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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (25 page)

—Gabriel —dijo Bonafé—, te presento a Louis Antioche, un periodista francés. Desea ir a la selva con el fin de realizar un reportaje sobre los pigmeos. Creo que puedes ayudarle.

Gabriel me miró fijamente. Bonafé se dirigió a mí:

—Gabriel es originario de Lobaye. Toda su familia vive en la linde de la selva.

El negro me miraba con sus ojos saltones y dejaba entrever una pequeña sonrisa. El blanco repitió:

—Gabriel va a llevar sus papeles al ministerio. Uno de sus primos trabaja allí. Cuando su autorización esté preparada, pondré el todoterreno a su disposición.

—Muchas gracias.

—No me las dé. El coche no le va a ser de mucha utilidad. Treinta kilómetros después de Bangui ya empieza la selva. Y allí no hay ninguna carretera.

—¿Entonces?

—Debe seguir a pie hasta nuestras explotaciones. Serán más o menos cuatro días de marcha.

—¿No han hecho ninguna carretera hasta las minas?

Bonafé ahogó una carcajada:

—¡Carreteras! —se volvió hacia el negro—. ¡Carreteras, Gabriel! —luego se volvió de nuevo a mí—. Es usted un bromista, señor Antioche. No tiene idea de lo que es la jungla con la que va a enfrentarse. Bastan unas pocas semanas para que la vegetación borre del mapa cualquier carretera. Hace tiempo que hemos renunciado a trazar caminos en medio de ese caos de lianas. Además, en caso de que usted lo ignore, los diamantes son una carga muy ligera. No hacen falta camiones ni material específico. Disponemos, sin embargo, de un helicóptero, que hace de puente aéreo con la explotación. Pero no podemos fletar el aparato solamente para usted.

Una sonrisa se insinuó en sus labios como una anguila que se deslizase por aguas revueltas.

—Por otra parte, una vez que haya alcanzado la selva virgen, es inútil contar con nuestros hombres. Los mineros trabajan duro, y Clément, nuestro encargado, está chocho. En cuanto a Kiefer, ya le he prevenido, no se le acerque. Rodee, pues, la explotación y vaya a la Misión.

—¿A la Misión?

—En lo más profundo de la selva, una monja alsaciana ha instalado un dispensario. Atiende y educa a los pigmeos.

—¿Vive allí sola?

—Sí. Una vez al mes viene a Bangui, para supervisar el avituallamiento. Le permitimos usar nuestro helicóptero. Luego desaparece otra vez con sus porteadores hasta el mes siguiente. Si usted busca tranquilidad, es el lugar. No puede imaginar lugar más apartado del mundo. La hermana Pascale le enseñará los campamentos akas más interesantes. ¿Le parece bien?

La selva virgen, una monja protegida por los pigmeos, Kiefer en el corazón de las tinieblas. La locura de África comenzaba a cernirse sobre mí.

—Una última petición.

—Le escucho.

—¿Podría proporcionarme balas del 45 para una pistola automática?

Mi interlocutor me echó una mirada de arriba abajo, como para adivinar mis verdaderas intenciones. Luego le echó otra mirada a Gabriel y dijo:

—No hay problema.

Bonafé golpeó la mesa con la palma de la mano, se volvió hacia el negro y le preguntó:

—¿Has comprendido bien, Gabriel? Llevarás al señor Antioche hasta el linde de la selva. Luego le pedirás a tu primo que lo guíe hasta la Misión.

El negro asintió. No me había quitado la vista de encima. Bonafé le hablaba como un profesor a sus alumnos. Pero Gabriel parecía que podía hacer que rodásemos los dos por el suelo en un abrir y cerrar de ojos, sin esfuerzo, solo con la fuerza de su mente. Su inteligencia planeaba sobre aquel calor asfixiante como un insecto tenaz. Le di las gracias a Bonafé y volví a hablar de Kiefer.

—Dígame, ¿no es una idea un poco rara por parte de su director eso de instalarse en lo más oculto de este lodazal?

Bonafé volvió a soltar su risita burlona.

—Eso depende de cómo se mire. La extracción de diamantes exige una vigilancia muy estricta. Y además, Kiefer quiere saberlo todo, dirigirlo todo.

Me arriesgué con una última pregunta:

—¿Usted conoció a Max Böhm?

—¿El suizo? No, no personalmente. Llegué aquí después de que él hubiese abandonado la RCA, en 1980. Dirigía la Sicamine antes que lo hiciese el checo. ¿Lo conocía usted? Perdóneme, pero, según me cuentan todos, Böhm era incluso peor que Kiefer. Que no es poco —se encogió de hombros—. ¡Qué quiere usted, amigo mío! África empuja a la crueldad.

—¿En qué condiciones abandonó Max Böhm África?

—No lo sé. Creo que tuvo problemas de salud. O problemas con Bokassa. O ambas cosas a la vez. Realmente, no lo sé.

—¿Cree que Kiefer siguió en contacto con el suizo?

Esa pregunta sobró. Bonafé fijó sus pupilas en mí. Cada uno de sus iris parecía concentrarse en el fondo de mis pensamientos. No dijo nada. Yo esbocé una sonrisa y me levanté. En la puerta, Bonafé me repitió, al tiempo que me daba unas palmadas en la espalda:

—Recuerde, amigo, ni una palabra a Kiefer.

Caminé a la sombra de aquellos árboles gigantes. El sol daba de lleno y el barro, en algunos sitios, estaba ya seco y se deshacía como un pigmento púrpura. Las grandes copas de los árboles se mecían suavemente, movidas por el vaivén de la brisa.

De repente, sentí que una mano me tocaba en un hombro. Me volví. Gabriel estaba delante de mí, con su cara redonda y su sonrisa. Me dijo en seguida con voz grave:

—Patrón, a ti te interesan los pigmeos tanto como a mí los cactos. Conozco a alguien que te puede hablar de Max Böhm y de Otto Kiefer.

Mi corazón pegó un salto en mi pecho:

—¿Quién?

—Mi padre —Gabriel bajó la voz—. Mi padre era el guía de Max Böhm.

—¿Cuándo puedo verlo?

—Estará en Bangui mañana por la mañana.

—Que venga en seguida al Novotel. Lo esperaré.

31

Comí a la sombra, en la terraza del hotel. Las mesas estaban dispuestas alrededor de la piscina, y al abrigo de las plantas tropicales se podía degustar algún pescado de río. El Novotel parecía desierto. Los pocos clientes eran hombres de negocios europeos, que cerraban sus contratos a la carrera y solo esperaban una cosa: el avión de vuelta. Sin embargo, a mí me gustaba aquel hotel. La amplia terraza, con un suelo de piedra clara y llena de plantas, tenía esa melancolía de las mansiones coloniales abandonadas, en la que la vegetación dibuja ríos de lianas y lagos de hierbas silvestres.

Mientras saboreaba mi pescado, vi cómo el director del hotel le echaba una bronca al jardinero. Era un joven francés de tez verdosa que parecía estar al borde de un ataque de nervios. Intentaba reponer un rosal que el negro había aplastado por descuido. Sin diálogos, la escena parecía un
sketch
cómico. La irritación del blanco, sus gestos exagerados y el rostro contrito del negro, que movía la cabeza con aire ausente, tenían toda la pinta de una escena cómica de cine mudo.

Poco después, el director vino a darme la bienvenida, intentando descubrir el oscuro motivo que me había llevado a la República Centroafricana. Noté que se estremeció al ver la cicatriz de mi labio. Le expliqué que el motivo era hacer un reportaje. A su vez, él me contó su historia. Se había presentado voluntario para dirigir el Novotel de Bangui. Una etapa esencial en su carrera, me decía, y parecía sobrentenderse que, cuando se llega a dirigir algo así, uno puede enfrentarse después a lo que sea. Luego largó un extenso discurso sobre la incompetencia de los africanos, su despreocupación y sus innumerables defectos.

—Tengo que cerrar todo con llave —afirmaba, mientras sacudía un pesado manojo de llaves colgado de su cinturón—. Y no se fíe usted aunque tengan una pinta correcta. Es el fruto de un largo combate —el «combate» del director era una camisa rosa de manga corta, con una pajarita, que todos los camareros llevaban como si estuviesen representando una comedia—. ¡Tan pronto como abandonan el hotel —continuó—, vuelven descalzos a su choza y duermen en el suelo.

El rostro del director del hotel tenía la misma expresión que el de Bonafé. Era la de un desgaste, una corrosión extraña, como si una raíz hubiese nacido en el interior de su cuerpo y se alimentase de su sangre.

—A propósito —concluyó en voz baja—, ¿hay muchos lagartos en su habitación? —le dije que no y lo despedí con un largo silencio.

Después de comer decidí consultar los informes que había preparado en París sobre los diamantes y los trasplantes de corazón. Recorrí rápidamente la documentación relativa a las piedras —métodos de extracción, clasificación, quilates, etc.—. Sabía ahora bastante sobre la red de Böhm y sus eslabones esenciales. Las informaciones técnicas y los comentarios especializados no podían aportarme gran cosa.

Pasé al informe sobre cirugía cardíaca, compuesto de extractos de enciclopedias médicas. La historia de esta actividad era una verdadera epopeya, escrita por temerarios pioneros. Me sumergí en épocas pasadas:

(…). Los verdaderos comienzos de la cirugía cardíaca tuvieron lugar en Filadelfia, gracias a Charles Bailey. Su primera intervención sobre la válvula mitral data de finales de 1947. Fue un fracaso. El enfermo murió de una hemorragia. Sin embargo, Bailey tenía la certeza de hallarse en el buen camino. Sus colegas no escatimaron burlas. Lo tacharon de loco, de carnicero. Bailey esperó y reflexionó. En marzo de 1948 realizó una valvulotomía que obtuvo los plácemes del Wilmintong Memorial Hospital. Pero al tercer día, el enfermo murió por un fallo en la reanimación.

Para poder realizar sus proyectos, Bailey tuvo que convertirse en un cirujano ambulante y operar en los hospitales que admitiesen sus intervenciones. El 10 de junio de 1948, Charles Bailey debía operar a dos personas de estrechamiento mitral y en el mismo día. El primer enfermo murió por una parada cardíaca en medio de la intervención. Charles Bailey se apresuró a llegar al otro hospital antes de que se diese a conocer la noticia de su fracaso, por miedo a que le prohibiesen entrar en el quirófano. Entonces sucedió el milagro: la segunda intervención fue un éxito. Había nacido la cirugía de la válvula mitral…

Proseguí la lectura y me detuve en los primeros trasplantes cardíacos:

(…). Contrariamente a lo que se dice, no fue el cirujano sudafricano Christian Neethling Barnard quien, el 3 de diciembre de 1967, intentó el primer trasplante de corazón humano. Antes que él, en enero de 1960, el médico francés Pierre Sénicier había implantado el corazón de un chimpancé en el tórax de un enfermo de sesenta y ocho años que había llegado al último estadio de una insuficiencia cardíaca irreversible. La operación fue un éxito. Pero el corazón trasplantado solo funcionó algunas horas…

Seguí leyendo:

(…). Una de las fechas señaladas en la historia de la cirugía cardíaca es la del trasplante de corazón efectuado en 1967, en Ciudad del Cabo, por el profesor Christian Barnard. La técnica de esta operación, que luego se modernizó en Estados Unidos, en Inglaterra y en Francia, había sido puesta a punto por el profesor norteamericano Shumway —el llamado método «Shumway»…

El paciente, Louis Washkansky, tenía cincuenta y cinco años. En siete años había sufrido tres infartos de miocardio. El último lo había dejado en estado de insuficiencia cardíaca definitiva. Durante todo el mes de noviembre de 1967, un equipo de treinta cirujanos, anestesistas y otros técnicos se reunió de forma permanente en el hospital Groote Schuur, en Ciudad del Cabo, en espera de realizar la operación cuya hora y día fijó el profesor Christian Barnard. La decisión se tomó durante la noche del 3 al 4 de diciembre. Una joven de veinticinco años acababa de morir en un accidente de carretera. Su corazón reemplazaría al corazón enfermo de Louis Washkansky. Este sobrevivió tres semanas, pero sucumbió a una neumonía. La cantidad masiva de medicamentos inmunodepresores absorbidos para impedir el rechazo del trasplante había debilitado demasiado sus defensas y no le permitió luchar contra una infección…

Toda aquella carne abierta y la manipulación de los órganos me daban náuseas. Sin embargo, sabía que Max Böhm tenía su sitio en esta historia. El suizo había trabajado en Sudáfrica de 1969 a 1972. Imaginé explicaciones rocambolescas para su trasplante. Quizá se hubiese encontrado en Ciudad del Cabo con Christian Barnard o con alguno de los médicos de su servicio. Quizá hubiese ido a Sudáfrica, después de su ataque de 1977, con la finalidad de recibir un trasplante particular. O bien, por alguna razón que ignoraba, sabía que alguno de estos médicos capaces de hacer un trasplante se encontraba en el Congo en 1977. Todas estas versiones eran un poco increíbles. No aclaraban el carácter «milagroso» de la tolerancia física de Böhm.

Descubrí un pasaje en el que se trataban los problemas de la tolerancia:

(…). En el ámbito de la cirugía cardíaca, los problemas quirúrgicos están bien resueltos, pero las mayores dificultades están en el terreno inmunológico. En efecto, salvo en el caso de los verdaderos gemelos, el órgano del donante, aunque sea pariente, es reconocido por el receptor como diferente y será víctima de fenómenos de rechazo. Es, pues, necesario tratar al receptor con inmunodepresores para que no se produzca el rechazo. Los tratamientos usuales (azatioprina, cortisona) no son específicos y comportan un cierto número de riesgos, en particular de infección. Más recientemente, en los años ochenta, ha aparecido un nuevo producto: la cicloporina. Esta sustancia, obtenida de un hongo japonés, reduce eficazmente los fenómenos de rechazo. Los pacientes vieron así multiplicada por diez su esperanza de vida y los trasplantes pudieron generalizarse.

Otro medio de limitar los problemas de rechazo es elegir un donante lo más compatible posible. La solución más favorable es la de un miembro de la familia más próxima, que, sin ser gemelo, posee en común con el receptor cuatro antígenos de histocompatibilidad HLA (donante HLA idéntico). Hablamos aquí de órganos no vitales, como un riñón, por ejemplo. En el caso de que el órgano haya sido extraído de un cadáver, se intenta, para el intercambio de órganos a larga distancia, que la combinación sea lo más compatible posible. Existen más de veinte mil grupos de HLA diferentes…

Cerré el informe. Eran las seis de la tarde. Fuera era ya de noche. Me levanté y abrí la ventana de la habitación. Una bocanada de calor me golpeó en la cara. Era la primera vez que me enfrentaba con el calor tropical. Este clima no era un hecho anexo, una circunstancia más entre otras. Era una violencia que golpeaba la piel, un peso que se apoderaba del corazón y del cuerpo y los llevaba a profundidades difíciles de describir. Un reblandecimiento del ser, o de la carne, en el que los órganos se funden y se diluyen lentamente en su propia salsa.

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