En consecuencia empezamos a levantarnos incluso antes para presenciar sus veloces cincuenta o sesenta vueltas. Cuando terminaba, se quitaba los patines y caminaba agotada, sudando, pero vestida de pies a cabeza, camino de la ducha al aire libre. Se colocaba bajo el chorro que la empapaba, y agitaba los cabellos en una dirección, luego en otra, como un animal que estuviera vestido. Era una nueva especie de belleza. Cuando se marchaba seguíamos sus huellas, que ya se iban evaporando con la nueva luz del sol a medida que nos acercábamos.
¿A quién se le ocurre ponerle Cassius a un niño?, pienso ahora. La mayoría de los padres no se hubieran atrevido a llamar así a su primogénito. Aunque es verdad que Sri Lanka siempre ha disfrutado con la fusión entre nombres de pila clásicos y apellidos cingaleses: Salomón y Séneca no son frecuentes pero existen. El nombre del pediatra que atendía a nuestra familia era Sócrates Gunewardena. A pesar del desprestigio ligado al nombre de Cassius Longinus (Casio Longino) por tratarse de uno de los asesinos de César, Cassius es un nombre amable y grato de pronunciar, aunque el Cassius juvenil que llegué a conocer durante mi viaje era todo un iconoclasta. Nunca lo vi tomar partido por alguien que estuviera en el poder. Te arrastraba hasta su perspectiva y veías los estratos de autoridad en el barco a través de sus ojos. Le encantaba, por ejemplo, ser uno de los insignificantes comensales de nuestra mesa.
Cuando Cassius hablaba sobre el St. Thomas, nuestro colegio en Mount Lavinia, sus palabras tenían la energía de alguien que recuerda un movimiento de resistencia. Dado que iba un año por delante, la sensación era que habitábamos mundos distintos, si bien se le consideraba un modelo para los alumnos más jóvenes, porque muy pocas veces pagaba por sus fechorías. Y cuando lo pillaban, sus facciones no reflejaban un asomo de vergüenza ni de humildad. Adquirió especial renombre al conseguir encerrar a Barnabus, el partidario de la vara de bambú y mandamás del internado, en el baño de la escuela primaria para protestar por las repugnantes letrinas del colegio. (Tenías que acuclillarte sobre el agujero del infierno y después te lavabas con el agua de una lata oxidada que había albergado en otro tiempo sirope dorado de Tate & Lyle
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. «De la fuerza surgió la dulzura», es un lema que recordaré siempre).
Cassius esperó a que Barnabus entrara a las seis de la mañana en el baño del piso bajo para alumnos, lugar donde de ordinario permanecía mucho tiempo, y luego, después de atrancar la puerta con una barra de metal, procedió a cubrir la cerradura con un cemento que fraguaba muy deprisa. Oímos cómo el director de la residencia se lanzaba contra la puerta. Luego procedió a llamar a los internos, empezando por los alumnos en los que confiaba. Uno tras otro nos ofrecimos para buscar ayuda, pero después nos perdimos por el parque del colegio, donde tuvimos que hacer nuestras necesidades detrás de algún arbusto, antes de irnos a nadar o, con inusitada diligencia, a la clase de las siete de la mañana para hacer los deberes que el mismo padre Barnabus había instituido en el transcurso del trimestre. El cemento tuvo que romperlo uno de los bedeles con un palo de críquet, aunque aquello no sucedió hasta última hora de la tarde. Abrigábamos la esperanza de que para entonces nuestro profesor estuviera abrumado por los gases fétidos, tal vez medio desmayado y poco comunicativo. Pero su venganza no se hizo esperar. Cassius, a quien se azotó y se expulsó del colegio durante una semana, se convirtió todavía más en héroe para los alumnos de primaria, en especial después de un elocuente discurso del director en la asamblea matutina de la capilla en el que, por espacio de dos minutos, se le vituperó como si fuera uno de los ángeles caídos. Por supuesto, nadie aprendió lección alguna de aquel episodio. Años más tarde, cuando un antiguo alumno donó fondos al colegio para un nuevo pabellón donde jugar al críquet, mi amigo Senaka dijo: «Primero tendrían que construir unos cagaderos decentes».
Como en mi caso, Cassius, para poder estudiar secundaria en un centro docente inglés, tuvo que pasar un examen supervisado por el director. Había que responder a varias preguntas de matemáticas en las que se manejaban libras y chelines, aunque nosotros sólo sabíamos de rupias y céntimos. Nos hicieron también preguntas de cultura general, como, por ejemplo, cuántos componentes tenían los equipos de remo en Oxford y quién había vivido en un lugar llamado Dove Cottage
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. Se nos preguntó incluso el nombre de tres miembros de la Cámara de los Lores. Cassius era el otro alumno en el cuarto de estar del director aquel sábado por la tarde, y me sopló una respuesta incorrecta a la pregunta «¿Qué vocablo designa a la hembra del perro?». Él dijo «Gatos», respuesta que yo procedí a escribir. Era la primera vez que me dirigía la palabra, y había sido para mentirme. Hasta entonces sólo lo conocía por su reputación. Todos nosotros en la escuela primaria de St. Thomas lo veíamos como el alumno incorregible. Sin duda al claustro del colegio le irritaba, y mucho, que Cassius se dispusiera a representar a la institución en el extranjero.
Había una mezcla de testarudez y de amabilidad en Cassius. Nunca supe de dónde procedían aquellas cualidades. Jamás hablaba de sus padres, pero si lo hubiera hecho, habría sido probablemente para inventar un nuevo guión y diferenciarse de ellos. A decir verdad, ninguno de los tres manifestó durante el viaje un interés real por los antecedentes de los otros dos. Ramadhin explicaba de cuando en cuando los cuidadosos consejos que sus padres le habían dado sobre su salud. Por lo que a mí respecta, todo cuanto sabían los otros dos era que tenía una «tía» en primera clase. Había sido el mismo Cassius quien recomendó que no habláramos de nuestros orígenes. Creo que le gustaba la idea de ser autosuficiente. Así era como veía el papel de nuestra pandilla en el barco. Soportaba las anécdotas caseras de Ramadhin debido a su debilidad física. Cassius poseía un amable sentido democrático. Mirando ahora hacia atrás me doy cuenta de que sólo estaba en contra del poder del César.
Imagino que me cambió durante aquellos veintiún días y me persuadió para que interpretara todo lo que sucedía a nuestro alrededor con su perspectiva socarrona o revolucionaria. Veintiún días es un periodo muy breve en una vida, pero no olvidaría nunca los susurros de Cassius. Con el paso de los años oiría hablar de él o leería informaciones sobre su carrera, pero nunca volvería a verlo. Con quien seguí en contacto fue con Ramadhin, y lo visitaba en Mill Hill, donde vivía su familia, e iba a las primeras sesiones del cine con él y su hermana, o al Salón Náutico en Earls Court, donde tratábamos de imaginar las fechorías que Cassius podría cometer si estuviera con nosotros.
«
No lo mires, ¿me oyes? ¿Celia? ¡No vuelvas a mirar nunca a ese cerdo
!»
«Mi hermana tiene un nombre extraño. Massoumeh. Significa “inmaculada”, “protegida de los pecados”. Pero también puede significar “indefensa”
.»
«Siento una aversión muy concreta, lamento decirlo, hacia los terriers de Gales
.»
«Al principio pensé que era una intelectual
.»
«A veces usamos fruta como veneno para los peces
.»
«Los rateros siempre aparecen durante una tormenta
.»
«Aquel individuo dijo que podía cruzar un desierto comiendo nada más que un dátil y una cebolla al día
.»
«Sospecho, dada su habilidad para los idiomas, que la reclutó el gobierno británico
.»
«¡Ese semifallo me ha hundido
!»
«Cuando me ofreció una ostra de tres días le dije a tu marido que para mí era más peligrosa que tener relaciones sexuales a los diecisiete años
.»
Larry Daniels era una de las personas que comían en nuestra mesa. Un hombre compacto, musculoso, que siempre llevaba corbata y que se remangaba la camisa. Miembro de una familia burguesa de Kandy, se había hecho botánico y había pasado gran parte de su vida adulta estudiando bosques y cultivos en Sumatra y en Borneo. Era aquél su primer viaje a Europa. Al principio sólo supimos que estaba chifladísimo por mi prima, quien, prácticamente, no le hacía el menor caso. Debido a la falta de interés de Emily, se esforzaba lo imposible por trabar amistad conmigo. Imagino que me había visto con ella y con sus amigas riendo junto a la piscina, que era donde de ordinario se la podía encontrar. El señor Daniels me preguntó si me gustaría ver su «jardín» en la cala del buque. Sugerí que me gustaría llevar a mis dos adláteres y aceptó, aunque estaba claro que me quería para él solo y para poder interrogarme a fondo sobre las simpatías y antipatías de mi prima.
Siempre que Cassius, Ramadhin y yo estábamos con el señor Daniels, nos pasábamos el tiempo pidiéndole que nos comprara refrescos exóticos en el bar de la piscina. O lo convencíamos para que completara el cuarteto en uno de los juegos que tenían la cubierta por escenario. Era un hombre inteligente y lleno de curiosidad, pero por nuestra parte estábamos más interesados en poner a prueba nuestra fuerza luchando con él: los tres lo atacábamos al mismo tiempo y lo dejábamos, jadeante, sobre una esterilla de yute mientras salíamos corriendo, sudorosos, y nos tirábamos de cabeza a la piscina.
Sólo durante la cena me faltaba protección para defenderme de las preguntas del señor Daniels sobre Emily, porque el asiento que se me había asignado estaba al lado del suyo y él me obligaba a hablar de ella y de nada más. El único dato que podía darle con toda honradez era que a Emily le gustaban los cigarrillos Player’s Navy Cut. Llevaba al menos tres años fumándolos. El resto de sus simpatías y antipatías me lo inventé.
—Le gustan los helados de Elephant House —dije—. Quiere dedicarse al teatro. Ser actriz.
Daniels se aferró a aquella falsa esperanza.
—Hay una compañía de teatro en el barco. Quizá pueda presentarle…
Asentí, como si recomendara aquella iniciativa, y al día siguiente lo vi hablando con tres miembros de la compañía Jankla, artistas camino de Europa, donde querían presentar su teatro al aire libre y sus acrobacias, aunque también ofrecieran representaciones ocasionales para los pasajeros durante el viaje. A veces hacían juegos malabares de improviso al final del té de la tarde con los platos y las tazas, pero la mayor parte de las veces aparecían de manera más oficial, vestidos para la ocasión y con exceso de maquillaje. Lo mejor de todo era que llamaban a algún pasajero al escenario improvisado con el fin de revelar datos privados sobre sus víctimas, lo que en ocasiones resultaba embarazoso. La mayoría de las revelaciones tenían que ver con un billetero o un anillo perdidos, o con el hecho de que el pasajero se dirigiera a Europa para cuidar de un familiar enfermo. Aquellas cosas las anunciaba el llamado Cerebro de Hyderabad, que llevaba surcos morados en el rostro y cuyos ojos, con un cerco blanco, daban la sensación de pertenecer a un gigante. Conseguía asustarnos de verdad, porque avanzaba hasta mezclarse con el público y revelar cuántos hijos tenía un pasajero o dónde había nacido su mujer.
Una tarde a última hora, mientras deambulaba solo por la cubierta C, vi al Cerebro de Hyderabad agachado debajo de un bote salvavidas, maquillándose antes de uno de sus espectáculos. Sostenía un espejito con una mano, mientras con la otra se aplicaba rápidamente las franjas de pintura morada. El Cerebro de Hyderabad era menudo, de manera que la cabeza pintada parecía demasiado grande para su delicado cuerpo. Se examinó en el espejo, sin advertir mi presencia a muy poca distancia, mientras se daba los últimos toques en la medio sombra de uno de los botes salvavidas que colgaban de los pescantes. Luego se puso en pie y, al iluminarlo el sol, los colores estallaron y los ojos macabros se llenaron de azufre y de penetración. Me miró y pasó a mi lado como si yo no existiera. Había presenciado por primera vez lo que posiblemente sucedía tras el delgado telón del arte, y me proporcionó cierta protección la vez siguiente que lo vi en el escenario, resplandeciente con todo su disfraz. Sentí que casi podía ver o, al menos, que ahora era consciente del esqueleto interior.
Era a Cassius a quien más le gustaba la compañía Jankla. Estaba deseoso de formar parte de ella, sobre todo después de que Ramadhin nos convocara un día muy emocionado para decirnos que había visto a uno de sus integrantes apoderarse del reloj de pulsera de un pasajero mientras le daba instrucciones para llegar a algún sitio. Lo había hecho con tanta habilidad que el otro no se dio cuenta en absoluto. Dos días después, el Cerebro de Hyderabad, al pasearse entre el público, le dijo a su víctima dónde «podía» estar su reloj en el caso de que lo hubiera echado de menos. Fue una actuación brillante. De los camarotes desaparecieron un pendiente, una maleta y una máquina de escribir que llegaron luego a manos del Cerebro de Hyderabad y que se devolvieron finalmente a sus propietarios. Cuando le hablamos al señor Daniels de nuestro descubrimiento, se limitó a reír y dijo que aquello era parecido al arte de la pesca con mosca.
Pero antes de conocer aquel aspecto de la compañía teatral, el señor Daniels se presentó a sus miembros y les dijo que tenía una buena amiga, la señorita Emily de Saram, una joven con mucho talento y amante del teatro, y ¿quizá le permitirían presenciar sus ensayos si él la acompañaba? Lo que terminó por hacer, tengo entendido, uno o dos días después, aunque no sé el interés que sentía Emily por el teatro. En cualquier caso fue así como conoció al Cerebro de Hyderabad y llegó a vivir una vida diferente de la que se esperaba.
Aparte de lo que claramente reconocimos como su debilidad por Emily, el señor Daniels no despertaba mucho nuestra curiosidad, aunque ahora es muy probable que disfrutara con su compañía, que me gustase recorrer alguno de sus jardines botánicos y que le escuchara con gusto cuando hablase de las inusuales cualidades de una planta junto a la que pasásemos, mientras las hojas y las palmas y los setos vivos nos rozaban los brazos.
Una tarde nos reunió a los tres y nos llevó a donde había prometido: a las entrañas del barco. Atravesamos una antecámara donde había una corriente de aire creada por dos ventiladores de turbina conectados con la sala de máquinas. El señor Daniels tenía una llave, y con ella entramos en la cala, una cueva oscura que descendía por espacio de varios niveles hasta lo más profundo del buque. A lo lejos, debajo de nosotros, distinguimos algunas luces. Descendimos por una escalera de mano metálica, sujeta a la pared, atravesando niveles sucesivos llenos de cajones y sacos y bloques gigantescos de caucho sin elaborar con su olor estimulante. Oímos el sonoro cacareo de un corral de gallinas y nos reímos del repentino silencio de las aves cuando advirtieron nuestra presencia. Oímos agua que corría por las paredes y que, según nos explicó el señor Daniels, era agua marina en proceso de desalinización.