El viaje de Mina (6 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

Al llegar al nivel más bajo de la cala, el señor Daniels avanzó a oscuras. Seguimos un camino de tenues luces que colgaban exactamente sobre nuestras cabezas. Nuestro guía giró hacia la derecha después de recorrer unos cincuenta metros, y llegamos ante el mural del que me había hablado el señor Nevil, de mujeres a horcajadas sobre cañones. Me sorprendió el tamaño. Las figuras eran dos veces más grandes que nosotros, y sonreían y saludaban con la mano aunque iban desnudas y el paisaje tras ellas estaba desierto.

—Señor Daniels… —insistía Cassius en preguntar—, ¿qué es eso?

Pero nuestro guía, sin permitirnos hacer una pausa, nos empujó hacia delante.

Después vimos una luz dorada. Era más que eso. Al acercarnos descubrimos un campo de colores. Teníamos delante el «jardín» que el señor Daniels llevaba a Europa. Nos detuvimos unos instantes, pero luego Cassius y yo, e incluso Ramadhin, echamos a correr por los estrechos pasillos, dejando atrás al señor Daniels, que se había acuclillado para estudiar una planta. ¿Cómo era de grande aquel jardín? Nunca lo supimos con certeza, porque nunca estaba iluminado por completo al mismo tiempo, dado que las luces para alimentar a las plantas que simulaban los rayos del sol se encendían y se apagaban de manera independiente. Y debía de haber otras secciones que no vimos nunca durante aquel viaje. Ni siquiera recuerdo su forma. La sensación que tengo ahora es de haberlo soñado, de que, posiblemente, al final de aquel paseo de diez minutos en la oscuridad de la bodega no había nada. A intervalos una neblina llenaba el aire, y alzábamos la cara para recibir la lluvia de gotas muy finas. Algunas plantas eran más altas que nosotros. Otras eran unas enanas que apenas nos llegaban a los tobillos. Extendimos los brazos y dimos palmaditas a los helechos al pasar a su lado.

—¡No toques eso! —exclamó el señor Daniels, bajándome la mano levantada—. Es
Strychnos nux vomica
. Ten cuidado: su aroma es seductor, sobre todo de noche. Casi te invita a abrir esa cáscara verde, ¿no es cierto? Se parece a vuestro fruto
bael
, que se consume en Colombo, pero es otra cosa, una estricnina. Esas otras plantas con las flores hacia abajo son trompetas de ángel. Las que están vueltas hacia arriba, siniestramente hermosas, son trompetas del diablo. Y aquí tienes las
Scrophulariaceae
, boca de dragón, también de un atractivo engañoso. Basta con olerlas para quedarse grogui.

Cassius aspiró a fondo, se tambaleó de manera espectacular y «se desmayó», aplastando unas cuantas hierbas frágiles con el codo. El señor Daniels se acercó para apartarle el brazo de un helecho de aspecto inocente.

—Las plantas tienen poderes notables, Cassius. El jugo de ésta mantiene el pelo negro y hace que las uñas crezcan a un ritmo saludable. Allí, las azules…

—¡Un jardín en un barco!

El secreto del señor Daniels había impresionado incluso a Cassius.

—Noé… —dijo Ramadhin en voz baja.

—Sí. Y recordad que el mar también es un jardín, como nos cuenta el poeta. Ahora venid aquí. Creo que el otro día os he visto a los tres fumar trocitos de una silla de mimbre… Esto os sentará mejor.

Se inclinó y nos acuclillamos con él mientras arrancaba algunas hojas en forma de corazón.

—Son hojas de betel —dijo, colocándomelas en la palma de la mano. Fue a otro sitio, sacó un poco de cal muerta de un escondite y lo combinó con láminas finas de nuez de areca que llevaba en una bolsita de yute, y le entregó la mezcla a Cassius.

Poco después seguimos avanzando por aquella senda modestamente iluminada mientras masticábamos betel. Estábamos familiarizados con aquella droga suave. Y, como el señor Daniels había señalado, era más seguro para Ramadhin que fumar los mimbres de una silla.

—Si vais a una boda, a veces añaden una viruta de oro al cardamomo y a la pasta de cal.

Nos dio una pequeña cantidad de aquellos ingredientes, junto con algunas hojas de tabaco deshidratadas, que decidimos reservar para nuestros paseos antes del amanecer, cuando podíamos escupir el fluido rojo por encima de la barandilla del buque hacia un mar en rápido movimiento o hacia la oscuridad que se esforzaban por penetrar las sirenas de niebla. Los tres caminamos con el señor Daniels por las diferentes sendas. Llevábamos ya bastantes días de navegación, y la gama de colores de que disponíamos a bordo se limitaba al blanco, el gris y el azul, si se exceptúan algunas puestas de sol. Pero ahora, en aquel jardín artificialmente iluminado, las plantas exageraban sus verdes y azules y sus intensísimos amarillos, todos ellos deslumbrándonos. Cassius le pidió al señor Daniels más detalles sobre venenos. Teníamos la esperanza de que nos hablara de una hierba o de una semilla que pudiera poner fuera de combate a un adulto desagradable, pero nuestro guía no estaba dispuesto a decir nada sobre aquel tema.

Dejamos el jardín y atravesamos de nuevo la negrura de la cala. Cuando pasamos ante el mural con las mujeres desnudas, Cassius volvió a preguntar:

—¿Qué es eso?

Luego trepamos por la escala de metal hasta llegar al nivel de la cubierta. Subir era más difícil que bajar. El señor Daniels iba casi un tramo por delante de nosotros y cuando llegamos arriba ya estaba fuera fumando un
beedi
, liado con papel blanco en lugar de la habitual hoja marrón de
tendu
. Lo sostenía con la mano izquierda ahuecada y de repente pareció muy interesado en darnos una clase sobre las diferentes especies de palmeras que había en el mundo. Imitó sus posiciones y cómo se balanceaban, en función de la herencia o variedad, y también cómo se inclinaban bajo el viento, sumisas. Nos estuvo mostrando las distintas posturas de las palmeras hasta que consiguió hacernos reír. Luego nos ofreció el cigarrillo que fumaba y nos hizo una demostración de cómo aspirar el humo. Cassius había estado mirándolo con mucho interés, pero el señor Daniels me lo dio primero a mí y el
beedi
fue pasando de mano en mano entre nosotros.

—Un
beedi
poco corriente —dijo Cassius muy despacio.

Ramadhin dio una segunda calada y dijo:

—¡Enséñenos otra vez cómo son las palmeras!

Y el señor Daniels procedió a distinguir para nosotros más detalles de las diferentes posturas.

—Ésta, por supuesto, es la talipot, la palmera paraguas —dijo—. De ella se saca uno de los ingredientes del ponche y también azúcar. Se mueve así.

Luego imitó la palmera real de Camerún, que crecía en pantanos. Luego otra palmera de las Azores, seguida por una tercera de tronco muy esbelto de Nueva Guinea, los brazos del señor Daniels convertidos en ramas alargadas. Comparó cómo se inclinaban bajo el viento, algunas de manera melindrosa, otras con un simple giro lateral del tronco, para de esa forma enfrentarse a los vientos muy fuertes con su perfil más estrecho.

—Aerodinámica…
muy
importante. Los árboles son más listos que los seres humanos. Incluso un lirio es más sabio que un ser humano. Los árboles son como galgos…

Nosotros reíamos sin parar ante las poses que adoptaba. Pero de repente los tres nos alejamos a toda velocidad. Gritábamos mientras corríamos entre las jugadoras de las semifinales de bádminton, y nos arrojamos como bólidos, completamente vestidos, a la piscina. Conseguimos salir y volver a tirarnos arrastrando con nosotros unas cuantas hamacas. Era el momento de mayor afluencia, y las madres con niños trataban de evitarnos. Reteniendo el aliento, nos hundimos hasta el fondo y nos quedamos allí moviendo suavemente los brazos como las palmeras del señor Daniels, con la esperanza de que pudiera vernos.

La sala de turbinas

No nos quedaba más remedio que trasnochar para ser testigos de lo que sucedía en el barco a última hora, aunque, por otra parte, tener que levantarnos antes del alba hacía que estuviéramos agotados. Ramadhin propuso que nos echáramos la siesta, como hacíamos de pequeños. En el internado despreciábamos aquel breve descanso, pero nos dimos cuenta de que ahora podía sernos útil. Había problemas, sin embargo. En el camarote contiguo al que ocupaba Ramadhin, según su testimonio, una pareja reía, gemía y gritaba por las tardes, mientras que en el camarote vecino al mío, su ocupante —una mujer— tocaba el violín, y el sonido, que atravesaba la pared metálica, penetraba en el mío. Sólo chirridos, expliqué, nada de risas. Oía incluso a mi vecina discutir consigo misma entre los graznidos y pizzicatos imposibles de ignorar. Por otra parte, la temperatura en aquellos camarotes situados debajo de la línea de flotación y que carecían de ojos de buey era espantosa. Toda posible indignación contra la violinista quedaba atemperada por el hecho de saber que también ella estaría sudando copiosamente y, lo más probable, con el mínimo de ropa que le permitiera su sentido del pudor. Nunca llegué a verla, no tenía ni idea de su aspecto, ni de cuál era la partitura que ensayaba con aquel instrumento. Desde luego, no parecía tratarse de las notas «cálidas y redondas» de Sidney Bechet. Se limitaba a repetir frases y acordes una y otra vez, para luego, después de una vacilación, empezar de nuevo, una película de sudor sobre sus hombros y sus brazos mientras pasaba sola aquellas tardes, tan ocupada, en su camarote vecino al mío.

También cada uno de nosotros tres echaba de menos la compañía de los otros dos. El caso es que a Cassius le pareció que necesitábamos una sede permanente, por lo que elegimos la pequeña sala de turbinas en la que habíamos entrado con el señor Daniels antes de nuestro descenso a la cala. Y fue allí, en la semioscuridad y el frescor, donde nos creamos, con unas cuantas mantas y algunos salvavidas prestados, un nido durante algunas tardes. Charlábamos un rato y luego dormíamos como troncos en medio de los rugidos de aquellos ventiladores, preparándonos para las largas veladas.

Nuestras investigaciones nocturnas, sin embargo, no tuvieron éxito. Nunca estuvimos seguros de qué era lo que presenciábamos, por lo que nuestra cabeza sólo captaba a medias el entramado de las posibilidades adultas. En una de nuestras «guardias nocturnas» nos escondimos en las sombras de la cubierta de paseo y seguimos a un hombre al azar, sólo para ver dónde iba. Acabé por reconocerlo como el actor que encarnaba al Cerebro de Hyderabad, y cuyo nombre, según alguien nos había informado, era Sunil. De manera un tanto sorprendente nos llevó hasta Emily, apoyada en una barandilla y con un vestido blanco que parecía brillar mientras el otro se acercaba. El Cerebro de Hyderabad la ocultó a medias, y ella retuvo los dedos del actor entre sus manos. No pudimos saber si estaban hablando.

Retrocedimos hacia una oscuridad más densa y esperamos. Vi que el actor apartaba un tirante del vestido de mi prima y bajaba la boca hasta su hombro. Emily alzó la cabeza, mirando hacia las estrellas, si es que había estrellas en el cielo.

8

Las tres semanas de la travesía, tal como yo las recordaba originalmente, fueron plácidas. Sin embargo ahora, años después, cuando mis hijos han insistido en que les describa el viaje, se ha convertido, al verlo a través de sus ojos, en una aventura, incluso en algo muy importante en una vida. En un rito de paso. Aunque la verdad es que a mi vida no se le había añadido esplendor sino que, más bien, se le había sustraído. Al acercarse la noche echaba de menos el coro de los insectos, los gritos de los pájaros del jardín, el charloteo de las salamanquesas. Y, al amanecer, la lluvia en los árboles, el alquitrán húmedo en Bullers Road, la cuerda que se quemaba en la calle y era siempre uno de los primeros olores palpables del día.

Algunas mañanas, en Boralesgamuwa, me despertaba temprano y atravesaba el espacioso bungaló a oscuras hasta llegar a la puerta de Narayan. No eran todavía las seis. Esperaba hasta que salía él, ciñéndose el sarong. Me hacía una inclinación de cabeza y al cabo de un par de minutos ya caminábamos deprisa y en silencio por la hierba húmeda. Era un hombre muy alto y yo un niño de ocho o nueve años. Los dos íbamos descalzos. Nos dirigíamos al cobertizo de madera en un extremo del jardín. Una vez dentro, Narayan encendía un cabo de vela, se acuclillaba con la luz amarillenta en la mano y tiraba de la cuerda que ponía en marcha el generador.

De manera que mis días comenzaban con los apagados estremecimientos y estallidos de aquel ingenio mecánico que dejaba escapar un delicioso olor a gasolina y a humo. Las costumbres y los puntos flacos de aquel generador, presente en la casa más o menos desde 1944, sólo los entendía Narayan. Poco a poco conseguía calmarlo y salíamos otra vez al aire libre y, en los últimos instantes de oscuridad, yo tenía ocasión de ver cómo empezaban a parpadear las luces por toda la casa de mi tío.

Por la puerta de la verja salíamos a la High Level Road. Unas cuantas tiendas habían abierto ya, cada una de ellas sólo iluminada por una bombilla. En el establecimiento de Jinadasa comprábamos panqueques con huevo y nos los comíamos en mitad de una calle casi desierta, las tazas de té a nuestros pies. Carros de bueyes pasaban despacio, entre crujidos, sus conductores e incluso los animales mismos medio dormidos. Siempre acompañaba a Narayan para aquel desayuno al amanecer después de que hubiera despertado el generador. Desayunar con Narayan en la High Level Road era algo que no había que perderse, aunque eso significara que tuviera que consumir otro, más oficial, con la familia, una o dos horas más tarde. Pero era casi heroico caminar con Narayan en la oscuridad moribunda, saludar a los tenderos que se despertaban, verlo inclinarse para encender su
beedi
con un trozo de cuerda de cáñamo junto al puesto donde vendían cigarrillos.

Narayan y Gunepala, el cocinero, habían sido los compañeros constantes de mi infancia: probablemente pasaba más tiempo con ellos que con mi familia y me enseñaron muchas cosas. Veía cómo Narayan quitaba las cuchillas de una cortadora de césped para afilarlas, o engrasaba, lleno de afecto, la cadena de su bicicleta con la mano abierta. Cuando estábamos en Galle, Narayan, Gunepala y yo descendíamos por los terraplenes hasta el mar y salíamos a nado de manera que pudieran pescar en los arrecifes para la cena. Ya de noche me encontraban dormido al pie de la cama de mi aya, y mi tío tenía que llevarme en brazos a mi habitación. Gunepala, que podía ser cortante y tenía poca paciencia, era un perfeccionista. Lo he visto sacar de una olla hirviendo cualquier alimento dudoso con sus dedos encallecidos y arrojarlo a tres metros de distancia entre los macizos de flores: un hueso de pollo o un
thakkali
demasiado maduro, que se comían al instante los perros de los alrededores, siempre al acecho, conocedores de aquella costumbre suya. Gunepala discutía con todo el mundo —tenderos, vendedores de lotería, policías inquisitivos— pero además captaba un universo invisible para el resto de nosotros. Mientras cocinaba se acompañaba silbando una serie de cantos de pájaros que raras veces se oían en la ciudad, y con los que estaba familiarizado desde la infancia. Nadie más tenía aquella capacidad tan especial para detectar lo que era o podía llegar a sernos audible. Una tarde me despertó cuando dormía profundamente, me cogió de la mano y me hizo tumbarme junto a una boñiga que llevaba varias horas en el camino de entrada para los coches. Me colocó muy cerca y pude escuchar a los insectos que,
dentro
de la mierda, consumían aquel festín y excavaban túneles de un extremo a otro. En sus ratos libres me enseñó variantes de
bailas
populares, repletas de obscenidades, obligándome a prometer que no las repetiría, dado que hacían referencia a terratenientes bien conocidos.

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