Cualquiera que hubiera podido ser el destino de nuestro buque, que viajaba ahora como un ataúd en un ciclón, Sir Hector disfrutó de unos pocos días de bonanza revelando la verdad sobre su fortuna, sobre sus placeres ocultos y el afecto sincero que sentía por su mujer, mientras el navío se hundía en las entrañas del abismo y luego reaparecía como un celacanto recubierto de adherencias, con el océano desmelenándose, de manera que los fogoneros, arrojados contra las calderas al rojo vivo, se quemaban los brazos, la supuesta flor y nata del Oriente tropezaba con los carteristas en los largos corredores del transatlántico y los músicos se caían del estrado en mitad de su interpretación de «Blame It on My Youth», al mismo tiempo que Cassius y yo permanecíamos tumbados bajo la lluvia en la cubierta de paseo, abiertos de brazos y piernas.
Poco a poco las cubiertas y los comedores volvieron a poblarse. La señorita Lasqueti se acercó a nosotros sonriente para decir que el jefe de camareros tenía que registrar en su diario de navegación «todos los acontecimientos inusuales», de manera que quizás apareciésemos en los documentos del buque. Se habían producido además una serie de «pérdidas». Faltaban equipos de cróquet, se señaló la sustracción de billeteros durante la tormenta. Nuestro capitán apareció para decir a todo el mundo que un gramófono propiedad de una tal señorita Quinn-Cardiff se había extraviado y no conseguían localizarlo, de manera que se agradecería cualquier información sobre su paradero. Cassius, que había estado hacía poco en la cala para ver cómo los ingenieros arreglaban una sección de las tuberías de sentina, aseguró que el gramófono se estaba utilizando allí, a todo volumen y todo el tiempo. El personal del buque contrarrestó aquella tendencia a las desapariciones con el anuncio de que en uno de los botes salvavidas se había encontrado un pendiente y que, por favor, la persona que lo hubiese perdido lo identificase y reclamara en el despacho del sobrecargo. No se hizo mención alguna del ojo de cristal del ayudante del sobrecargo, aunque el interfono siguió enumerando de manera obsesiva los escasos objetos recuperados. «Un broche. Un fieltro marrón de señora. Una revista propiedad del señor Berridge con fotografías poco corrientes».
La normalización del buque después de la tempestad y la mejora del tiempo tuvieron una consecuencia positiva. Al preso se le volvió a conceder su paseo nocturno. Esperamos para comprobarlo y a la larga lo vimos en cubierta, con los grilletes puestos. Aspiró al máximo —tomando toda la energía que estaba en el aire nocturno a su alrededor— y luego vació los pulmones, el rostro iluminado por una sonrisa sublime.
Nuestro buque avanzaba a toda máquina en dirección a Adén.
Adén iba a ser el puerto de nuestra primera escala y durante el día anterior todo el mundo se puso a escribir. Era una tradición franquear la correspondencia en Adén, desde donde se podía enviar de vuelta a Australia y a Ceilán o hacer que nos precediera camino de Inglaterra. Todos estábamos deseosos de ver tierra y al romper el día nos alineamos alrededor de la proa para ver acercarse la ciudad milenaria, semejante a un espejismo entre un arco de colinas polvorientas. Adén ha sido un gran puerto desde época tan remota como el siglo VII antes de Cristo, y se la menciona en el Antiguo Testamento. Allí estaban enterrados Caín y Abel, dijo el señor Fonseka, preparándonos para la ciudad que tampoco él había visto nunca. Tenía cisternas talladas en roca volcánica, un mercado de halcones, un barrio con un oasis, un acuario, un distrito que reunía a los fabricantes de velas y tiendas con mercancías procedentes de todos los rincones del globo. Sería nuestro último contacto con el Oriente. Después de Adén, sólo necesitaríamos medio día de navegación para entrar en el Mar Rojo.
El
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apagó las máquinas. No fondeamos en el muelle sino en el puerto exterior, Steamer Point. Los pasajeros que desearan ir a tierra disponían de lanchas para llevarlos que ya estaban esperando al costado del buque. Eran las nueve de la mañana, pero, sin las brisas marinas a las que estábamos acostumbrados, el aire resultaba espeso y cálido.
Aquella mañana misma, el capitán había anunciado las reglas sobre la visita a la ciudad. Los pasajeros no disponían más que de seis horas. Los niños sólo podían desembarcar si los acompañaba un «varón adulto y responsable». Las mujeres tenían que permanecer a bordo. Aquello provocó la comprensible indignación, sobre todo en el caso de Emily y de un grupo de sus amigas de la piscina que querían desembarcar y deslumbrar a los habitantes de Adén con su belleza. Se sintió molesta incluso la señorita Lasqueti, que quería estudiar los halcones locales. Tenía la esperanza de volver al buque con alguno una vez le hubiera vendado los ojos. A Cassius, a Ramadhin y a mí nos preocupaba sobre todo encontrar, para que nos acompañara, a alguien que no fuera un varón responsable, y al que se pudiera distraer fácilmente. El señor Fonseka, a pesar de su curiosidad, no tenía intención de salir del
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. Nos enteramos entonces de que, por su parte, Daniels, el botánico, estaba deseoso de visitar el oasis que había en la ciudad para estudiar su vegetación, porque allí, dijo, los tallos de hierba estaban repletos de agua y eran tan gruesos como dedos. También le interesaba algo llamado
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, tema de conversación con el médico ayurveda. Nos ofrecimos a ayudarle a transportar cualquier planta con la que quisiera regresar al buque, y aceptó, de manera que, lo más deprisa que nos fue posible, descendimos con él por las escalas de cuerda hasta una de las lanchas.
Nos vimos rodeados al instante por un nuevo idioma. El señor Daniels se puso a ajustar el precio con un nativo para que nos llevara hasta donde se alzaban las grandes palmeras. Su autoridad pareció quedar disminuida por la multitud, así que lo dejamos allí discutiendo y desaparecimos. Un vendedor de alfombras nos hizo gestos para que nos acercásemos y nos ofreció té, por lo que nos sentamos allí con él durante algún tiempo, riendo cuando él reía y asintiendo con la cabeza si era eso lo que hacía. Tenía un perrillo que, según nos indicó, estaba dispuesto a regalarnos, pero optamos por irnos.
Empezamos a discutir qué era lo que queríamos ver. Ramadhin se inclinaba por el acuario, construido algunos decenios antes. Sin duda le había hablado de él Fonseka. Le puso de mal humor tener que ir antes a ver los mercados. De todos modos entramos en las diminutas tiendas que vendían simientes y agujas, que fabricaban ataúdes e imprimían mapas y folletos. En la calle, al aire libre, podías conseguir que alguien interpretara la forma de tu cabeza y también que te extrajesen una muela. Un barbero le cortó el pelo a Cassius y le introdujo por la nariz unas atroces tijeras para cercenar cualquier futura posibilidad pilosa en las ventanillas de un chico de doce años.
Yo estaba acostumbrado al exuberante caos del mercado de Pettah en Colombo, al olor de la tela de sarong al ser extendida y cortada (un olor que se pegaba a la garganta), al fruto de los mangostanes, y a libros en rústica empapados por la lluvia en un puesto al aire libre. El de Adén era un mundo más adusto, con menos artículos de lujo. No había, por ejemplo, fruta demasiado madura en las alcantarillas. En realidad, no había alcantarillas. Era un paisaje polvoriento, como si el agua no se hubiera inventado. El único líquido que vimos fue la taza de té oscuro que nos ofreció el vendedor de alfombras, junto con un delicioso dulce de almendras, permanentemente recordado. Aunque se tratara de una ciudad portuaria, no flotaba en el aire ni una partícula de humedad. Se necesitaba mirar muy de cerca para descubrir lo que podía estar enterrado en el fondo de un bolsillo: un frasquito de aceite perfumado para los cabellos de una mujer, dentro de un papel varias veces doblado, o un cincel envuelto en hule para proteger la hoja del polvo atmosférico.
Cuando finalmente entramos en un edificio de hormigón a la orilla del mar, Ramadhin nos fue guiando entre un laberinto de peceras, en su mayor parte subterráneas. El acuario parecía estar vacío con la excepción de unas cuantas anguilas de jardín procedentes del Mar Rojo y algunos peces incoloros que nadaban en menos de medio metro de agua salada. Cassius y yo ascendimos a un nivel superior, donde había ejemplos disecados de vida marina, sobre superficies polvorientas, junto al equipo técnico allí almacenado: una manguera, un pequeño generador, una bomba de mano, un cogedor y un cepillo. Dedicamos cinco minutos a todo el acuario y volvimos a visitar las tiendas en las que ya habíamos entrado, esta vez para despedirnos. El barbero, que no había tenido más clientes después de Cassius, me dio un masaje en la cabeza, derramando en mi pelo aceites desconocidos.
Llegamos al embarcadero sobrados de tiempo. Movidos por una cortesía demasiado tardía, decidimos esperar al señor Daniels en el muelle, Ramadhin envuelto en una chilaba y Cassius y yo con los brazos cruzados sobre el pecho para protegernos del aire fresco procedente del océano. Las lanchas se mecían en el agua, y tratamos de adivinar qué embarcaciones pertenecían a piratas, porque un camarero nos había dicho que la piratería era habitual en aquellas latitudes. Una mano ahuecada sostenía un puñado de perlas. Los peces capturados aquella tarde, extendidos a nuestros pies, con más color que sus antepasados bajo techo, resplandecían cada vez que un cubo de agua se derramaba sobre ellos. Las profesiones a lo largo de aquel promontorio pertenecían todas al mar, y los comerciantes cuyas risas y regateos nos rodeaban eran los dueños del mundo. Nos dimos cuenta de que no habíamos visto más que una mínima parte de la ciudad; que sólo habíamos contemplado Arabia a través del ojo de la cerradura. No habíamos visitado las cisternas ni dondequiera que Caín y Abel estuviesen enterrados, pero había sido un día de gran esfuerzo y complejidad a la hora de escuchar, de estar muy atentos a lo que veíamos, siempre conversando a base de gestos. El cielo empezaba a oscurecerse en Steamer Point, o Tawahi, que era como lo llamaban los barqueros.
Finalmente vimos al señor Daniels, que se acercaba a buen paso por el muelle. Llevaba en brazos una planta muy voluminosa y lo acompañaban dos individuos nada fornidos vestidos de blanco, que transportaban sendas palmeras miniatura. Nos saludó con alegría: era evidente que no le había preocupado demasiado, o nada, nuestra desaparición. Sus esbeltos acompañantes guardaban silencio y, mientras uno de ellos me hacía entrega de su pequeña palmera, se secó el sudor del rostro, me guiñó un ojo y sonrió y entonces me di cuenta de que era Emily vestida de hombre. A su lado estaba la señorita Lasqueti, disfrazada de la misma manera. Cassius se hizo cargo de su palmera y las llevamos a la lancha. Ramadhin se embarcó con nosotros y se sentó muy encogido, envuelto en su chilaba, durante la travesía de diez minutos hasta el barco.
Una vez a bordo, los tres descendimos al camarote de Ramadhin, donde al abrir la chilaba comprobamos que se había traído al buque el perrillo del vendedor de alfombras.
Subimos a cubierta una hora después. Ya había anochecido y las luces del
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eran más brillantes que las de la tierra. El buque no se había movido aún. En el comedor todo el mundo hablaba entusiasmado de las aventuras del día. Sólo Ramadhin, Cassius y yo guardábamos silencio. Estábamos tan emocionados por haber pasado el perro de contrabando que no queríamos pronunciar ni una sola sílaba, temerosos de lanzarnos de manera incontrolable a contar la historia completa. Habíamos empleado la última hora —del todo caótica— esforzándonos por bañar al animal en la estrecha ducha de Ramadhin, evitando que nos clavara las uñas. Era evidente que aquel bicho no había tenido el menor contacto con un jabón desinfectante. Lo secamos con las sábanas de la cama de Ramadhin y lo dejamos en el camarote mientras nos íbamos a cenar.
Escuchamos los relatos de los demás comensales, que se quitaban la palabra de la boca. Las mujeres guardaban silencio, y lo mismo sucedía con nosotros tres. Emily pasó junto a nuestra mesa y se inclinó para preguntarme si había tenido un día agradable. Le pregunté cortésmente qué había hecho mientras estábamos en tierra, y dijo que había empleado el día «llevando cosas»; a continuación me hizo un guiño y se alejó riendo. Uno de los espectáculos que nos habíamos perdido mientras paseábamos por Adén fue el del mago local que se acercó remando hasta el
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e hizo juegos de manos y otros trucos. Al parecer, su canoa estaba cerrada en parte con tablas, de manera que el prestidigitador podía desenvolverse en una especie de escenario mientras se iba sacando pollos de la ropa. Al final de su espectáculo había más de veinte aleteando a su alrededor. Nos contaron que había muchos magos parecidos y que, con un poco de suerte, encontraríamos otro en Port Said.
Sentimos una sacudida mientras tomábamos el postre y las máquinas del buque se pusieron en marcha. Todos nos levantamos y salimos a cubierta para ver cómo zarpábamos, con nuestro castillo de proa alejándose despacio del escaso horizonte de luces, para volver a la gran oscuridad del mar.
Retuvimos al perro aquella noche. Le daban miedo nuestros movimientos bruscos, hasta que Ramadhin consiguió llevarlo a su litera y dormirse con él en brazos. Cuando los tres despertamos a la mañana siguiente, ya navegábamos por el Mar Rojo, y fue durante aquella etapa de la travesía, en el primer día de viaje hacia el norte, cuando sucedió algo asombroso.
Siempre nos resultaba difícil traspasar la barrera que nos separaba de la primera clase. Dos camareros, corteses pero firmes, o bien te dejaban pasar o bien te obligaban a volver por donde habías venido. Pero ni siquiera ellos consiguieron detener al perrillo de Ramadhin. Saltó al suelo cuando Cassius lo tenía en brazos y escapó acto seguido del camarote. Recorrimos de un extremo a otro los corredores vacíos en su busca. En muy poco tiempo, el animalito debió de llegar a la luz del sol de la cubierta B para correr después a lo largo de las barandillas, quizá atravesó disparado la sala inferior de baile, trepó por su escalera dorada y se presentó ante los dos camareros a la entrada de primera clase. Consiguieron sujetarlo unos momentos, pero pronto volvió a liberarse. No había tocado los alimentos que le ofrecimos, sacados clandestinamente del comedor en los bolsillos del pantalón, así que tal vez estuviera buscando algo de comer.
Nadie consiguió acorralarlo. Los pasajeros lo vieron un instante como una masa borrosa. No parecía que le interesaran en absoluto los seres humanos. Mujeres bien vestidas se agacharon, saludándolo con voces agudas que sonaban artificiales, pero las desbordó sin hacer la menor pausa hasta introducirse en la cueva de madera de cerezo de la biblioteca y desaparecer en algún sitio más allá. ¿Quién podría saber qué era lo que buscaba? O ¿qué era lo que sentía aquel corazón que latía sin duda con mucha fuerza? No era más que un perrillo hambriento o asustado en aquel buque claustrofóbico cuyos pasillos se transformaban de repente en callejones sin salida, mientras el animalito se alejaba cada vez más de cualquier barrunto de la luz del sol. A la larga llegó a un corredor alfombrado, con paredes revestidas de madera de caoba, y se deslizó por una puerta entreabierta en una lujosa suite, en el momento en que alguien salía llevando una bandeja bien llena. El perro se subió de un salto a la enorme cama donde yacía Sir Hector de Silva y le mordió en la garganta.