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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (21 page)

—Isaac, solo hay dos personas que saben que ese diamante lo tiene usted. La chica y yo. El asunto está cerrado, podríamos decir.

—Ya veremos, señor Antioche. Por otra parte, estas piedras me han dado un impulso juvenil inesperado, un rayo de luz en mis años de vejez.

Isaac se despidió con un gesto vago.


Shalom
, Louis.

Me perdí entre la multitud. Tomé por una de las callejuelas, llena de tiendas, e intenté averiguar dónde me encontraba. Mi cabeza era un torbellino y me costaba concentrarme. Además, otra sensación me preocupaba ahora. Más bien una impresión, que me atenazaba desde el momento en que me había metido entre toda aquella gente: la sensación de que alguien me seguía.

24

Encontré la calle Herzl y la plaza Atzma'ut. No estaba muy lejos del coche, pero decidí esperar un poco, confundido entre la gente. Fui paseando por la orilla del mar. La brisa marina soplaba a largas ráfagas saladas.

Me volvía, miraba a los viandantes, escrutaba sus rostros. No había nada sospechoso. Algunos vehículos se deslizaban por aquella luz blanca. Las altas fachadas de los edificios se elevaban con un resplandor de espejo. En uno y otro lado de la avenida, justo delante del mar, los ancianos tiritaban en sus sillas. Miré aquella larga hilera de espaldas encorvadas y baldadas. Me quedé sorprendido al ver lo absurdo de sus ropas. Abundaban los tejidos gruesos y tupidos, cuando la temperatura debía de sobrepasar los 35 grados. Prendas de lana, mantas, un impermeable, jerséis. ¡Un impermeable! Examiné aquella silueta que paseaba a lo largo de la balaustrada que dominaba la playa. Me dio un vuelco el corazón: acababa de reconocer a uno de los asesinos de Sofía.

Crucé corriendo la avenida.

El hombre se volvió. Abrió la boca, y en seguida huyó pasando entre los ancianos sentados. Aceleré, tropezando con las sillas y los viejos enfermos. En pocas zancadas alcancé al tipo. Él metió la mano en el impermeable. Lo atrapé por el cuello y le lancé un directo al estómago. Su grito se perdió en su garganta. Un fusil ametrallador Uzi cayó a sus pies. Le di una patada al arma y le cogí la nuca con ambas manos. Le golpeé el rostro con la rodilla y su nariz se rompió con un ruido seco. Percibí detrás de mí los gemidos de los ancianos despavoridos, que se levantaban entre las sillas derribadas.

—¿Quién eres, quién eres? —le grité en inglés. Le di un cabezazo entre los ojos y el hombre cayó de espaldas. Su cráneo golpeó contra el asfalto. Lo levanté. Trozos de cartílagos y mucosas le resbalaban por la nariz. «¡Que me digas quién eres!» —le asesté otra tanda de golpes en la cara. Mis falanges insensibles se aplastaron contra sus huesos—. «¿Quién te paga, cabrón?» —le chillé mientras lo sostenía con la mano derecha y con la izquierda registraba sus bolsillos. Encontré su cartera. Entre otros papeles, saqué su pasaporte. Era azul metálico y brillaba con el sol. Me quedé con la boca abierta al reconocer el logotipo incrustado en él: United Nations. El asesino tenía un pasaporte de Naciones Unidas.

Este segundo de vacilación fue mi ruina.

El búlgaro me largó un rodillazo en la entrepierna, y luego se levantó como un muelle. Yo me doblé de dolor. Me cogió y me lanzó una patada a la mandíbula con su bota reforzada con una puntera de hierro. La esquivé, pero sentí cómo mi labio se desgarraba. Un chorro de sangre saltó por los aires. Me llevé la mano izquierda a la cara, para tocarme la herida, mientras con la derecha malamente desenfundé la Glock. El asesino huía ya con toda la velocidad que le daban sus piernas.

En cualquier otra ciudad dispondría de algunos minutos para salir de allí. En Israel tenía, como máximo, unos pocos segundos antes de que la policía o el ejército interviniesen. Barrí el espacio con mi arma para hacer retroceder a los ancianos, luego salí de allí a toda prisa, dando traspiés y gimiendo de dolor, en dirección al coche, hacia la plaza Atzma'ut.

La mano me temblaba al meter la llave en la cerradura. La sangre me salía a chorros. Tenía los ojos llenos de lágrimas y me quemaba el pubis. Abrí la puerta y me dejé caer en el asiento. Sufrí una subida de tensión, como si mi cabeza fuese a partirse en dos. «Arrancar», pensé, «arrancar antes de que me desmaye». Cuando giré la llave de contacto, el rostro de Sarah pasó por mi mente. Nunca la había deseado tanto, nunca me había sentido tan solo. El coche hizo saltar pedazos de asfalto al arrancar.

Conduje así unos treinta kilómetros. Perdía mucha sangre y mi vista comenzaba a nublarse. Parecía que tocaban címbalos en mis sienes y mi mandíbula sonaba como un yunque. Las casas se espaciaron y el paisaje se transformó rápidamente en un desierto. Esperaba que de un momento a otro los polis o los soldados me detuviesen. Encontré un peñasco alto y me detuve en su sombra. Dirigí el retrovisor hacia mi rostro. La mitad de mi cara era un grumo de sangre en el que no se distinguía nada. Un trozo de carne me colgaba de la barbilla: era mi labio inferior. Reprimí una nueva náusea y luego cogí el botiquín del coche. Desinfecté la herida, me tomé unos analgésicos para calmar el dolor y fijé una venda elástica alrededor de mis labios. Me puse las gafas de sol y volví a echar una mirada al retrovisor: yo era ahora el doble del hombre invisible.

Cerré los ojos un momento para dejar que la calma me invadiese. Me habían seguido desde Bulgaria. O, al menos, conocían mi itinerario hasta el punto de poder encontrarme aquí, en Israel. Esto último no me extrañó. Después de todo, no había más que seguir a las cigüeñas para saberlo. Lo que más me sorprendía era aquel pasaporte de Naciones Unidas. Lo saqué del bolsillo y lo hojeé. El hombre se llamaba Miklos Sikkov, de origen búlgaro y de 38 años de edad. De profesión, escolta. El asesino, si de verdad trabajaba para Mundo Único, vigilaba el transporte de cargamentos humanitarios —medicamentos, alimentos, equipos. Esta palabra, la de escolta, tenía además otro significado: Sikkov era un hombre de Böhm, uno de los que, a lo largo de la ruta de las cigüeñas, las seguía, las vigilaba, o impedía que las cazasen en África. Examiné las páginas de visados. Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto, Mali, la República Centroafricana, Sudáfrica. Los sellos ofrecían una confirmación total de mi hipótesis. Durante cinco años, el agente de Naciones Unidas no había cesado de viajar por la ruta de las cigüeñas, tanto por la del este como la del oeste. Metí el pasaporte de Sikkov en la funda de mi agenda, luego arranqué y me dirigí hacia Jerusalén.

Durante media hora seguí por aquellos paisajes rocosos. El dolor disminuía. La frescura del aire acondicionado me hacía bien. No tenía más que un deseo: subirme a un avión y abandonar aquella tierra calcinada.

En mi desesperación por salir de allí no había tomado la vía más rápida, así que tendría que efectuar un largo recorrido por los territorios ocupados. Así, a las cuatro de la tarde, llegué a las afueras de Nablús. La perspectiva de encontrarme en mi estado con las barreras de control del ejército no dejaba de inquietarme. Jerusalén estaba a más de cien kilómetros. Noté, entonces, que un coche negro conducía detrás de mí. Observé por el retrovisor cómo flotaba en aquel aire abrasador. Aminoré la marcha y el coche se me acercó. Era un Renault 25, con matrícula israelí. Aminoré todavía más. Reprimí un estremecimiento de más de mil voltios: veía a Sikkov en el espejo del retrovisor, con la cara ensangrentada, con el aire de un monstruo escarlata agarrado al volante. Metí la tercera y aceleré de golpe. En pocos segundos sobrepasé los doscientos por hora. Pero el coche negro estaba siempre detrás de mí.

Seguimos así durante diez minutos. Sikkov intentaba adelantarme. Me esperaba que de un momento a otro una ráfaga me rompiese el parabrisas. Había puesto la Glock en el asiento del acompañante. De repente, Nablús surgió en el horizonte, gris y vaga en la dureza del aire. Mucho más cerca, a la derecha, apareció un campamento palestino. Un cartel anunciaba: Balatakamp. Recordé que mi matrícula era israelí. Tomé esa dirección y abandoné la carretera general. Las ruedas levantaban nubes de polvo. Aceleré todavía más. Estaba solo a unos metros del campamento. Sikkov me pisaba los talones. Vi en un tejado a un centinela israelí, con los prismáticos en la mano. Sobre otras terrazas se movían mujeres palestinas y me señalaban con el dedo. Hordas de niños surgieron de todas partes, recogiendo piedras. Todo ocurriría como yo esperaba. Me metí en la boca del infierno.

Las primeras piedras me alcanzaron cuando me metí por la calle principal. El parabrisas voló en mil pedazos. A mi izquierda, Sikkov buscaba siempre interponerse entre mi coche y la pared opuesta, llena de grafitos. Primer choque. Los dos coches rebotaron contra las paredes que nos encajaban. Delante de nosotros, los chicos continuaban tirándonos piedras. El Renault volvió al ataque. Sikkov, ensangrentado, me lanzaba miradas asesinas. Por todos los tejados, las mujeres gritaban, agitándose entre la ropa colgada. Acudieron los soldados israelíes, en estado de alerta, cargando sus fusiles con balas lacrimógenas y agrupándose al borde de las terrazas.

De repente, apareció una pequeña plaza. Giré bruscamente y di una vuelta completa. El chasis golpeó en tierra mientras una lluvia de piedras caía sobre el coche. Los cristales volaron en pedazos. Sikkov me adelantó y me cerró el paso. Vi cómo el asesino me apuntaba con el fusil y me tiré sobre el asiento del acompañante. Luego sentí el ruido de la puerta al ceder bajo la ráfaga. Al mismo tiempo, se oyeron silbidos de balas lacrimógenas. Levanté la vista. Tenía enfrente el cañón del búlgaro. Busqué la Glock, que se había caído al suelo. Demasiado tarde. Sin embargo, Sikkov no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Mientras me apuntaba, una piedra lo alcanzó en la nuca. Arqueó el tronco, lanzó un grito y luego desapareció. El gas comenzaba a extenderse. La vista se me nublaba y tenía la garganta desgarrada. El ruido que nos rodeaba era infernal.

Retrocedí y me arrastré por el polvo. A tientas, recuperé la Glock. Las balas de gas silbaban, las mujeres chillaban y los hombres corrían precipitadamente. Desde las cuatro esquinas de la plaza, los guerrilleros de la Intifada no cesaban de lanzar piedras. Ya no apuntaban a nuestros coches y se concentraban únicamente en los soldados que llegaban en masa. Los
jeeps
se metieron en la polvareda y descendieron de ellos unos hombres vestidos de verde con máscaras antigás. Algunos fusiles escupían aquel veneno blancuzco, otros estaban cargados con pelotas de goma, y otros disparaban balas de verdad contra niños de verdad. La plaza parecía un volcán en erupción. Los ojos me quemaban y tenía la garganta ardiendo. El ruido de los pasos y de las armas hacía temblar el suelo. Entonces, de repente, algo como una oleada enorme brotó de la tierra, como un trueno, inmenso, grave, magnífico. Una marea de voces entremezcladas. Vi entonces a los adolescentes palestinos, subidos a los muros, que cantaban el himno de su revolución, con los dedos separados formando la V de la victoria.

Al momento, pasaron por delante de mí las botas reforzadas de Sikkov que huía entre la espesa humareda. Me levanté y corrí en su dirección. Me metí por callejuelas estrechas siguiéndole los pasos a aquel cabrón. Perdía sangre, que en seguida la arena se bebía. Al cabo de unos pocos segundos, pude ver a Sikkov. Me arranqué las vendas de las manos y me acerqué la culata de la Glock. Corrimos todavía un poco más. Las paredes encaladas se sucedían. Ni él ni yo podíamos ir más aprisa con los pulmones llenos de gas. El impermeable de Sikkov estaba a pocos pasos de mí. Estaba a punto de atraparlo, cuando un reflejo lo previno. Se giró y me apunto con su 44 Magnum. El brillo del arma me cegó. Lancé una patada en su dirección. Sikkov retrocedió contra la pared, y luego volvió a apuntarme. Oí la primera detonación. Cerré los ojos y descargué al frente las dieciséis balas de la Glock. Fueron unos segundos eternos que me dejaron vacío. Cuando abrí los ojos, el cráneo de Sikkov no era más que un amasijo de sangre y fibras. De su piel ennegrecida surgían pequeños geiseres escarlatas. La pared, salpicada de trozos de cerebro y huesos, tenía un agujero de al menos un metro de diámetro. Guardé el arma por puro reflejo. A lo lejos, aún se oía el canto de los niños palestinos, desafiando a los fusiles israelíes.

25

Dos soldados israelíes me descubrieron en aquella pequeña plaza. Mi rostro vomitaba sangre y yo estaba en pleno delirio. No sabría decir dónde me encontraba exactamente ni qué estaba haciendo. Los enfermeros me recogieron. Tenía la Glock apretada contra mí debajo de la chaqueta. Unos minutos más tarde ya me estaban haciendo una transfusión, tumbado en una cama metálica, debajo de la lona de una tienda que desprendía un calor insoportable.

Llegaron los médicos y me examinaron la cara. Se expresaban en francés y hablaban de puntos de sutura, de anestesia, de intervención. Me tomaban por un turista inocente, víctima de un ataque de la Intifada. Comprendí que me encontraba en un dispensario de la organización Mundo Único, situado a unos quinientos metros de Balatakamp. Si mis labios no fuesen más que trozos de esparadrapo despegados, hubiera sonreído. Deslicé subrepticiamente la Glock debajo del colchón y cerré los ojos. Muy pronto la noche se apoderó de mí.

Cuando me desperté, todo era silencio y oscuridad. Ni siquiera era capaz de abarcar con la vista el tamaño de la tienda. Temblaba de frío y estaba bañado en sudor. Cerré los ojos y volví a mis pesadillas. Soñé con un hombre de brazos largos y secos que cortaba con sangre fría y una aplicación implacables el cuerpo de un niño. De vez en cuando aproximaba sus labios negros a las vísceras palpitantes. No podía ver su cara, porque estaba en un verdadero bosque de miembros y cuerpos colgados de ganchos, que tenían el color ocre y reluciente de la carne caramelizada que se ve en los restaurantes chinos.

Soñé con una explosión de carne dentro de una gran bolsa de lona de paredes redondeadas. Soñé con el rostro de Rajko sufriendo hasta la muerte, con el vientre abierto, las tripas temblorosas y aún calientes. Con Iddo, descuartizado por completo, con los órganos asomando, como un Prometeo atroz, devorado por las cigüeñas.

Amaneció. La vasta tienda estaba llena de camas y olía a alcanfor. Estaba atestada de jóvenes palestinos heridos, allí postrados. El zumbido de los grupos electrógenos se oía a lo lejos. Tres veces al día, me quitaban las vendas para darme de comer una especie de guiso de berenjenas con un té más negro que nunca. Tenía la boca como un bloque de cemento y el cuerpo lleno de agujetas. De un momento a otro, esperaba que viniesen soldados de Naciones Unidas o del ejército de Israel para sacarme de allí y detenerme. Pero no vino nadie y, por más que agucé el oído, no oí a nadie mencionar la muerte de Sikkov.

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