Algún tiempo después del episodio con el hombre santo, cuando Sir Hector descendía como todas las mañanas las escaleras de su mansión (el ayudante del sobrecargo utilizó una peculiar frase rimbombante para decirlo), el terrier que era su animal de compañía lo estaba esperando al pie de las escaleras para saludarlo, algo del todo normal. Se trataba de un animal querido por todos los miembros de la familia. Al inclinarse Sir Hector, el afectuoso animal le saltó al cuello. Sir Hector lo apartó, momento en el que el terrier le mordió la mano.
Dos criados lograron reducir al animal y llevarlo a una perrera. Mientras lo encerraban, un pariente del millonario le curó el mordisco. Al parecer el perro ya se había comportado de manera extraña aquella mañana, corriendo en círculos por la cocina entre los pies de los criados, y había sido expulsado de la casa con ayuda de una escoba, aunque reapareció más tarde, tranquilo y en silencio, en el último minuto, para esperar a su amo al pie de las escaleras. El perro no había mordido a nadie durante el alboroto anterior.
Más tarde aquel mismo día, Sir Hector pasó por delante de la perrera y agitó su dedo vendado en dirección al animal. Veinticuatro horas después, el perro murió, no sin antes haber dado síntomas de rabia. Pero para entonces el «perro que orinaba» había entregado ya su mensaje.
Uno tras otro fueron acudiendo. Se convocó a consulta para decidir el tratamiento a todos los médicos prestigiosos que atendían la zona residencial de Colombo donde vivía el millonario. Sir Hector (con la posible excepción de algunos traficantes de armas ilegales o comerciantes en piedras preciosas cuya fortuna siempre sería una incógnita) era el hombre más rico de la ciudad. Los médicos hablaron en susurros por los largos corredores de la casa del millonario, discutiendo sobre los métodos para defenderse contra la rabia y refinándolos para combatir la enfermedad que ya empezaba a afectar al acaudalado organismo recluido en el piso alto. El virus avanzaba de cinco a diez milímetros cada hora, extendiéndose por otras células, y ya existían síntomas como ardores, picores e insensibilidad en el lugar del mordisco, pero las terribles señales de la hidrofobia no eran aún visibles. Dado que al paciente se le administraban cuidados de apoyo, la enfermedad podía prolongarse hasta veinticinco días sin ser todavía mortal. Se exhumó al terrier y se comprobó una vez más que estaba enfermo de rabia. Se enviaron telegramas a Bruselas, París y Londres. Y, por si acaso, se reservaron tres camarotes de lujo en el
Oronsay
, que era el primer transatlántico que zarpaba camino de Europa. El buque haría escala en Adén, Port Said y Gibraltar y se confiaba en que un especialista pudiera subir a bordo para ocuparse del enfermo al menos en uno de aquellos puntos.
Aunque también había quien aseguraba que Sir Hector no debía salir de su casa, porque era probable que su estado empeorase durante un viaje tal vez accidentado durante el cual las disponibilidades médicas quizá fuesen mínimas; a lo que se añadía el hecho de que de ordinario quien estaba disponible a bordo en aquellos casos era un médico de segunda clase, un interno de no más de veintiocho años, cuyos padres tenían vara alta con la dirección de la Orient Line. Empezaban además a llegar a la casa distintos ayurvedas del distrito de Moratuwa —donde la familia De Silva tenía su
walauwa
, su casa solariega, desde hacía más de un siglo—, todos los cuales aseguraban haber tratado con éxito a víctimas de la rabia. Argumentaban que Sir Hector, quedándose en la isla, estaría más cerca de los remedios más eficaces del país, a base de hierbas. Hablaban a grandes voces en los antiguos dialectos que el potentado conocía desde su juventud, y decían que el viaje lo alejaría de aquellas fuentes poderosas de salud. Como la causa de la enfermedad era local, el antídoto siempre se encontraría en el mismo lugar.
Al final, Sir Hector decidió embarcarse camino de Inglaterra. Junto con la riqueza había adquirido una fe total en el progreso europeo. Quizá aquello resultó ser su equivocación más grave. La travesía duraba veintiún días. El potentado daba por hecho que se le llevaría al instante desde los muelles de Tilbury al mejor médico de Harley Street, donde, pensaba, quizá le esperase fuera una multitud respetuosa, así como unos cuantos compatriotas plenamente conscientes de su categoría financiera. Hector de Silva había leído una novela rusa y se lo imaginaba todo con pelos y señales, mientras que una cura en Colombo parecía apoyarse sobre todo en magia pueblerina, astrología y en tablas botánicas escritas con letra de trazos delgados e inseguros. Se había criado con conocimiento de algunas curas locales, como la de orinar enseguida sobre un pie para aliviar el dolor producido por las plumas de mar. Ahora le decían que para el mordisco de un perro rabioso las simientes del
ummattaka
negro, o estramonio, debían empaparse en orines de vaca, machacarlas hasta conseguir una pasta y luego tomársela. Veinticuatro horas después podía darse un baño frío y beber suero de leche. Las provincias estaban llenas de curas por el estilo. Cuatro de cada diez funcionaban. Pero eso no era suficiente.
De todos modos, Sir Hector de Silva coaccionó a uno de los ayurvedas de Moratuwa para que lo acompañara en su viaje por mar y lo hiciera con un saco lleno de hierbas recogidas en su tierra y de algunas simientes y raíces de
ummattaka
procedentes de Nepal. Así pues, el ayurveda se embarcó en el
Oronsay
junto con dos médicos de reconocido prestigio. Los dos profesionales de la medicina compartían una suite a un lado del dormitorio de Sir Hector, mientras que su mujer y su hija de veintitrés años compartían otra en el lado opuesto.
De manera que en mitad del océano el ayurveda de Moratuwa abrió el baúl con el que se había embarcado, que contenía ungüentos y fluidos, sacó las simientes de estramonio que había sumergido antes en orines de vaca, los mezcló con algo de azúcar de palmera para disimular el sabor y se apresuró a administrar al millonario una taza de aquel brebaje, seguido de un excelente brandy francés, ante la insistencia del filántropo. Sir Hector tomaba la pócima dos veces al día y administrársela era el único cometido del ayurveda. Así que mientras los dos médicos prestigiosos se ocupaban del paciente durante el resto del día, el hombre de Moratuwa podía recorrer el barco, aunque quedó claro que sus paseos tenían que limitarse a la clase turista. También él debió de errar por el barco, consciente de la ausencia de olores en un lugar que se limpiaba de forma tan obsesiva, hasta que un día advirtió el perfume familiar del cáñamo al arder y siguió su rastro hasta su origen en el nivel D, se detuvo ante la puerta metálica, llamó, oyó una respuesta y entró para recibir la bienvenida del señor Fonseka y de un jovencito.
Llevábamos varios días de travesía cuando se produjo aquella visita. Y sería el ayurveda quien revelaría los últimos pormenores de la historia de Hector de Silva, con vacilaciones en un primer momento, pero transmitiéndonos a la larga casi todos los detalles interesantes. Más adelante, por nuestra mediación, conoció al señor Daniels, que se hizo amigo suyo y lo invitó a descender a la cala para ver su jardín, donde a partir de entonces pasaban horas analizando y discutiendo la relación de las plantas con la medicina legal. Cassius también se hizo amigo suyo e inmediatamente le pidió unas cuantas hojas de betel, porque el ayurveda se había embarcado con una buena provisión.
Aquellas revelaciones surrealistas acerca del hombre sobre cuya cabeza pesaba una maldición nos emocionaron. Reunimos todos los fragmentos accesibles de la historia de Sir Hector sin llegar a satisfacer nuestra hambre de más. Nos esforzamos por reconstruir la noche del embarque en el puerto de Colombo y tratamos de recordar, o de imaginar al menos, una camilla y el cuerpo del millonario al que se trasladaba ligeramente inclinado, plancha adelante. Tanto si lo habíamos presenciado como si no, la escena se nos grabó para siempre en la cabeza. Por primera vez en nuestra vida nos interesábamos por el destino de las clases acomodadas; y poco a poco nos quedó claro que el señor Mazappa y sus leyendas musicales y el señor Fonseka con sus canciones de las Azores y el señor Daniels con sus plantas, que habían sido hasta entonces como dioses para nosotros, eran sólo personajes secundarios, que se encontraban allí para ver cómo otros, con verdadero poder, progresaban o fracasaban en el mundo.
Cuando el señor Daniels nos ofreció a los tres las hojas de betel, quedó claro que Cassius conocía su uso. Ya antes de que le dijeran que iría a estudiar a Inglaterra, mi amigo estaba capacitado para dirigir, sin separar los dientes, un chorro del fluido rojo y alcanzar cualquier cosa que se propusiera: un rostro en una valla publicitaria, los fondillos del pantalón de un profesor, la cabeza de un perro a través de la ventanilla abierta de un automóvil en movimiento. Al preparar su marcha, los padres, con la esperanza de curarlo de aquel hábito barriobajero, se negaron a dejarle llevar en el viaje hojas de betel, pero Cassius rellenó su funda de almohada preferida con un cargamento de hojas y nueces. Durante la emotiva despedida en el puerto de Colombo, mientras sus padres lo saludaban desde el malecón, Cassius sacó una de las hojas verdes y la agitó en respuesta a sus gestos. Nunca tuvo la seguridad de que lo hubieran visto, pero confiaba en que hubieran sido testigos de su ingenio.
Se nos prohibió el uso de la piscina Lido durante tres días. Nuestro asalto de aquella tarde, armados con hamacas, y bajo la influencia del
beedi
liado con papel de fumar blanco del señor Daniels, supuso que no pudiésemos hacer otra cosa que recorrer enfurruñados su perímetro, fingiendo que estábamos a punto de lanzarnos dentro. En nuestro cuartel general de la sala de turbinas decidimos descubrir todo lo que pudiéramos sobre los comensales de nuestra mesa, para compartir después cualquier información que consiguiéramos por separado. Cassius nos comunicó que la señorita Lasqueti, la mujer de tez pálida que se sentaba a su lado durante las comidas, le había «empujado el pene» con el codo de manera accidental o tal vez intencionada. Yo dije que el señor Mazappa, que cuando actuaba como Sunny Meadows se ponía gafas de montura negra, lo hacía con el fin de parecer más responsable y reflexivo. Se las había sacado del bolsillo y me las había dejado para que viera que eran simples cristales sin graduación. A todos nos pareció que el pasado del señor Mazappa tenía que haber sido bastante sigiloso. «Como dice la Sagrada Escritura, he salido a gatas de un buen número de cloacas en mi vida», era una de sus apostillas favoritas al final de una anécdota.
Durante una de nuestras constantes discusiones en la sala de turbinas, Cassius dijo:
—¿Te acuerdas de las letrinas en el St. Thomas College? —estaba recostado en un salvavidas y sorbía leche condensada de una lata—. ¿Sabes lo que voy a hacer antes de salir de este barco? Te prometo que voy a cagar en el reluciente retrete del capitán.
Busqué de nuevo la compañía del señor Nevil. Gracias a los planos del
Oronsay
que siempre llevaba consigo, me indicó dónde comían y dormían los maquinistas y dónde estaba el camarote del capitán. También me explicó cómo el sistema eléctrico del barco llegaba a todas las dependencias e incluso el modo en que máquinas invisibles se repartían por los niveles más bajos del buque. Yo ya me había dado cuenta. En mi camarote, un largo brazo del árbol de transmisión giraba sin cesar tras un tabique con revestimiento de paneles, y a menudo me gustaba poner la mano abierta sobre la madera permanentemente tibia.
Lo mejor de todo era lo que me contaba de su trabajo como desguazador de barcos y de cómo un transatlántico se podía dividir en miles de piezas irreconocibles en un «astillero de desguaces». Comprendí que aquello era lo que tenía que haber visto yo en un rincón remoto del puerto de Colombo cuando pensé que se quemaba un barco. En realidad, lo estaban reduciendo a metal útil, de forma que el casco se pudiera convertir en una gabarra para navegar por un canal o para que la chimenea, alisada a martillazos, se pudiera utilizar para impermeabilizar una cisterna. El rincón más remoto de todos los puertos, dijo el señor Nevil, era donde se llevaba a cabo aquel tipo de metamorfosis. Se separaban aleaciones, se quemaban maderas, el caucho y el plástico se derretían hasta convertirlos en bloques y se enterraban. Pero la porcelana, los grifos de metal y los cables se guardaban y se volvían a usar, de manera que me imaginé que entre quienes trabajaban con él tenía que haber hombres musculosos que deshicieran tabiques con pesados mazos de madera y también otros cuya tarea específica —como si fueran cuervos— consistiese en arrancar y acumular rollos de metal, distintas partes de instalaciones eléctricas y cerraduras de puertas. En un mes podían hacer desaparecer un buque, dejando sólo el esqueleto en los limos de un estuario, huesos para un perro. El señor Nevil había trabajado por todo el mundo desguazando barcos, desde Bangkok hasta Barking. Ahora se sentaba a mi lado recordando los puertos en los que había habitado en una época u otra, mientras daba vueltas entre los dedos a un trozo de tiza azul, repentinamente meditativo.
Se trataba, murmuró, de una profesión peligrosa, por supuesto. Y resultaba doloroso comprobar que nada era permanente, ni siquiera un transatlántico. «¡Ni siquiera el trirreme!», dijo, y me obsequió con un codazo. Había estado presente para ayudar a desguazar el
Normandie
—«el buque más hermoso jamás construido»— mientras yacía carbonizado y hundido a medias en el río Hudson en los Estados Unidos.
—Pero, de algún modo, incluso
aquello
era hermoso… porque en un astillero de desguaces se descubre que cualquier cosa puede tener una nueva vida, renacer como parte de un automóvil o de un vagón de tren, o como hoja de una pala. Recoges esa vida más antigua y la unes a algo desconocido.
La mayoría de los comensales de nuestra mesa veían con toda probabilidad en la señorita Lasqueti a una solterona pura y dura, aunque nosotros tres le atribuyéramos, como posibilidad, una libido muy desarrollada (el codo contra las partes pudendas de Cassius). Era ágil y tan blanca como una paloma. No le gustaba el sol. Siempre se la veía en una hamaca, con una novela policiaca, dentro de alguno de los rectángulos donde la sombra era más intensa, su luminoso pelo rubio un modesto destello en la penumbra que había escogido. Lasqueti era fumadora. El señor Mazappa y ella se levantaban juntos de la mesa al terminar el primer plato y, después de pedir disculpas, se dirigían hacia cubierta por la salida más próxima. De qué hablaban allí no teníamos ni la menor idea. Formaban una extraña pareja. Aunque la manera de reír de la señorita Lasqueti insinuaba la posibilidad de que se hubiera revolcado más de una vez en el fango. Resultaba sorprendente, porque brotaba de aquella modestia tan suya y de un cuerpo exiguo; de ordinario oíamos sus risas en respuesta a una de las historias procaces del señor Mazappa. También podía, por otra parte, mostrarse enigmática. «¿Por qué será que cuando oigo la expresión
trompe l’oeil
pienso en ostras?», le oí decir en una ocasión.