—Puede que haya hecho una cosa así y puede que no —dijo—. No te creas nunca lo que quizá no pase de ser un rumor.
De esa manera me hizo pensar que Flavia Prins había hecho más espectacular el delito, que había subido el listón para compensar que yo hubiera visto al malhechor en carne y hueso, por lo que escogió un crimen con el que yo pudiera identificarme: el asesinato de un juez. El muerto habría sido boticario si el hermano de mi madre también lo hubiera sido.
Aquella noche hice mi primera anotación en el cuaderno del colegio. Se había producido una situación un tanto caótica en el salón Delilah cuando un pasajero atacó a su mujer durante una partida de bridge. Las burlas de su media naranja habían ido demasiado lejos mientras se jugaban corazones. Se había producido un intento de estrangulación y luego el oído de la señora había sido perforado con un tenedor. Logré seguir al sobrecargo mientras guiaba a la esposa por un estrecho corredor hacia el hospital, con una servilleta conteniendo la hemorragia, mientras el marido se refugiaba, furioso, en su camarote.
A pesar del toque de queda impuesto, Ramadhin, Cassius y yo nos escapamos de nuestros camarotes aquella noche, recorrimos las escaleras iluminadas a medias y poco seguras y esperamos a que apareciera el preso. Era casi medianoche, y los tres fumábamos trozos de mimbre (arrancados de una silla de bambú) que prendíamos y cuyo humo aspirábamos. Debido a su asma a Ramadhin no le entusiasmaba aquello, pero Cassius estaba decidido a que nos fumásemos la silla entera antes de terminar el viaje. Al cabo de una hora quedó claro que el paseo nocturno del preso se había suspendido. Sólo había oscuridad a nuestro alrededor, pero sabíamos cómo encontrar el camino. Nos deslizamos en silencio hasta la piscina, volvimos a encender trozos de bambú y flotamos boca arriba. Silenciosos como cadáveres contemplamos las estrellas. Sentíamos que nadábamos en el mar y no en una piscina rodeada de paredes en medio del océano.
El camarero me había dicho que tenía un compañero de camarote, si bien no había llegado nadie aún para ocupar la otra litera. En la tercera noche, sin embargo, cuando estábamos aún en el océano Índico, las luces del camarote se encendieron de pronto y un individuo que se presentó como el señor Hastie entró con una mesa plegable bajo el brazo, con intención de jugar a las cartas. Después de despertarme hizo que me cambiara de litera y que me fuese a la de arriba.
—Unos amigos vienen a echar una partida —me dijo—. Vuelve a dormirte.
Esperé a ver quién llegaba. Al cabo de media hora había en el camarote cuatro hombres jugando al bridge en silencio y con gran concentración. Apenas disponían de sitio suficiente alrededor de la mesa. No alzaban la voz debido a mi presencia, y pronto me quedé dormido entre los susurros de sus apuestas.
A la mañana siguiente me encontré otra vez solo. La mesa para jugar a las cartas estaba plegada y apoyada contra la pared. ¿Había dormido Hastie en el camarote? ¿Era un pasajero corriente o un miembro de la tripulación? Resultó ser el encargado de las perreras del
Oronsay
, y no debía de ser un trabajo arduo, porque empleaba la mayor parte del tiempo en leer o en ejercitar sin mucha convicción a los perros en una pequeña sección de la cubierta. El resultado era que tenía energía sobrante al acabar el día. De manera que, poco después de medianoche, sus amigos se reunían con él. Uno de ellos, el señor Invernio, era su ayudante en las perreras. Los otros dos trabajaban en el buque como radiotelegrafistas. Jugaban durante un par de horas todas las noches y luego se iban sin hacer ruido.
Raras veces me quedaba a solas con el señor Hastie. Cuando se presentaba a las doce, debía de pensar que yo necesitaba dormir, de manera que casi nunca iniciaba una conversación y sólo transcurrían unos minutos hasta que llegaban los otros. En alguna etapa durante sus viajes por el Oriente había adquirido la costumbre de usar sarong y la mayor parte del tiempo sólo llevaba eso atado a la cintura, incluso cuando aparecían sus amigos. Sacaba una botella de arac y cuatro vasitos que se dejaban en el suelo para que en la mesa no hubiera nada más que las cartas. Yo los miraba desde mi modesta altura en la litera de arriba y presenciaba cómo el muerto mostraba su mano a los otros jugadores. Veía el reparto de las cartas, escuchaba cómo se barajaban y luego las declaraciones.
Paso… Una pica… Paso… Dos tréboles… Paso… Dos sin triunfo… Paso… Tres diamantes… Paso… Tres picas… Paso… Cuatro diamantes… Paso… Cinco diamantes… Doble… Redoble… Paso… Paso… Paso…
Conversaban muy poco. Recuerdo que se llamaban por el apellido —«señor Tolroy», «señor Invernio», «señor Hastie», «señor Babstock»—, como si fuesen guardiamarinas en una academia naval del siglo XIX.
Más adelante durante el viaje, si me tropezaba con el señor Hastie en compañía de mis amigos, se comportaba de forma muy distinta. Cuando no estaba en nuestro camarote era dogmático y hablaba sin pausa. Nos contó sus vicisitudes en la marina mercante, sus aventuras con una ex esposa suya que era una amazona excepcional y el gran afecto que sentía por los sabuesos, a los que prefería sobre todas las demás razas de perros. Pero en la media luz de nuestro camarote a medianoche, el señor Hastie era un hombre que susurraba; después de la tercera partida de cartas, había tenido la cortesía de cambiar la brillante luz amarilla del camarote por otra azul más apagada. De manera que mientras yo me internaba en el reino de la somnolencia se servían bebidas, se ganaban
rubbers
y el dinero cambiaba de manos. La luz azul creaba la impresión de que los jugadores estaban dentro de un acuario. Cuando terminaban la partida, los cuatro subían a cubierta para fumar; media hora más tarde el señor Hastie regresaba al camarote sin hacer ruido y leía durante un rato antes de apagar la luz de su litera.
El sueño es una cárcel para un muchacho que tiene amigos con los que reunirse. Las noches nos impacientaban y nos levantábamos antes de que el amanecer se adueñara del buque. No queríamos esperar: queríamos seguir explorando sin descanso aquel universo. Tumbado en mi litera oía cómo Ramadhin llamaba discretamente a la puerta, en código. Un código inútil, pensándolo bien, porque, ¿quién podría haber aparecido a aquella hora? Dos toques, una larga pausa, otro toque. Si no bajaba de la litera y abría la puerta, oía su tos teatral. Y si a pesar de todo seguía sin responder, le oía susurrar «Mina»
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, el nombre del pájaro que se había convertido en mi apodo.
Nos reuníamos con Cassius junto a las escaleras y, muy poco después, paseábamos descalzos por la cubierta de primera clase, dado que sus dependencias eran un palacio sin vigilancia a las seis de la mañana, y dado que llegábamos allí antes de que el primer atisbo de luz apareciese en el horizonte, incluso antes de que las luces nocturnas imprescindibles se apagaran automáticamente al amanecer. Nos quitábamos la camisa y nos zambullíamos en la piscina de primera clase, pintada de color oro, sin apenas la menor salpicadura. El silencio era esencial mientras nadábamos a la media luz que acababa de surgir.
Si conseguíamos pasar inadvertidos durante una hora, teníamos la posibilidad de saquear el desayuno que ya estaba preparado en la cubierta del Sol: procedíamos a amontonar comida en unos platos y a escondernos, llevándonos, además, el recipiente de plata de la leche condensada, con la cuchara para servirla erguida en el centro de su considerable densidad. Luego trepábamos hasta uno de los botes salvavidas, a cierta altura por encima de la cubierta, donde disfrutábamos de un ambiente como de tienda de campaña, y allí consumíamos nuestras ilegales provisiones. Una mañana Cassius trajo un cigarrillo Gold Leaf que había encontrado en un salón, y se ofreció a enseñarnos a fumar con todas las de la ley.
Ramadhin rehusó cortésmente, dado que padecía asma, lo que ya era evidente para nosotros, sus amigos, y para los demás comensales de nuestra mesa. (Como seguiría siendo evidente cuando volví a tratarlo algún tiempo después en Londres. Ya teníamos trece o catorce años para entonces, y volvimos a vernos después de habernos distanciado mientras estábamos muy ocupados adaptándonos a un país extranjero. Incluso entonces, cuando lo veía con sus padres y con Massoumeh, su hermana, siempre se contagiaba de todos los resfriados y las gripes del barrio. Iniciamos una segunda amistad en Inglaterra, pero para entonces éramos distintos, perdida la antigua libertad que nos desligaba de las realidades terrenas. Y en algunas cosas, por aquel entonces, yo estaba más unido a su hermana, dado que Massi siempre nos acompañaba en nuestras expediciones por el sur de Londres: al velódromo de Herne Hill, al Brixton Ritzy, y luego al Bon Marché, donde corríamos, por alguna razón en pleno delirio, entre las hileras de puestos donde se vendía comida y ropa. Ciertas tardes, Massi y yo nos sentábamos en el reducido sofá de la casa de sus padres en Mill Hill, nuestras manos deslizándose hacia el otro bajo la manta que nos cubría mientras fingíamos interesarnos por las interminables retransmisiones de golf en la televisión. Una mañana muy temprano entró en la habitación del piso de arriba donde Ramadhin y yo dormíamos y se sentó a mi lado, con un dedo sobre los labios para que yo no hablara. Ramadhin dormía en su cama a poco más de un metro. Traté de incorporarme, pero Massi me empujó con la mano abierta, luego se desabrochó la chaqueta del pijama para que viera sus pechos recién estrenados, que casi parecían de color verde pálido debido al reflejo de los árboles al otro lado de la ventana. En el tiempo que siguió, advertí la tos de Ramadhin, el ruido que hacía al aclararse en sueños la garganta, mientras Massi, medio desnuda, asustada, intrépida, me hacía frente con la clase de emoción que acompaña a un gesto así cuando se tienen trece años).
Dejábamos en el bote salvavidas los platos y los cubiertos testigos de nuestros culpables desayunos, y regresábamos sigilosamente a la clase turista. A la larga un camarero descubrió los restos de nuestros repetidos latrocinios durante unos ejercicios de seguridad en los que se asignaba una tripulación a cada bote y se procedía a bajarlos hasta el mar, de manera que durante algún tiempo el capitán sospechó que había un polizonte a bordo y lo estuvo buscando.
No eran todavía las ocho de la mañana cuando cruzábamos la frontera de primera clase para regresar a la nuestra. Fingíamos tambalearnos con el movimiento del barco. Para entonces ya había aprendido a disfrutar con el lento valsar de nuestro buque de lado a lado. Y la realidad de mi independencia, con la excepción de la distante Flavia Prins y de Emily, era por sí sola una aventura. Carecía de responsabilidades familiares. Podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa. Y Ramadhin, Cassius y yo ya habíamos creado una regla. Todos los días teníamos, al menos, que perpetrar algo prohibido. El día no había hecho más que empezar y aún nos quedaban muchas horas por delante para llevar a cabo nuestra tarea.
Cuando mis padres se separaron, la ruptura de su matrimonio nunca se reconoció realmente, ni se explicó, pero tampoco fue algo que se ocultara. Puede decirse, más bien, que se presentó como un paso en falso, no como un accidente de automóvil. De manera que no estoy seguro de hasta qué punto la maldición del divorcio de mis padres recayó sobre mí. No recuerdo que sintiera su peso. Un chico sale de casa por la mañana y sigue estando ocupado en la construcción del mapa, todavía en formación, de su mundo. Pero la mía fue una adolescencia precaria.
Mientras estuve interno en el St. Thomas’ College, en Mount Lavinia, me gustaba mucho nadar. Me gustaba mucho todo lo que tuviera que ver con el agua. En los terrenos de la institución había un canal de cemento por el que corrían a gran velocidad las aguas de lluvia durante los monzones. Y aquel canal se convirtió en escenario de un juego en el que participaban algunos de los internos. Saltábamos dentro para que la corriente nos arrastrara con violencia, nos volteara y nos lanzara de un lado a otro. Cincuenta metros más adelante había una soga gris a la que nos agarrábamos para zafarnos de la fuerza de la corriente. Y veinte metros más allá el canal de aguas veloces se convertía en un sumidero que desaparecía bajo tierra y seguía su camino en la oscuridad. Nunca supimos adónde iba.
No éramos más allá de cuatro internos los que corríamos una y otra vez por las aguas del canal, de uno en uno, la cabeza apenas fuera del agua. Era un juego frenético, y había que agarrarse a la soga, salir del canal, volver corriendo hasta el principio bajo la lluvia torrencial y repetir el veloz trayecto una vez más. Durante uno de los recorridos mi cabeza quedó sumergida cuando me acercaba a la soga y no salí a la superficie a tiempo para agarrarme. La mano se me quedó en el aire, y aquello parecía no tener solución mientras me dirigía a toda velocidad hacia el sumidero del final. Era la muerte que me estaba destinada, aquella tarde en Mount Lavinia, en algún momento durante el monzón de marzo, y algo, además, que había sido pronosticado por un astrólogo. A los nueve años me esperaba ya un viaje ciego por un conducto oscuro bajo tierra. Una mano me sujetó por el brazo que aún seguía alzado, y un alumno de más edad me sacó del canal. Sin el menor dramatismo nos dijo a los cuatro que nos fuésemos de allí y luego se alejó a toda prisa bajo la lluvia sin molestarse en comprobar si le obedecíamos. ¿Quién era? Tendría que haberle dado las gracias. Pero estaba tumbado sobre la hierba, sin aliento y, por supuesto, calado hasta los huesos.
¿Quién era yo por aquel entonces? No recuerdo ninguna imagen exterior y, en consecuencia, carezco de percepción de mí mismo. Si tuviera que inventar una fotografía de mi infancia, sería de un niño descalzo con pantalón corto y camisa de algodón, y acompañado de un par de amigos del pueblo, corriendo a lo largo de la tapia mohosa que separaba la casa y el jardín de Boralesgamuwa del tráfico en la High Level Road. O podría ser yo solo, esperándolos, de espaldas a la casa, mirando hacia la carretera polvorienta.
¿Quién se da cuenta de lo satisfechos que viven los niños asilvestrados? La autoridad de la familia desaparecía para mí tan pronto como salía por la puerta. Aunque sin duda nos esforzábamos por entender y ordenar el mundo de los adultos, y nos preguntábamos qué era lo que sucedía en su interior, y por qué sucedía. Pero una vez que ascendimos por la plancha del
Oronsay
, nos encontramos por vez primera, y de manera inevitable, muy cerca de los adultos.