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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (2 page)

Otra persona de interés en nuestra mesa era el señor Nevil, un desguazador de barcos jubilado que regresaba a Inglaterra después de pasar algunos años en Oriente. Buscábamos a menudo a aquel amable hombrón, porque poseía un conocimiento muy detallado de la estructura de los barcos. Había desguazado muchos navíos famosos. A diferencia de Mazappa, Nevil era un hombre modesto y sólo contaba episodios de su pasado si se sabía cómo hacerle hablar. De no haber sido tan modesto a la hora de responder a nuestro aluvión de preguntas, ni le habríamos creído, ni nos habría cautivado tanto.

Disfrutaba, por añadidura, del privilegio de poder recorrer el transatlántico de cabo a rabo, porque hacía investigaciones sobre seguridad para la Orient Line. Nos presentó a sus colaboradores en la sala de máquinas y en la de calderas, y pudimos ver las actividades que se desarrollaban allí abajo. Comparada con la primera clase, la sala de máquinas —en las profundidades del infierno— se agitaba con un ruido y un calor insoportables. Un recorrido de un par de horas por el
Oronsay
con el señor Nevil nos aclaró todos los peligros reales e imaginarios con que nos enfrentábamos. Nos explicó que los botes salvavidas que se balanceaban en el aire a media altura sólo
parecían
peligrosos, y, en consecuencia, Cassius, Ramadhin y yo trepábamos con frecuencia a uno de ellos para tener una posición ventajosa desde donde espiar a los pasajeros. Fue la observación de la señorita Lasqueti al calificar nuestra ubicación como «el peor sitio del comedor», sin la menor importancia social, lo que nos persuadió de que resultábamos invisibles para oficiales como el sobrecargo, el jefe de camareros y el capitán.

Inesperadamente descubrí que Emily de Saram, prima segunda mía, estaba a bordo. Por desgracia no la habían incluido en nuestra mesa. Durante años Emily había sido el enlace que me permitía saber lo que los adultos pensaban de mí. Le contaba mis aventuras y luego escuchaba lo que tenía que decirme. Era sincera sobre lo que le gustaba y no le gustaba y, como era mayor que yo, me guiaba por sus juicios.

Sin hermanos ni hermanas, mis familiares más cercanos habían sido hasta entonces adultos. Disponía de un surtido de tíos solteros y de tías nunca apresuradas que iban al unísono en cuestión de habladurías y de posición social. Contábamos con un pariente rico que ponía gran cuidado en mantenerse distante. No le caía bien a nadie de la familia pero todos lo respetaban y hablaban de él sin parar. Mis otros parientes analizaban las felicitaciones de Navidad, muy correctas, que enviaba todos los años, debatiendo los cambios, en la fotografía familiar, de las facciones de sus hijos y el tamaño de la casa que se veía en segundo término y que era como un alarde silencioso. Me crié acompañado por aquel tipo de juicios familiares y, en consecuencia, hasta que dejé de vivir con ellos, determinaron mis cautelas.

De todos modos, siempre me quedaba Emily, mi
machang
, que vivió casi en la puerta de al lado durante bastantes años. Nuestra infancia había sido parecida; nuestros padres o estaban en otro sitio o no se podía contar con ellos. Si bien su vida familiar, por lo que sospecho, era peor que la mía: los negocios de su padre no tenían nada de seguros y su familia vivía constantemente sometida a la amenaza de su mal genio. La madre de Emily se inclinaba ante las reglas que imponía su marido. De lo poco que mi prima me contaba, supe que a su padre le gustaba castigar. Ni siquiera los huéspedes adultos se sentían seguros con él. Sólo disfrutábamos con los altibajos de su comportamiento los niños que pasábamos unas horas en su casa por una fiesta de cumpleaños. Podía presentarse de pronto para contarnos algo divertido y a continuación proceder a tirarnos a la piscina. Emily no se quitaba de encima el nerviosismo cuando estaba con él, incluso aunque la estrechara en un abrazo amoroso y la hiciese bailar con él, los pies descalzos de mi prima en equilibrio sobre los zapatos de su padre.

La mayor parte del tiempo, mi tío estaba ausente por razones de trabajo o, sencillamente, desaparecía. No existía ningún reglamento seguro por el que Emily pudiera guiarse, por lo que supongo que acabó inventándose. Tenía una gran libertad de espíritu, una indisciplina que a mí me gustaba mucho, aunque se arriesgó más de la cuenta en varias aventuras. Al final, por suerte, su abuela pagó para mandarla a un internado en India meridional, de manera que se libró de la presencia de su padre. Yo la echaba de menos. Y cuando regresó para las vacaciones de verano no la vi mucho, porque había conseguido un trabajo con la compañía telefónica de Ceilán. Un automóvil de la empresa la recogía todas las mañanas y el señor Wijebahu, su jefe, la devolvía a casa al acabar el día. A oídos de Emily, según la confidencia que me hizo, había llegado la información de que el señor Wijebahu tenía tres testículos.

Lo que nos unió más que ninguna otra cosa fue la colección de discos de Emily, con todas aquellas vidas y tantos deseos rimados y destilados en los dos o tres minutos de una canción. Héroes de las minas, chicas tuberculosas que vivían encima de una casa de empeño, buscadores de oro, jugadores famosos de críquet e incluso el hecho de que se les hubieran acabado los plátanos
[1]
. A Emily le parecía que yo era más bien un soñador, y me enseñó a bailar, a sostenerla por la cintura mientras ella se balanceaba con los brazos alzados y a subirnos al sofá de un salto y sentarnos encima del respaldo, de manera que el mueble se inclinara y cayese hacia atrás con nuestro peso. Luego desapareció de nuevo, para volver al internado, en la India, sin que yo supiera nada de ella, excepto unas pocas cartas a su madre, en las que suplicaba que se le enviaran más pastas por mediación del consulado belga, cartas que su padre insistía en leer, lleno de orgullo, a todos sus vecinos.

Cuando Emily se embarcó en el
Oronsay
llevaba ya dos años sin verla. Fue toda una sorpresa reconocerla como diferente, de facciones más definidas, y descubrirle una elegancia de la que antes no me daba cuenta. Había cumplido diecisiete años y el internado le había quitado parte de su indisciplina, aunque seguía arrastrando un poco las palabras al hablar, que era una cosa que a mí me gustaba. El hecho de que me sujetara por el hombro cuando pasaba corriendo a su lado en la cubierta de paseo y me obligara a hablar con ella me dio cierto ascendiente con mis dos nuevos amigos. Pero la mayor parte de las veces dejaba claro que no quería que la siguiera por el barco. Tenía sus planes propios para el viaje… Unas breves semanas de libertad antes de llegar a Inglaterra para sus dos últimos años de formación académica.

Mi amistad con el tranquilo Ramadhin y el incontenible Cassius creció deprisa, aunque era mucho lo que nos reservábamos. Al menos, así era en mi caso. Lo que yo tenía en la mano derecha nunca llegó a saberlo la izquierda. Y es que ya había recibido un entrenamiento en cautela. En los internados a los que íbamos en Ceilán, el miedo al castigo creaba una gran habilidad para mentir y allí aprendí a no revelar pequeñas verdades pertinentes. A algunos de nosotros, hay que reconocerlo, los castigos nunca nos educaron ni nos humillaron hasta conseguir una honradez total. Se nos azotaba de continuo por las malas notas o por diversos vicios (holgazanear en la enfermería durante tres días fingiendo tener paperas, manchar irremediablemente una de las bañeras del colegio al disolver en ella pastillas con las que fabricábamos tinta para las clases de los mayores). Nuestro peor verdugo era el padre Barnabus, maestro de escuela primaria, que todavía pervive en mi memoria con su arma preferida: una larga vara de bambú astillada. Nunca recurría ni a las palabras ni a los razonamientos. Tan sólo se movía peligrosamente entre nosotros.

En el
Oronsay
, sin embargo, existía la posibilidad de escapar a todo orden. Y yo me reinventé en aquel mundo en apariencia imaginario, con sus desguazadores de barcos, sus sastres y sus pasajeros adultos que, durante las celebraciones nocturnas, se tambaleaban de aquí para allá con gigantescas cabezas de animales, mientras algunas de las mujeres bailaban con faldas casi inexistentes, y la orquesta del barco tocaba en el estrado, con todos sus componentes, incluido el señor Mazappa, uniformados exactamente del mismo color ciruela.

3

A última hora de la noche —después de que los pasajeros de primera clase especialmente invitados hubieran abandonado ya la mesa del capitán, de que hubiese terminado el baile, de que las parejas, retiradas las máscaras, prolongaran abrazos casi inmóviles; después de que los camareros se hubieran llevado las copas abandonadas y los ceniceros y utilizaran los grandes cepillos de más de un metro de ancho para barrer las serpentinas de colores— sacaban a pasear al preso.

Sucedía de ordinario antes de las doce. La cubierta brillaba porque no había nubes que ocultaran la luna. Aparecía acompañado por sus carceleros, uno esposado con él, mientras el otro los seguía con una cachiporra. No sabíamos qué delito había cometido. Dábamos por sentado que sólo podía tratarse de un asesinato. El concepto de algo más complicado, como un crimen pasional o una traición política, no existía por entonces para nosotros. Parecía un hombre fuerte, reservado; e iba descalzo.

Cassius había descubierto el horario nocturno de aquel paseo, de manera que los tres estábamos con frecuencia allí a esa hora. No descartábamos la posibilidad de que pudiera saltar la barandilla, arrastrando al carcelero con el que estaba esposado, para caer en la oscuridad del mar. Nos lo imaginábamos corriendo y saltando y encontrando así la muerte. Lo pensábamos, imagino, porque éramos jóvenes, porque la idea misma de las
esposas
, de la
privación de libertad
, era como una asfixia. A nuestra edad no soportábamos la idea. Se nos hacía muy cuesta arriba llevar sandalias a las horas de las comidas, y todas las noches, mientras cenábamos en nuestra mesa del comedor, nos imaginábamos al preso alimentado con sobras en una escudilla de metal, descalzo en su celda.

4

Se me había pedido que me vistiera con propiedad para entrar en el salón alfombrado de primera clase y hacer una visita a Flavia Prins. Aunque había prometido vigilarme durante el viaje, a decir verdad nos vimos muy pocas veces. En aquella ocasión se me había invitado a tomar el té con ella, y en la nota que me mandó sugería que llevara una camisa limpia y planchada, además de ponerme calcetines con los zapatos. Subí puntualmente al bar de la galería a las cuatro de la tarde.

Me avistó como si yo estuviera al otro extremo de un telescopio, por completo ignorante de que podía leer el significado de sus gestos. Estaba sentada en una mesa pequeña. Lo que siguió fue un arduo intento por su parte de mantener una conversación, a la que mis nerviosos monosílabos contribuyeron más bien poco. ¿Estaba disfrutando del viaje? ¿Había hecho algún amigo?

Había hecho dos, dije. Un chico llamado Cassius y otro llamado Ramadhin.

—Ramadhin… ¿Es el muchacho musulmán, de la familia de jugadores de críquet?

Dije que no lo sabía pero que se lo preguntaría. Mi Ramadhin parecía incapaz de realizar ninguna proeza deportiva. Le apasionaban los dulces y la leche condensada. Pensando en eso, me guardé unas cuantas galletas mientras la señora Prins trataba de llamar la atención del camarero.

—Tu padre era muy joven cuando lo conocí… —dijo ella, y luego se cortó. Yo asentí con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada más sobre él.

—Tía… —empecé, sintiéndome ya seguro sobre el tratamiento que tenía que darle—. ¿Estás enterada de que hay un preso a bordo?

Resultó que estaba tan deseosa como yo de prescindir de conversaciones triviales, y optó por que mi visita se prolongara un poco más de lo que planeaba.

—Toma más té —murmuró, y así lo hice, aunque no me gustaba el sabor. Había oído hablar del preso, me confesó, aunque se suponía que era un secreto—. Lo vigilan muy estrechamente. Pero no debes preocuparte. En el barco hay incluso un oficial del ejército británico de muy alta graduación.

No esperé más para inclinarme hacia delante y acercarme a ella.

—Lo he visto —dije, refocilándome—. Lo he visto cuando pasea, ya tarde por la noche. Muy vigilado.

—¿En serio?… —dijo ella, arrastrando las palabras, sorprendida por el as que me había sacado de la manga tan pronto y con tanta facilidad.

—Dicen que ha hecho una cosa terrible —continué.

—Sí. Dicen que mató a un juez.

Aquello era mucho más que un as. Me quedé con la boca abierta.

—Un juez inglés. Probablemente no debería decir nada más —añadió.

Mi tío, hermano de mi madre, mi tutor en Colombo, era juez, aunque ceilandés y no inglés. A un juez inglés no se le hubiera permitido presidir un tribunal en Ceilán, por lo que debía de tratarse de un visitante, o de alguien cuya colaboración se hubiera pedido como asesor o consultor… Parte de aquello me lo dijo Flavia Prins, y parte lo deduje más adelante con ayuda de Ramadhin, que tenía una cabeza muy serena y lógica.

El preso había matado al juez para evitar que ayudara al fiscal, quizá. Me hubiera gustado hablar con mi tío de Colombo en aquel mismo instante. De hecho me preocupó la idea de que su vida corriera peligro
. ¡Dicen que mató a un juez
! La frase resonaba en mi cerebro. Mi tío era un hombre grande, simpático. Había vivido con él y con su mujer en Boralesgamuwa desde que mi madre se marchó a Inglaterra algunos años antes, y si bien nunca habíamos tenido una larga conversación íntima (tampoco breve), y aunque siempre estaba muy ocupado en su papel de figura pública, era un hombre cariñoso, y siempre me sentía a gusto con él. Cuando volvía a casa y se servía una ginebra, me dejaba que le removiera en el vaso las gotas de angostura. Sólo tuve un tropiezo con él. Había estado presidiendo el juicio sobre un asesinato muy sonado que tenía que ver con un jugador de críquet, y yo anuncié a mis amigos que el sospechoso de los muelles era inocente, y cuando me preguntaron que cómo lo sabía, respondí que lo había dicho mi tío. No se trataba tanto de una mentira como de mi deseo de seguir creyendo en aquel héroe del críquet. Mi tío, al oírlo, se había limitado a reír sin darle importancia, pero sugirió con firmeza que no volviera a hacerlo.

Diez minutos después de regresar con mis amigos de la cubierta D ya estaba obsequiando a Cassius y a Ramadhin con la historia del delito del preso. También hablé de ello en la piscina Lido y en torno a la mesa de ping-pong. Pero más avanzada la tarde, la señorita Lasqueti, a quien habían llegado las ondas de mi relato, me acorraló e hizo que estuviera menos seguro de la versión que daba Flavia Prins del delito del preso.

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