Dejé a mi interlocutor a mitad de una frase, salí al jardín, me senté junto a ella y rodeé con el brazo su cuerpo estremecido que no cesaba de temblar, y a ninguno de los tres se nos ocurrió hablar. Y cuando más adelante miré dentro de la casa a través de las puertas de cristal, me di cuenta de que todos los adultos estaban dentro y que nosotros éramos los niños del jardín.
Con la llegada del crepúsculo, el modesto hogar de los Ramadhin, que había sido en otro tiempo un santuario para mí, me pareció un arca muy frágil. Los últimos visitantes se dirigían despacio a la calle mal iluminada de aquel barrio residencial. Yo hablaba con la familia en el vestíbulo, disponiéndome también a marcharme, ya que estaba obligado a no perder el tren que me devolvería al centro de Londres.
—Tengo que tomar un avión mañana a primera hora de la tarde —dije—, pero con un poco de suerte estaré de vuelta dentro de un mes.
Massi me miraba con mucha atención. Era lo que ambos habíamos estado haciendo durante toda la tarde, como para evaluar de nuevo a una persona a la que habíamos conocido bien en otro tiempo. A ella se le había ensanchado la cara y sus modales eran diferentes de cuando éramos más jóvenes. Ahora presenciaba yo la nueva y cuidadosa cortesía con que trataba a sus padres, ella que había mantenido una ruidosa batalla con ellos durante toda su adolescencia. Me daba cuenta de las diferencias, como también sabía que Massi podría haberme analizado con mayor precisión que nadie entre mis amigos más recientes. Podría haber retomado alguna imagen mía de nuestro pasado para colocarla junto a lo que estaba viendo en aquel momento. Había sido adlátere de su hermano y mía durante las vacaciones escolares, cuando los tres holgazaneábamos en una ciudad que no era del todo nuestra y donde se nos hacía sentir esa realidad: un extraño universo lleno de limitaciones por el que nos movíamos cuando tomábamos el autobús para ir a una piscina en Bromley o a la biblioteca pública de Croydon, o a Earls Court para ver el salón náutico o la exposición canina o el salón del automóvil. Sin duda aún conservábamos en la cabeza el mismo conocimiento de aquellos trayectos de autobús. Massi había sido testigo de todos mis cambios durante nuestra adolescencia y todo aquello lo llevaba dentro.
Luego el intervalo de ocho años.
«Tengo que tomar un avión mañana a primera hora de la tarde, pero con un poco de suerte estaré de vuelta dentro de un mes».
Me miraba, en el vestíbulo, y su rostro denunciaba con dolorida claridad la pérdida de su hermano. Tenía al lado a su novio, que la sostenía por el codo. Habíamos hablado ya durante la tarde. Si no era aún su novio, sin duda esperaba serlo.
—Bueno, hazme saber cuándo vuelves —dijo Massi.
—Lo haré.
—Massi, ¿por qué no acompañas a Michael a la estación? Deberíais hablar —dijo la señora R.
—Sí, ven conmigo —dije—. Así pasaremos una hora juntos.
—Toda una vida —dijo ella.
Massi vivía en la mitad pública del mundo donde Ramadhin entraba pocas veces. Massi no vacilaba nunca. Con el tiempo llegaríamos a compartir una parte decisiva de la vida del otro. Y sucediera lo que sucediese con nuestra relación, las vicisitudes a lo largo del tiempo, los dos mejoramos y nos hicimos daño con la rapidez que, en parte, aprendí de ella. Massi se lanzaba a tomar decisiones. Se parecía más a Cassius que a su hermano. Aunque ahora sé que el mundo no está dividido con tanta claridad en dos maneras de ser. Pero cuando éramos jóvenes lo pensábamos así.
«Toda una vida», había dicho ella. Y durante aquella hora di los primeros pasos para regresar a la existencia de Massi. Caminamos juntos hasta la estación y fuimos andando cada vez más despacio a medida que avanzábamos. Entramos en una oscuridad total en la zona donde la calle bordeaba un campo de fútbol, y teníamos la sensación de estar susurrando en el rincón sin iluminar de un escenario. Hablamos sobre todo de ella. Massi sabía ya bastante acerca de mí, de mi breve, sorprendente carrera que me había llevado a América del Norte, con el resultado de abandonar su mundo. («Pensaba que no ibas a venir.» «Estás lejos todo el tiempo»). Desenterramos los años ausentes. Por mi parte apenas había mantenido el contacto, ni siquiera con Ramadhin. Enviaba de cuando en cuando una postal que permitía saber dónde me encontraba, pero poco más. Era mucho lo que me quedaba por descubrir acerca de lo que su hermano y ella habían estado haciendo.
—¿Conoces a una mujer llamada Heather Cave? —me preguntó.
—No. ¿Debería? ¿Quién es? —pensé que se trataba de alguien con quien podía haberme tropezado en los Estados Unidos o en Canadá.
—Al parecer, Ramadhin la conocía.
Pasó a explicarme que su familia y ella carecían de una explicación convincente sobre las circunstancias de la muerte de Ramadhin. Lo habían encontrado, cadáver ya, víctima de un paro cardiaco, con una navaja a su lado. Eso era todo. Se había refugiado a oscuras en uno de los parques públicos de la ciudad, cerca del apartamento de la joven. Massi me dijo que, por lo visto, estaba obsesionado con ella y que se trataba de alguien a quien daba clases particulares. Pero cuando Massi se ocupó de lo sucedido, descubrió que Heather Cave sólo era una chica de catorce años alumna de Ramadhin. Si era de ella de quien estaba enamorado, lo más probable era que mi amigo se hubiera sentido tan horriblemente culpable como para verlo todo negro.
Massi movió la cabeza y abandonó aquel tema.
Dijo que no creía que la vida de su hermano en Inglaterra hubiese sido feliz; estaba convencida de que le hubieran gustado más una carrera y un hogar en Colombo.
En todas las familias de emigrantes hay, al parecer, alguien que no se integra nunca en el nuevo país. El hermano, o la mujer, que no resisten un destino de incomunicación en Boston o en Londres o en Melbourne y ven su situación como un exilio permanente. He conocido a muchos emigrantes que siguen obsesionados por la persistente presencia fantasmal del lugar en el que vivieron antes. Y es verdad que la vida de Ramadhin habría sido más feliz en el mundo de Colombo, más despreocupado y menos público. Ramadhin no tenía ambiciones profesionales, como en el caso de Massi o, como ella sospechaba, en el mío. Era él quien hacía las cosas paso a paso, el que más se preocupaba, quien aprendía lo que era importante a su ritmo. Le conté a Massi que todavía me preguntaba cómo había conseguido soportarnos a Cassius y a mí durante nuestro viaje a Inglaterra. Respondió asintiendo con la cabeza, sonriendo después, y luego preguntó:
—¿Has visto a Cassius? Leo cosas sobre él de cuando en cuando.
—¿Recuerdas que una vez te dijimos que deberías conocerlo?
Nos echamos a reír. Durante una temporada, Ramadhin y yo habíamos intentado convencer a Massi de que Cassius sería para ella el marido perfecto.
—Quizá debería… Quizás aún sea posible.
Había empezado a dar patadas a las hojas húmedas que tenía delante, y me había cogido del brazo. Pensé en mi otro amigo, del que también me había distanciado. La última vez que supe de él fue cuando me presentaron a una actriz de Sri Lanka que lo conocía de la época en que los dos eran adolescentes en Inglaterra. Se había citado con ella, me explicó, a primera hora de la mañana, para llevarla a jugar al golf. Pero se presentó con un par de palos muy viejos y unas pocas pelotas, y luego habían tenido que saltar la valla y deambular por el campo, mientras Cassius se fumaba un porro y disertaba sobre la grandeza de Nietzsche antes de intentar seducirla en uno de los
greens
.
En la estación confirmamos la hora del tren y fuimos a sentarnos en una cafetería bajo el puente del ferrocarril; apenas hablamos y nos limitamos a mirarnos desde los dos lados de la mesa de formica.
Nunca había pensado en Massi como hermana de Ramadhin. Parecían demasiado distintos. Massi tenía un espíritu entusiasta. Si se mencionaba una posibilidad, se lanzaba sobre ella como si se tratara del estribillo de una canción. Era lo que algunas personas de otra época hubieran llamado «una luchadora nata». Así es como el señor Mazappa o la señorita Lasqueti la hubieran descrito. Sin embargo, se mostraba reservada y dubitativa aquella noche en la cafetería casi desierta junto a la estación de ferrocarril. Coincidimos con una pareja de más edad que había asistido al funeral y a la recepción, pero se mantuvieron a distancia. Yo necesitaba a Ramadhin, lo necesitaba con nosotros dos. Era a lo que estaba acostumbrado. Quizá fue el silencio de Massi lo que provocó la añoranza de su hermano, y quizá fue aquel nuevo afecto entre nosotros lo que borró tan deprisa los años de distancia, pero el caso es que Ramadhin apareció en mi corazón y me eché a llorar. De pronto, todo él estuvo presente dentro de mí: su lenta manera de andar, su incomodidad ante un chiste de dudoso buen gusto, su cariño y necesidad de aquel perrillo en Adén, lo cuidadoso que era con su corazón («el corazón de Ramadhin»), los nudos que había hecho en el buque, de los que estaba tan orgulloso y que nos habían salvado la vida, el aspecto de su cuerpo cuando se alejaba de ti. Y la inteligencia llena de bondad que el señor Fonseka vio, y que Cassius y yo nunca vimos ni reconocimos pero que estaba siempre allí. ¿Cuánto más me apropié de él, sólo con la memoria, después de que dejáramos de vernos?
Soy una persona de corazón frío. Si me encuentro con un gran sufrimiento, levanto barreras de manera que la pérdida no llegue demasiado dentro ni demasiado lejos. Hay un muro que se alza de inmediato y que nada derriba. Proust ha escrito: «Creemos que ya no queremos a nuestros muertos, pero… de repente vemos otra vez un viejo guante y rompemos a llorar». No sé lo que fue. No hubo ningún guante. Para ser sinceros, tenía que reconocer que no había pensado de verdad en Ramadhin como alguien cercano a mí desde hacía algún tiempo. Entre los veinte y los treinta estamos muy ocupados convirtiéndonos en otras personas.
¿Me sentía culpable por no haberle querido lo suficiente? Era eso en parte. Pero no fue ninguna idea lo que derribó la barrera, permitiéndole venir a mí. Tuvo que ser que empecé a recordar, que repasé todos los fragmentos de su ser que revelaban la preocupación que había sentido por mí. Un gesto para señalar que estaba derramándome algo sobre la camisa, algo que de hecho había sucedido la última vez que estuve con él. La manera en que trataba de incorporarme a lo que estuviera aprendiendo, lleno de entusiasmo. Los esfuerzos que hizo para recuperarme y luego seguir siendo mi amigo en Inglaterra, cuando yo había ido a un instituto y él a otro. No era difícil encontrarme en la red de expatriados, pero, en cualquier caso, fue él quien me buscó.
No tengo ni idea del tiempo que estuve así, junto a la ventana de cristal esmerilado que me separaba de la calle, con Massi frente a mí sin decir una palabra, sólo su mano buscando la mía, la palma vuelta hacia arriba, mano que yo no vi y que por tanto no llegué a estrechar. Según nos cuentan, las lágrimas nos amplían, no nos reducen. Me había llevado mucho tiempo. No me era posible mirar a Massi. Busqué la oscuridad más allá del sitio donde acababa la luz del restaurante.
—Ven. Ven conmigo —dijo, y subimos los escalones de piedra de la estación para esperar el tren. Faltaban todavía unos minutos y caminamos arriba y abajo por el largo andén hasta los extremos en sombra, sin pronunciar una palabra. Cuando el tren se acercaba nos abrazamos, nos dimos un beso de reconocimiento y de tristeza que derribó la puerta entre nosotros para los próximos años. Oímos el crujido de los altavoces que se disponían a anunciar la llegada del tren y luego vimos una luz que se derramaba sobre nosotros.
Algunos acontecimientos requieren toda una vida para revelar su influencia y el daño que han causado. Ahora entiendo que me casé con Massi para estar cerca de una comunidad de mi infancia en la que me sentía seguro y a la que, me di cuenta entonces, aún echaba de menos.
Massi y yo seguimos viéndonos, al principio con timidez y luego en parte para recuperar la condición de casi amantes de nuestra adolescencia. Compartíamos además el dolor por la muerte de Ramadhin. Y después estaba el consuelo de la familia. Sus padres me recibieron con los brazos abiertos: era el muchacho, todavía un jovencito para ellos, que había sido durante años el mejor amigo de su hijo. De manera que iba con frecuencia a Mill Hill y a la casa en la que me refugiaba de adolescente y donde, mientras sus padres trabajaban, haraganeaba con Ramadhin y su hermana ya fuera en la sala de estar con el televisor, o en el dormitorio del piso de arriba con su abundante follaje verde al otro lado de la ventana. Un sitio por el que podría andar con los ojos vendados, incluso ahora: los brazos extendidos para calcular la anchura del vestíbulo, y donde se necesitaba un determinado número de pasos para entrar en aquella habitación por el jardín, luego tres pasos más a la derecha, para evitar la mesa de café, de forma que sabría, cuando me quitara la venda, que estaba delante de la fotografía de graduación de Ramadhin.
No había nadie más ni ningún otro lugar al que pudiera acudir con mi vacío interior.
Un mes después de la muerte de Ramadhin, su familia recibió una carta de pésame del señor Fonseka y me la pasaron para que la leyera, porque aquel antiguo compañero de viaje describía nuestros días en el
Oronsay
. La misiva incluía algunas frases corteses acerca de mí (aunque nada sobre Cassius), y hablaba de «una luminosa curiosidad académica» en Ramadhin. Contaba cómo los dos habían analizado la historia de los diferentes países por los que pasábamos, y todos los puertos naturales en oposición a los artificiales; cómo Adén había sido una de las trece grandes ciudades preislámicas; cómo había existido una famosa escuela de geógrafos islámicos que habían vivido allí antes de la época de los tres —así llamados— imperios islámicos de la pólvora
[11]
. La carta de Fonseka seguía y seguía, en un estilo que todavía me resultaba familiar casi veinte años después.
A la pasión de Fonseka por el saber se añadía siempre el placer que le producía compartirlo. Supongo que era la misma relación que la de Ramadhin con su sobrino de diez años al que daba clases y a quien yo había conocido en el funeral. El señor Fonseka no podía saber que yo estaba aún en contacto con la familia de Ramadhin, e imagino que podría haberle dado una sorpresa yendo a visitarlo a Sheffield acompañado de Massi. No lo hice. Estábamos muy ocupados la mayoría de los fines de semana. Éramos de nuevo amantes, nos habíamos prometido de la manera oficial que consideran imprescindible las familias ceilandesas que viven en el extranjero. El peso de la tradición de los exiliados había caído sobre nosotros. De todos modos, podríamos haber prescindido de todo aquello, alquilar un automóvil y hacer el viaje para verlo. Pero ante él, en aquel periodo de mi vida, me hubiera dominado la timidez. Era un joven escritor y temía sus críticas, pese a estar seguro de que se habría mostrado cortés. Después de todo, sólo de Ramadhin daba por sentado que poseía la sensibilidad natural y la inteligencia para ser artista. No me parece que sean requisitos necesarios, aunque yo creyera a medias en ellos.