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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (13 page)

14

El
Oronsay
había pasado toda la noche en aguas del Mar Rojo, más resguardadas. Al amanecer dejamos atrás las islitas cercanas a Jizán y pudimos divisar a lo lejos la presencia, entre brumas, de la ciudad de Abha, situada en un oasis, con el sol arrancando destellos de un cristal o de una pared blanca. Luego toda ella se disolvió bajo la luz y dejamos de verla.

A la hora del desayuno la noticia de la muerte de Sir Hector se había extendido por el barco como un reguero de pólvora, rápidamente seguida de susurros para explicar que se iba a proceder a enterrarlo en el mar. Al parecer, sin embargo, no está permitido celebrar un funeral demasiado cerca de una costa, de manera que la ceremonia tendría que esperar a los espacios abiertos del Mediterráneo. A continuación llegó la noticia todavía más sorprendente de cómo había muerto el millonario, seguida del relato que ya habíamos oído de labios del médico ayurveda sobre el maleficio obra del sacerdote budista. Ramadhin concluyó, en consecuencia, que era el destino quien había matado al millonario y no nosotros por haber embarcado al perro. Y como al animalito nunca se le volvió a ver, llegamos a creer que lo que habíamos introducido en el buque a escondidas no era más que un fantasma.

Durante el almuerzo la mayoría de las preguntas se centraron en averiguar cómo había subido un perro a bordo. Y ¿dónde había ido a parar? La señorita Lasqueti estaba segura de que el capitán iba a tener muchos problemas. Se le podía demandar por negligencia. Luego Emily se acercó a nuestra mesa y quiso saber si
nosotros
habíamos traído el perro al buque, y le respondimos con una mirada de fingido horror que la hizo echarse a reír. La única persona que no manifestó interés por las opiniones que se expresaban a su alrededor era el señor Mazappa, que parecía meditar en lugar de tomarse la sopa de rabo de buey. Por una vez sus dedos musicales permanecían inmóviles sobre el mantel. De repente parecía muy solo e incapaz de hablar, y se convirtió en motivo de preocupación para mí a lo largo de la comida, con toda aquella conversación y con todas aquellas conjeturas sobre Sir Hector. Noté que la señorita Lasqueti también lo miraba —la cabeza inclinada—, contemplándolo a través de la barrera de sus pestañas. En un determinado momento incluso puso su mano sobre aquellos dedos inmóviles, pero Mazappa los retiró. Hallarse dentro de los confines del Mar Rojo, más restringidos, no era una situación cómoda para algunas de las personas sentadas en nuestra mesa. Quizás, emocionalmente, nos sentíamos oprimidos después de la libertad proporcionada por la inmensidad de los océanos que habíamos atravesado. Y, después de todo, existía la Muerte, o una idea más complicada del Destino. Había puertas que se cerraban, al parecer, en nuestros arriesgados viajes.

15

A la mañana siguiente me desperté sin el deseo habitual de reunirme con mis amigos. Oí en la puerta de mi camarote los familiares golpes de Ramadhin, pero no contesté. Me vestí en cambio con mucha calma y salí a cubierta solo. La luz del desierto la había iluminado durante horas, y a eso de las ocho y media dejamos atrás Yeda. En el otro lado del buque, pasajeros con prismáticos trataban de vislumbrar el Nilo tierra adentro. No había más que personas adultas en cubierta, nadie que yo conociera, y me sentí completamente aislado. Me esforcé por recordar el número del camarote de Emily, que nunca se levantaba pronto, y me presenté allí.

Quería de manera especial a Emily cuando estábamos a solas. En momentos así siempre tenía la sensación de que aprendía de ella. Llamé un par de veces antes de que me abriera, envuelta en un salto de cama. Eran ya las nueve, más o menos, y yo llevaba horas despierto, pero ella aún seguía acostada.

—Ah, Michael.

—¿Puedo entrar?

—Sí.

Se apresuró a acostarse otra vez y para ello se deslizó bajo las sábanas al mismo tiempo que se quitaba el salto de cama; las dos cosas las hizo, me dio la sensación, con un único movimiento.

—Todavía estamos en el Mar Rojo.

—Sí, lo sé.

—Hemos pasado por Yeda. He visto la ciudad.

—Si te vas a quedar, hazme café, ¿quieres?

—¿Y un cigarrillo?

—No. De momento, no.

—Cuando te apetezca, ¿te lo puedo encender?

Me quedé con ella toda la mañana. No sé cuál era el motivo de que me sintiera tan confundido. Tenía once años. No se sabe mucho a esa edad. Le conté la historia del perro, de cómo lo habíamos subido a bordo. Me había tumbado en la cama a su lado, con uno de sus pitillos sin encender, fingiendo que fumaba, y ella extendió el brazo y me volvió la cabeza para mirarme a los ojos.


A nadie más
—dijo—. Quiero decir que no le cuentes
a nadie más
lo que me acabas de contar.

—Pensamos que podría ser un fantasma —repliqué—. El fantasma del maleficio.

—Me tiene sin cuidado. No debes volver a mencionarlo nunca. Prométemelo.

Se lo prometí.

Así comenzó una tradición entre nosotros. La de que en determinados momentos de mi vida le contaría cosas a Emily pero a nadie más. Más adelante, mucho después, mi prima me hablaría de lo mal que lo estaba pasando. Durante toda mi vida Emily sería diferente de las demás personas que he conocido.

Me tocó la cabeza en un gesto que básicamente consiguió decirme: «Vamos a olvidarnos de todo eso. No te preocupes».

Aun así, no dejé de mirarla.

—¿Qué sucede? —alzó una ceja.

—No lo sé, me siento extraño. El estar aquí. ¿Qué sucederá cuando llegue a Inglaterra? ¿Estarás conmigo?

—Sabes perfectamente que no.

—Pero no conozco a nadie allí.

—¿Tu madre?

—No la conozco como te conozco a ti.

Volví a recostar la cabeza sobre la almohada y miré al techo, sin mirarla a ella.

—El señor Mazappa dice que soy raro.

Se echó a reír.

—No eres raro, Michael. Además, ser raro no es tan malo —se inclinó hacia mí y me besó—. Anda, hazme café. Ahí tienes la taza. Puedes usar agua caliente del grifo.

Me levanté y miré alrededor.

—Aquí no hay café.

—Entonces llama para que lo traigan.

Apreté el botón del interfono y mientras esperaba estudié la fotografía de la reina de Inglaterra que nos miraba desde la pared.

—Sí —dije—. Café para el camarote tres sesenta. La señorita Emily de Saram.

Cuando llegó el camarero le abrí la puerta y llevé yo mismo la bandeja hasta la cama. Emily se sentó a medias, luego recordó el salto de cama y se lo puso. Pero lo que vi me golpeó de lleno en el corazón. Se produjo un temblor en mi interior, algo que, más adelante, sería natural para mí, pero que resultó ser, en aquel momento, una mezcla de emoción y vértigo. De repente descubrí que había un verdadero abismo entre la existencia de Emily y la mía y que nunca sería capaz de atravesarlo.

Si había algo así como deseo en mí, ¿de dónde procedía? ¿Pertenecía a otro? ¿O era parte de mí mismo? Fue como si, desde el desierto que nos rodeaba, una mano, extendiéndose, me hubiera tocado. Durante el resto de mi vida volvería a producirse aquella sensación, pero en el camarote de Emily tuve el primer roce con la amplia variedad de sus posibilidades. Sin embargo, ¿cuál era su origen? Y aquella vida en mi interior ¿generaba placer o tristeza? Era como si por el hecho de existir descubriera yo también que me faltase algo esencial, como por ejemplo el agua. Dejé la bandeja y subí de nuevo a la cama de Emily, que era muy alta. En aquel momento sentí que había estado solo durante años. Que había existido de manera demasiado cautelosa con mi familia, como si siempre hubiera habido trozos de cristales astillados a nuestro alrededor.

Y ahora iba a Inglaterra, donde mi madre llevaba viviendo tres o cuatro años. No recuerdo cuánto tiempo había estado allí. Incluso en el momento actual, después de todo este tiempo, sigo sin recordar aquel detalle tan significativo, cuánto había durado nuestra separación, como si, igual que en el caso de un animal, existiese un conocimiento limitado del lapso transcurrido. Para un perro, dicen, tres días son lo mismo que tres semanas. Aunque al regresar después de cualquier periodo de ausencia se da, por parte de mi perra, un cortés instante de reconocimiento mientras nos abrazamos y luchamos sobre el suelo enmoquetado del vestíbulo; y sin embargo, cuando a la larga me reuní con mi madre en los muelles de Tilbury, ya se había convertido en «otra», en una desconocida, en cuyo redil entraría con cautela. No hubo abrazo perruno ni pelea ni olores familiares. Y creo que las cosas pudieron suceder así por lo que había pasado con Emily —nuestros yos remotamente emparentados— aquella mañana en el camarote de color ocre, ajeno por completo al resplandor del Mar Rojo y al desierto que se extendía en todas direcciones por kilómetros y kilómetros.

Me arrodillé en aquella cama apoyando también las manos y me estremecí. Emily se alzó y me abrazó, y lo hizo con un gesto tan tierno que apenas me sentí tocado, algo así como si existiera un sutil envoltorio de aire entre nosotros. Las lágrimas ardientes que habían brotado de mi oscuridad interior se extendieron por su brazo todavía fresco.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé.

Los modestos apoyos —fueran cuales fuesen— de necesaria defensa de los que me había rodeado, que servían para albergarme, que me protegían y delimitaban mi perfil, habían desaparecido.

Quizás hablamos entonces. No lo recuerdo. Era consciente del cómodo silencio a mi alrededor, de mi respiración acompasada, a la larga, con el ritmo tranquilo de la suya.

Debí de quedarme dormido unos instantes, y me desperté cuando Emily, sin apartarse de mí, extendió la otra mano por encima de su hombro, como quien nada de espaldas, para alcanzar la taza de café. Y enseguida oí los rápidos sorbos, mi oído contra su cuello. Con la otra mano todavía apretaba la mía como nadie lo había hecho nunca, convenciéndome de una seguridad que probablemente no existía.

Los adultos están siempre preparados para un viraje gradual o repentino en el desarrollo de una historia. Al igual que el barón, el señor Mazappa abandonó el buque cuando atracamos en Port Said y desapareció de nuestras vidas: algo había empezado a abrumarle pocos días antes de que llegáramos a Adén. El señor Daniels, por su parte, se dio cuenta de que Emily no sentía el menor interés ni por él ni por sus plantas. Y la muerte del millonario a consecuencia del segundo mordisco canino resultó más trágica que emocionante. Incluso nuestro desafortunado capitán tuvo que enfrentarse a nuevas situaciones caóticas por culpa de su cargamento de seres humanos en la continuación del viaje. Todos, en cierto modo, debían de estar prisioneros o condenados a un destino adverso. En cuanto a mí, en aquel camarote de Emily, fue la primera vez que me vi desde lejos, de la misma manera que los ojos neutrales de la lejana reina de Inglaterra, recién coronada, me habían estado mirando toda la mañana.

Al abandonar el camarote de Emily (aquella intimidad nunca volvería a repetirse), supe que había quedado para siempre ligado a ella por algún río subterráneo o por una veta mineral de carbón o de plata; bueno, digamos plata, porque mi prima siempre ha sido importante para mí. Debí de enamorarme de ella en el Mar Rojo. Aunque cuando conseguí marcharme, el imán, fuera el que fuese, había desaparecido.

¿Cuánto tiempo estuve con Emily en aquella cama que parecía tener la altura del cielo? En nuestros posteriores encuentros jamás lo hemos mencionado. Es posible que mi prima ni siquiera recuerde cuánto sufrimiento me quitó de encima o se apropió, ni por cuánto tiempo. Yo no tenía experiencia alguna del contacto estrecho con otro ser humano ni del olor de un brazo cuando alguien acaba de despertarse. Nunca había llorado junto a alguien que además me excitaba de un modo que era incapaz de entender. Pero tuvo que darse en ella algún tipo de comprensión cuando me miraba desde su altura, y también en sus discretas manifestaciones de cortesía.

Mientras escribo, no quiero acabar esto hasta que lo entienda mejor y consiga que me calme incluso ahora, tantos años después. Por ejemplo, ¿hasta dónde llegó nuestra intimidad? No lo sé. Nada, creo yo, que tuviera mucha importancia para Emily. Fue probablemente un afecto sincero, aunque sin la menor trascendencia, el que me concedió, si bien decir eso no disminuye un ápice la importancia de su gesto.

—Debes irte ya —dijo antes de salir de la cama, dirigirse al baño y cerrar la puerta.

Broken heart, you

timeless wonder
.

What a small

place to be
.
[8]

16

—Mis sueños —dice Emily, inclinándose hacia delante sobre la mesa que nos separa—. No querrías conocerlos, son… Me rodea la oscuridad, un peligro que no cesa. Las nubes se estrellan unas contra otras, con gran estrépito. ¿También te pasa a ti?

Estábamos en Londres, algunos años después.

—No —digo—. Sueño muy pocas veces. Más bien se diría que no sueño. Quizá lo que haga sea soñar despierto.

—Todas las noches se repiten y me despierto asustada.

Lo extraño acerca de sus miedos, cercanos casi a un sentimiento de culpabilidad, era, durante las horas de vigilia, la naturalidad en su trato con los demás. Yo tenía la sensación de que nunca existía la menor oscuridad en ella y sí, en cambio, el deseo constante de consolar. ¿Quién o qué causaba aquella oscuridad? De vez en cuando surgía un distanciamiento, cuando parecía prescindir del mundo a su alrededor. Y en aquellos momentos su rostro era indescifrable. Así que durante algún tiempo sólo existía la «distancia». Pero cuando volvía contigo, recibías un don.

Previamente me había confesado el placer que sentía ante el peligro. Estaba en lo cierto. Era algo así como un comodín, algo que no encajaba del todo en su manera de ser. Siempre surgirían sorpresas relacionadas con ella, algunas tan mínimas como aquel guiño en el muelle de Adén cuando quiso que yo adivinara algo. Pero una buena parte de su mundo, como llegaría a saber más adelante, mucho después de nuestra travesía en el
Oronsay
, no se lo revelaba a nadie, y he llegado a darme cuenta de que la amabilidad de la que he hablado debía de nacer sin esfuerzo alguno de una vida con muchos disfraces.

Perreras

Al despertarme a la mañana siguiente me encontré al señor Hastie todavía en la cama, leyendo una novela.

—Buenos días, jovencito —dijo, al oírme saltar al suelo desde la litera de arriba—. ¿Vas a reunirte con tus amigos?

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