sonrisa suya, siempre que se iba de nuestro apartamento, mientras yo cerraba la puerta. Es como cuando alguien dice adiós por teléfono y la voz se vuelve triste. ¿Ha notado ese cambio que se produce en una voz?

Cuando se levantó para marcharse, dio la vuelta alrededor de la mesa y me abrazó, como si supiera que todo aquello no era interés por Ramadhin sino por mí mismo.

22

Una noche de verano, en nuestro apartamento con jardín de Colliers Water Lane, cuando volvía a la sala de estar durante una fiesta, vi a Massi, al otro extremo de la habitación, separarse de la pared para bailar con alguien que los dos conocíamos bien. Bailaron manteniendo las distancias, de manera que se veían la cara, y la mano derecha de ella se alzó un tirante del vestido veraniego que llevaba y lo movió ligeramente; Massi se miraba el hombro, igual que él. Y ella sabía que él miraba.

Todos nuestros amigos estaban allí. Cantaba Ray Charles,
«But on the other hand, baby
». Yo estaba a mitad de camino, cruzando la sala. Y sin necesidad de ver nada más, ni oír una sola palabra de lo que se decía, supe que había entre ellos cierta comunión que ya no existía entre mi mujer y yo.

Un gesto tan insignificante, Massi. Pero cuando buscamos una confirmación de que hemos perdido algo, la encontramos por todas partes. Habían pasado unos cuantos años desde que huimos, cabalgando a pelo, de la muerte de tu hermano, una pérdida que ninguno de los dos éramos capaces de superar solos.

Cuando Massi y yo nos separamos, fue sobre todo, hay que reconocerlo, un golpe terrible para sus padres, mientras que nosotros dos esperábamos tener una relación más tranquila sin estar obligados a representar el papel de marido y mujer. Pero las cosas sucedieron de tal forma que nunca volveríamos a vernos.

¿Desaparecieron los años de nuestra relación cuando la vi mover aquel centímetro el tirante de un vestido de verano, de manera que lo interpreté como una invitación a nuestro común amigo? Como si de repente fuera esencial para él aquella pequeña porción de piel blanca en el hombro de Massi. Digo esto mucho después de la amargura y de los reproches y de los desmentidos y de las discusiones. ¿Qué fue lo que me hizo captar algo especial en aquel gesto? Volví a nuestro jardincito y me quedé allí escuchando el tráfico nocturno que se precipitaba por Colliers Water Lane y que me hizo pensar en el ruido constante del mar, y luego de inmediato en Emily en la oscuridad del
Oronsay
, inclinada sobre la barandilla con su galanteador al lado, aquella ocasión en que se miró por un momento el hombro desnudo y luego alzó la cabeza para ver las estrellas, y recordé el chispazo sexual que empezaba a arder igualmente en mí. A mis once años.

Les voy a contar la última vez que me acordé de Ramadhin. Estaba en Italia y visitaba un castillo; interesado por la heráldica, le pedí al experto de turno una explicación sobre las lunas en cuarto creciente, con los cuernos hacia arriba. Una serie de lunas en esa situación y una espada, se me dijo, significaban que los miembros de una familia habían participado en las Cruzadas. Si se trataba sólo de una generación, la divisa no tendría más que una luna. Y luego el guía añadió, sin que se lo preguntase, que un sol significaba un santo en la familia. Y en el acto pensé, «Ramadhin». Sí. Apareció, todo él, en mi cabeza, como una especie de santo. No un santo demasiado oficial pero sí muy humano. El santo de nuestra familia clandestina.

Port Said

El primero de septiembre de 1954 el
Oronsay
completó su viaje por el canal de Suez y vimos la ciudad de Port Said acercarse y deslizarse a nuestro lado con el cielo oscurecido por la arena. No nos acostamos en toda la noche y estuvimos escuchando el ruido del tráfico y el coro de bocinas y de radios en las calles.

Sólo al amanecer dejamos la cubierta y descendimos varios niveles hasta el calor y la luz como de cárcel de la sala de máquinas, algo que se había convertido para nosotros en una costumbre matinal. Allí los maquinistas sudaban tanto, mientras a su alrededor las turbinas giraban moviendo veloces sus pistones, que más de una vez les vimos beber el agua tibia de los cubos destinados a una emergencia en el caso de que estallara un fuego. Dieciséis maquinistas en el
Oronsay
. Ocho para el turno de noche, ocho durante el día, para cuidar de los motores a vapor de cuarenta mil caballos de potencia que hacían funcionar las dos hélices gemelas, de manera que pudiéramos navegar por mares en calma o agitados por tormentas. Si llegábamos allí lo bastante pronto, al concluir el turno de noche, seguíamos a los maquinistas hasta que salían a la luz del sol, antes de entrar uno tras otro en la ducha al aire libre para secarse luego con el viento del mar, sus voces resonantes en el nuevo silencio. Era el mismo sitio en el que nuestra patinadora australiana había terminado su carrera exactamente una hora antes.

Pero esta vez, al atracar en Port Said, todas las turbinas y motores se detuvieron y cambió el propósito y el comportamiento de la tripulación. Su trabajo anónimo se hizo público. La travesía por el Mar Rojo y el Canal había provocado que las arenas del desierto arrancaran millones de fragmentos de pintura de color amarillo canario de los costados del buque, de manera que nos quedamos durante un día en aquel puerto mediterráneo, mientras los marineros en andamios colgantes raspaban y repintaban el casco amarillo, y los maquinistas y electricistas trabajaban entre los pasajeros con una temperatura cercana a los cuarenta grados, garantizando la seguridad del buque para la etapa final del viaje. Los limpiadores de máquinas retiraron los sedimentos oleaginosos de las tuberías, y almacenaron en barriles la sustancia negra extraída, que tenía aspecto de flemas. Tan pronto como el buque se distanció del puerto, arrastraron aquellos barriles hasta el coronamiento de la popa y los arrojaron al mar.

Al mismo tiempo que se reparaba el buque se fueron vaciando secciones de la cala. Un breve chaparrón a primera hora de la tarde logró que el agua de lluvia descendiera tres niveles, hasta el lugar donde unos trabajadores, empapados hasta los huesos, hacían rodar bidones de más de trescientos kilos hacia la abertura donde esperaba una grúa. Allí colgaban la cadena y cada uno de los bidones de una viga en I. También se apoderaban de arcones de té y láminas de caucho sin tratar y los conducían hacia la abertura. Algunos sacos de amianto se rompieron en el aire. Era un trabajo difícil, con abundantes imprevistos. Si a una persona se le escapaba un contenedor, podía caer quince metros a oscuras. Si alguien resultaba muerto, el cuerpo se devolvía a remo hasta el puerto y allí desaparecía.

Dos Violet

Para entonces el prestigio de la señora Flavia Prins en el
Oronsay
era considerable. Se la había invitado a la mesa del capitán y también dos veces al puente para el té con la oficialidad. Pero era el equipo que formaba con sus dos amigas y su destreza en el bridge de competición lo que le daba poder en los salones de la cubierta A.

Violet Coomaraswamy y Violet Grenier, «las dos Violet», que era como todo el mundo las llamaba, habían representado a Ceilán en numerosos torneos de bridge en Asia, desde Singapur hasta Bangkok. En el
Oronsay
eran por tanto superiores a los otros jugadores, de ordinario sin demasiado interés por los naipes; de manera que aquellas mujeres, que no revelaban su condición de profesionales, y que causaban sensación con su juego, buscaban todas las tardes algún soltero todavía esbelto y conseguían que se uniera a ellas en un par de manos.

Las partidas eran en realidad un despacioso interrogatorio sobre la disponibilidad del candidato, y sobre la posibilidad de un noviazgo, dado que la señorita Coomaraswamy, la más joven de las dos Violet, estaba siempre echando sus redes para pescar marido. En consecuencia, aunque era la jugadora más maquiavélica de las tres, fingía una gran modestia en las mesas de juego del salón Delilah, quedándose corta en las apuestas y vacilando cuando hubiera podido saltar sobre su presa. Si una o dos veces jugaba un «tres sin triunfo» como una jugadora genial, se ruborizaba y reconocía su suerte con las cartas, pero no, con tristeza, en el amor.

Todavía me imagino a aquellas tres damas rodeando y engatusando a caballeros solitarios que no hacían pie y que ni siquiera eran conscientes de que transitaban por aguas donde los acechaban peligros mortales. Los brazaletes y los broches tintineaban mientras las dos Violet y Flavia extendían sus cartas sobre la mesa para asestar el golpe definitivo o, por el contrario, se las apretaban tímidamente contra el pecho. Durante toda la travesía del Mar Rojo se abrigó la esperanza de que un hacendado de mediana edad cultivador de té sucumbiera a los encantos de la más joven de las cazadoras. Pero resultó ser más asustadizo de lo que ellas habían pensado y, durante la escala en Port Said, Violet Coomaraswamy no salió de su camarote y se dedicó a llorar.

Lo que yo deseaba presenciar más que ninguna otra cosa era una partida entre mi tía Flavia y el señor Hastie. Mi compañero de camarote todavía estaba abatido a causa de su destitución. Echaba de menos a sus perros y el tiempo libre para leer. Yo anhelaba que fuese posible un torneo entre aquellos dos mundos tan distantes y me preguntaba si el señor Hastie podría destruir a las Violet en una partida imparcial en el salón Delilah, o en nuestro camarote a medianoche, o quizá, la mejor de las posibilidades, en terreno neutral, en las profundidades de la cala, sobre una mesa plegable, bajo una bombilla sin pantalla.

Dos corazones

Que el señor Hastie perdiera su puesto de jefe de las perreras tuvo como consecuencia que las partidas nocturnas no se celebraran con tanta frecuencia como antes. En primer lugar, la nueva autoridad del señor Invernio supuso que los dos amigos se pelearan más. Y el señor Hastie, a quien ahora le correspondía arrancar pintura bajo un sol de justicia, no tenía la misma energía que cuando se limitaba a supervisar a los perros y a leer obras sobre misticismo. En el pasado, los dos habían compartido desayuno en las perreras, de ordinario un whisky y luego alguna variante de gachas, que comían en un cuenco de perro previamente lavado. Ahora apenas se veían. Es verdad que a veces todavía jugaban alguna partida de bridge, y yo las presenciaba hasta que me dormía, aunque el señor Babstock, que era incapaz de no gritar cuando perdía una mano, acababa por despertarme antes o después. Tolroy y él, durante un descanso nocturno en su trabajo de telegrafistas, llegaban agotados a aquellas partidas. Sólo Invernio, que ahora tenía el trabajo más descansado, estaba lleno de animación y celebraba con aplausos cualquier victoria suya, por insignificante que fuera. Como no le abandonaba el olor a dálmatas y a terriers, seguía irritando al señor Hastie.

Junto al coronamiento de popa había una luz amarilla. Y durante las noches más cálidas, mi compañero de camarote arrastraba su litera hasta allí y la ataba a la barandilla a fin de dormir bajo las estrellas. Me di cuenta de que probablemente era eso lo que había hecho en las primeras noches de la travesía. Cassius, Ramadhin y yo nos tropezamos con él en una de nuestras expediciones nocturnas y nos explicó que venía haciendo aquello desde que una vez, de joven, cuando cruzaba el estrecho de Magallanes, numerosos icebergs de distintos colores habían rodeado al buque en el que viajaba. Hastie había pasado la vida en la marina mercante y había viajado por las Américas, las Filipinas, el Extremo Oriente, y le habían cambiado, aseguraba, los hombres y las mujeres que había conocido.

—Recuerdo las chicas, la seda… No me acuerdo en absoluto del trabajo. Escogí aventuras peligrosas. Por entonces los libros eran sólo palabras.

En el peculiar ambiente de las altas horas de la noche, Hastie hablaba sin parar. Y lo que nos contó, cuando lo visitábamos, junto a su luz amarilla, en algunas de aquellas noches, nos asustaba y emocionaba al mismo tiempo. Había trabajado para la Dollar Line, que recorría el canal de Panamá: las esclusas Pedro Miguel, las esclusas Miraflores, el Corte Culebra. Aquél, nos dijo, era de verdad el reino de lo romántico. Describió las excavaciones por mano humana, los puertos terminales en los extremos del canal, y luego Balboa, donde le sedujo una belleza local, se emborrachó, perdió el barco en el que trabajaba, se casó con aquella mujer y escapó cinco días después enrolándose en el siguiente buque italiano.

El señor Hastie hablaba despacio, con una voz sin inflexiones, el cigarrillo colgándole de los labios, las palabras susurradas modestamente a través del humo. Creíamos todo lo que nos contaba. Le pedimos que nos enseñara una fotografía de su «esposa», quien, dijo, continuó siguiéndolo de puerto en puerto, sin rendirse nunca, y prometió «revelarnos su imagen», pero nunca lo hizo. Nos imaginábamos una criatura de extraordinaria belleza, ojos ardientes, y a lomos de un caballo. Porque cuando el señor Hastie se alistó en el buque italiano para dejar Balboa, Anabella Figueroa había leído demasiado tarde para embarcarse en la misma nave la carta de Hastie, en la que se declaraba culpable pero en la que de todos modos la rechazaba. Consiguió sin embargo dos caballos y cabalgó sin descanso poseída por la furia hasta las esclusas Pedro Miguel y subió a bordo del transatlántico como pasajera de primera clase, de manera que cuando Hastie tuvo que servirle la comida con su uniforme de camarero, Anabella hizo caso omiso de su cara de sorpresa y no reconoció su presencia servil ni con una palabra ni con una mirada, hasta que, ya de noche, entró en el pequeño camarote que Hastie compartía con otros dos miembros de la tripulación y se arrojó en sus brazos. Aquella noche estuvimos muy ocupados soñando.

Siguieron nuevas historias junto a la luz amarilla de la popa. Porque pasado algún tiempo, en otro buque, después de que Hastie hubiera admitido de nuevo las dudas sobre su relación, estaba contemplando la luna nueva cuando Anabella se le acercó en silencio por la espalda y le clavó dos veces una navaja entre las costillas: sólo le faltó «el espesor de una oblea de las que se utilizan en la comunión» para alcanzarle el corazón. El aire frío de la noche hizo que no perdiera el conocimiento. Si Anabella hubiera sido una mujer de mayor tamaño y no una sudamericana menuda, Hastie estaba seguro, lo habría alzado sobre la barandilla para tirarlo por la borda. Se quedó allí tumbado pero gritó con fuerza: quizás sus alaridos fueron más audibles por la quietud de la noche. Afortunadamente le oyó un vigilante. Detuvieron a Anabella Figueroa, aunque sólo estuvo una semana en la cárcel.

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