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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (20 page)

Arranqué a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos. Sarah había descubierto todo el asunto. Sin duda, poseía incluso varios diamantes.

A las nueve, Netanya apareció en el horizonte. Era una ciudad grande y clara, acurrucada al borde del mar. Seguí por la carretera costera que no era más que una sucesión de hoteles y clínicas, y comprendí la verdadera naturaleza de Netanya. Detrás de su apariencia de estación termal, la ciudad era un refugio para ancianos ricos que descansaban y se doraban al sol. Siluetas vacilantes, rostros resecos, manos temblorosas. ¿En qué pensarían ahora todos estos viejos? ¿En su juventud? ¿En los múltiples Yom Kipur celebrados año tras año? ¿En su destino de exilados? ¿En las guerras repetidas, en los horrores de los campos de concentración, en la lucha inevitable para ganar su propia tierra? Netanya, en Israel, era la última prórroga para los vivos, el cementerio de los recuerdos.

Pronto la carretera se abrió a la derecha sobre la plaza Atzma'ut, de donde partía la calle Herzl, feudo de los diamantes. Aparqué el coche y seguí a pie. Después de andar unos cien metros, entré en un barrio más denso, en el que dominaba una atmósfera de zoco hormigueante, ruidoso y perfumado. En las callejuelas sombrías, algunos rayos de sol penetraban aquí y allá, hasta los escaparates de las tiendas y las persianas echadas de las casas. Los aromas de las frutas se mezclaban con los del sudor y las especias. La gente se empujaba en un ir y venir incesante y precipitado. Las
kippas
, como soles negros, se destacaban entre la multitud.

Bañado en sudor, no podía quitarme la chaqueta que ocultaba mi Glock, escondida en una funda cerrada con un velcro que me había dado Sarah. Pensé que la joven judía había pasado por allí pocas horas antes llevando consigo diamantes y armas del último modelo. A la vuelta de la calle Smilasky, encontré lo que buscaba: los artesanos de los diamantes.

Las tiendas estaban unas encima de otras y despedían olor a polvo. El fuerte ruido de las brocas de los tornos zumbaba en los oídos. Los artesanos habían conservado aquí todos sus derechos. Delante de cada puerta había un hombre sentado, paciente y concentrado. Desde la primera tienda fui haciendo preguntas: «¿Ha visto usted a una joven alta y rubia? ¿Le ha ofrecido diamantes en bruto, de gran valor? ¿Ha intentado valorar las piedras o venderlas?». Cada vez recibía la misma negativa, la misma mirada incrédula detrás de las gafas bifocales o de la lupa monocular. La hostilidad del barrio era palpable. A los artesanos de diamantes no les gustan las preguntas, ni los problemas. Su papel comienza con el brillo de las piedras. Poco importa lo que haya pasado antes o la procedencia del objeto. A las doce y media ya le había dado la vuelta al barrio y no había obtenido la menor información. Algunas tiendas más y mi visita terminaría. A la una menos cuarto pregunté por última vez a un hombre viejo, que hablaba un francés perfecto. Detuvo el torno y me preguntó: «¿Llevaba una bolsa de golf?».

Sarah había pasado por aquí el día anterior por la tarde. Le había puesto un diamante en la mesa y le había preguntado: «¿Cuánto vale?». Isaac Knicklevitz había observado la piedra a la luz de la lámpara, escrutando sus reflejos sobre una hoja de papel, y después con la lupa de aumento. Lo había comparado con otros diamantes y había obtenido la certeza de que, en cuanto a transparencia y pureza, aquel diamante era una obra maestra. El viejo le había propuesto un precio y, sin negociar, Sarah había aceptado. Isaac había vaciado su caja fuerte y cerrado, así lo afirmaba, un excelente negocio. Sin embargo, Isaac no era un tipo fácil de engañar. Sabía que aquella visita no era más que la primera etapa de una aventura. Según él, una piedra como aquella, vendida sin certificado, no podía traer más que disgustos. Sabía que un hombre como yo, u otro, más oficial, acabaría por llamar a su puerta. Sabía también que tendría que devolver la piedra, a menos que tuviese tiempo de tallarla.

Isaac era un viejo con perfil aguileño y el pelo cortado a cepillo. Su cráneo cuadrado y sus anchos hombros le daban el aire de un cuadro cubista. Acabó por levantarse —a medias, porque la tienda era tan baja que yo mismo tenía que estar inclinado mientras hablábamos para invitarme a comer. Isaac tenía, sin duda, muchas cosas que contarme. Y Sarah estaba lejos. Me limpié el sudor de la cara y seguí al artesano a través de aquel dédalo de callejuelas.

Muy pronto, llegamos a una plaza pequeña cubierta por una tupida parra. Debajo de este techo fresco se desplegaban las pequeñas mesas de un restaurante. Alrededor, todo un mercado estaba en ebullición. Los carniceros berreaban detrás de sus mostradores y los clientes se abrían paso a codazos. A lo largo de los muros de adobe verde claro, como empotradas en la sombra, otras tiendas estaban llenas de agitación, rodeando este centro hormigueante con un círculo más vivo todavía. Isaac se abrió camino entre aquella confusión y se instaló en una mesa. Justo a nuestra derecha me asaltó un olor nauseabundo a sangre. Entre jaulas hediondas y una lluvia de plumas, un hombre cortaba metódicamente el cuello a cientos de pollos. El rojo de la sangre corría en oleadas. Cerca del matarife, un rabino colosal, todo de negro, mascullaba oraciones inclinándose sin descanso, con la Torá en la mano. Isaac sonrió:

—No parece estar muy familiarizado con el mundo judío, joven. ¿La palabra
casher
le dice algo? Todos nuestros alimentos deben bendecirse de esta manera. Cuénteme ahora su historia.

Fui muy directo.

—Isaac, no puedo contarle nada. La mujer que usted vio ayer está en peligro. Yo también estoy en peligro. Toda esta historia no es más que una gran amenaza para el que se acerca a ella. Confíe en mí, responda a mis preguntas y manténgase lejos de todo esto.

—¿Está usted enamorado de la joven?

—Yo no he empezado por ahí, Isaac. Pero digamos que sí, que quiero a esa joven; con locura. Digamos que toda esta intriga es una historia de amor, llena de confusión, de sentimientos y de violencia. ¿Le vale así?

Isaac sonrió y pidió en hebreo el plato del día. Por mi parte, el olor de las aves muertas me había quitado el apetito. Pedí un té.

El tallador volvió a hablar:

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Hábleme del diamante que la joven le vendió.

—Es una piedra suntuosa. No muy gruesa, algunos quilates, todo lo más, pero de una pureza y de una transparencia excepcionales. El valor de un diamante se establece según cuatro criterios invariables: el peso, la pureza, el color y la forma. El diamante de su amiga es totalmente incoloro y de una pureza sin tacha. Ni la más mínima imperfección. Un milagro.

—Si piensa que su origen es sospechoso, ¿por qué lo compró?

El rostro de Isaac se iluminó.

—Porque es mi oficio. Soy tallador de diamantes. Desde hace cuarenta años corto, perfilo y pulo piedras. Todo esto es un desafío para un hombre como yo. El papel de un tallador es esencial para la belleza de un diamante. Un mal corte y todo se acaba, el tesoro se pierde. Por el contrario, una talla acertada puede magnificar la piedra, enriquecerla, sublimarla. Cuando vi el diamante, comprendí que el cielo me concedía una oportunidad única de hacer un obra maestra.

—Antes de ser tallada, ¿cuánto vale una piedra de esta calidad?

Isaac puso mala cara.

—No es una cuestión de dinero.

—Respóndame, necesito saber el valor del diamante.

—Es difícil de decir. De cinco a diez mil dólares americanos, quizá.

Imaginé a las cigüeñas de Böhm rompiendo el aire, cargadas con su preciosa carga. Cada año volvían a Europa, se posaban en sus nidos, en los tejados de Alemania, de Bélgica, de Suiza. Millones de dólares cada primavera.

—¿Tiene usted idea del origen de un diamante como este?

—En las bolsas de diamantes, las piedras más hermosas desfilan envueltas en trozos de papel doblado. Nadie podría decir de dónde vienen. Ni siquiera si fueron extraídas en tierra o en el agua. Un diamante es totalmente anónimo.

—Una piedra de tal calidad no es frecuente. ¿Se sabe cuáles son las minas capaces de producirlas?

—Sí, aunque hoy en día los filones se han multiplicado. Están los de Sudáfrica y la República Centroafricana. Pero también los de Angola y los de Rusia, que son actualmente muy «fértiles».

—Una vez extraídos, ¿dónde se pueden vender los diamantes brutos?

—En un único lugar en el mundo: Amberes. Todo lo que no pasa por la compañía De Beers, que es un 20 o un 30 por ciento del mercado, se vende en las bolsas de diamantes de Amberes.

—¿Le dijo esto mismo a la joven?

—Sí, lo mismo.

Ella, por lo tanto, se encaminaba ahora a Amberes. Llegó el plato del día: albóndigas de habas fritas, acompañadas de puré de guisantes y aceite de oliva. Con suma tranquilidad, Isaac atacó sus pitas.

Lo observé un momento. Parecía dispuesto a ponerme al corriente de todo, sin pedir nada a cambio. En su mirada oblicua, yo no veía más que paciencia y atención. Comprendí que ya nada le podía extrañar. Su experiencia con los diamantes era una verdadera caja de sorpresas. Había visto ya demasiadas cabezas locas, almas descarriadas o individuos alucinados como yo.

—¿Cómo es el mercado de Amberes?

—Es impresionante. Esas bolsas de diamantes están tan protegidas como el Pentágono. Uno se siente observado por todos los lados por cámaras invisibles. Allí no hay colores políticos ni otras rivalidades. Solamente cuenta la calidad de las piedras.

—¿Cuáles son los principales obstáculos que pueden impedir la venta de diamantes? ¿Puede tener cabida el contrabando, para distintas ramificaciones?

Isaac soltó una risita irónica:

—¿Ramificaciones? Sí, sin duda alguna. El mundo de los diamantes brutos es un mundo aparte, señor Antioche. Es, sin duda, la fortaleza más protegida del mundo. La oferta y la demanda están absolutamente reguladas por la De Beers. Las formas de compra, selección y almacenamiento están establecidas, y existe un sistema único de compra para la mayoría de los diamantes del mundo. El papel que juega este sistema es el de distribuir, a intervalos regulares, una cantidad de piedras determinada. De abrir y de cerrar, si usted quiere, el grifo de los diamantes a escala mundial con la finalidad de evitar fluctuaciones incontrolables.

—¿Quiere usted decir que el contrabando de piedras brutas es imposible, que la De Beers domina la distribución de todos los diamantes?

—Todas las que se venden en Amberes. Por eso, ese término que ha usado usted antes, «ramificaciones», me hace gracia. La llegada regular de piezas extraordinariamente valiosas desestabilizaría el mercado y se descubriría en seguida.

Yo saqué mi trozo de papel doblado y mostré el diamante de Wilm.

—¿Piezas como esta?

Isaac se limpió la boca, se ajustó las gafas y le echó una ojeada de experto. A nuestro alrededor, el mercado estaba en pleno apogeo.

—Sí, como esta —asintió Isaac, mirándome con aire incrédulo—. Una cierta cantidad de ellas podría provocar un terremoto, una oscilación grande en los precios —le echó otra ojeada dubitativa a la piedra—. Es increíble. En toda mi vida, no he visto más que cinco piedras de esta calidad. Y en dos días, veo dos, como si fuesen tan banales como las canicas con las que juegan los niños. ¿Está en venta?

—No. Otra pregunta. Si he comprendido bien, ¿un traficante debe ante todo temer a la De Beers?

—En efecto. Pero no hay que subestimar a las aduanas, porque disponen de excelentes especialistas. Las policías de todo el mundo vigilan estas pequeñas piedras tan fáciles de ocultar.

—¿Cuál es la finalidad del contrabando de diamantes?

—La misma que la de todo contrabando: escapar a los impuestos, a las leyes de los países productores y distribuidores.

Max Böhm había sabido salvar esta red de obstáculos gracias a un sistema que nadie podía imaginar. Yo necesitaba todavía que Isaac me confirmase dos cosas más. Guardé la piedra y saqué de mi bolsa las fichas ornitológicas —unas fichas llenas de cifras, que yo nunca comprendí y cuya significación comenzaba a entrever.

—¿Puede echarle una ojeada a estas cifras y decirme lo que evocan para usted?

Isaac se ajustó de nuevo las gafas y leyó en silencio.

—Está muy claro —respondió—. Se trata de cifras que se refieren a diamantes. Le he hablado de cuatro criterios: el peso, el color, la pureza y la forma. Lo que se dice en inglés, las cuatro «ees»:
carat, colour, clarity, cut
…. Aquí, cada línea corresponde a uno de estos criterios. Vea, por ejemplo, este apartado: debajo de la fecha 13/4/ 87, leo: «VVSI», que significa
«Very Very Small Inclusions
». Una piedra excepcionalmente pura cuyas imperfecciones no se ven con una lupa de diez aumentos. Después: 10 C, es el peso: 10 quilates, y un quilate equivale a 0,20 gramos. Después, la letra D, que significa «Blanco excepcional +», que es el color más espléndido. Aquí tenemos la descripción de una piedra única. Si me atengo a las otras líneas y a otros datos que aparecen aquí, le puedo asegurar que el propietario de estos tesoros dispone de una fortuna inimaginable.

Mi garganta estaba más seca que el desierto. La fortuna de la que hablaba Isaac no era más que el «palmarés» de una única cigüeña a lo largo de varios años de migraciones. Se apoderó de mí el vértigo al pensar en la cantidad de fichas que tenía en la bolsa. Las entregas que recibía Böhm, cigüeña tras cigüeña, año tras año. Hice una última comprobación: «Y esto, Isaac, ¿qué me puede decir de esto?». Y le enseñé una mapa de Europa y de África, atravesado por líneas puntuadas. Se inclinó sobre él, y dijo al cabo de unos pocos segundos:

—Podría tratarse de los itinerarios que siguen los diamantes, desde los lugares de extracción africanos hasta los principales países de Europa, que son los que compran y tallan los diamantes. ¿Qué es esto? —añadió Knicklevitz en tono burlón—. ¿Sus ramificaciones particulares?

—Mis ramificaciones, sí, por así decirlo —contesté.

Le acababa de mostrar un simple mapa de las migraciones de las cigüeñas que no era más que una fotocopia sacada de un libro escolar.

El verdugo de aves seguía nadando en sangre.

Isaac se levantó y volvió a la carga:

—¿Qué va a hacer usted con la piedra?

—No puedo vendérsela, Isaac. La necesito.

—Una pena. Además, estas piedras son muy peligrosas.

Pagué la cuenta y le dije:

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