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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (22 page)

Lentamente, volví a la realidad que me rodeaba. La Intifada era una guerra de niños y yo me encontraba en un hospital infantil. En las camas vecinas, los chavales sufrían y agonizaban en un silencio lleno de orgullo. Colgadas encima de la cabecera de las camas, las radiografías daban cuenta de los desastres de sus cuerpos: miembros rotos, carnes destrozadas, pulmones afectados. Había también numerosos niños enfermos; la falta de higiene favorecía todas las infecciones.

Al final de la tarde hubo un nuevo ataque. Se oyó a los lejos el ruido de los fusiles, el silbido de las bombas lacrimógenas y los gritos de los niños, enfurecidos, ebrios de rabia, corriendo y protegiéndose por las pequeñas calles de Balatakamp. Poco después llegó un cortejo de heridos. Las madres lloraban, histéricas debajo de su velo, y traían en brazos niños violáceos, que tosían y se ahogaban, y niños maltrechos, con la ropa bañada en sangre y la mirada macilenta, retorcidos sobre las camillas. Los padres sollozaban, con las manos de sus hijos entre las suyas, esperando la intervención quirúrgica, o gritando fuera, en aquella polvareda, su sed de venganza.

El tercer día, una ambulancia israelí vino a buscarme. Querían instalarme en una habitación confortable en Jerusalén, en espera de mi repatriación. Rehusé. Una hora más tarde, una delegación oficial de turismo me propuso un régimen alimenticio mejorado, un cómodo colchón y otras ventajas. De nuevo, rehusé. No por solidaridad con los árabes, sino porque aquella tienda era para mí el único refugio posible. Mi Glock, con el cargador lleno, estaba debajo de mi colchón. Los israelíes me hicieron rellenar un formulario en el que se estipulaba que todo lo que me había ocurrido o me pudiese ocurrir en Cisjordania era de mi única responsabilidad. Firmé. Les pedí a cambio que me consiguiesen un nuevo vehículo de alquiler.

Una vez que se marcharon, me lavé y examiné mi cara en un espejo mugriento. Mi tez estaba aún más oscura y había adelgazado considerablemente. Los pómulos me tensaban la piel haciendo que mi cara pareciese una calavera.

Con precaución, levanté las vendas que me tapaban la boca. Justo debajo de mi labio inferior, una larga cicatriz formaba literalmente una segunda sonrisa, como cosida con alambre de espino. Reflexioné sobre mi nuevo rostro. Luego pensé en mi personalidad, que no cesaba de cambiar. Sentí un oscuro optimismo, delirante y suicida. Me parecía que mi partida, el 19 de agosto, era como un apocalipsis íntimo. En pocas semanas me había convertido en un viajero anónimo, sin ninguna atadura, que corría terribles riesgos pero que se sabía recompensado cada día por la realidad que descubría. Además, Sarah ya me lo había dicho: yo no era «nadie». Mis manos sin huellas dactilares se habían convertido en símbolo de esa nueva libertad.

Aquella tarde pensé en Mundo Único. Mis sospechas eran infundadas. En los pocos días que llevaba allí, había podido evaluar la organización: no había ningún rastro de manipulaciones, de operaciones abusivas ni de que sirviesen de gancho para el tráfico de órganos. Los miembros de Mundo Único eran médicos generosos que ejercían su oficio con celo y dedicación. Aunque esta organización se cruzase a cada momento en mi camino, aunque Sikkov hubiese dicho que trabajaba para ella, aunque Max Böhm hubiese legado, por alguna misteriosa razón, su fortuna a la organización, la tesis del tráfico de órganos no me llevaba a ninguna parte. Sin embargo, tenía que existir alguna relación, estaba seguro.

26

El 10 de septiembre, Christian Lodemberg, uno de los médicos suizos de Mundo Único, que yo había conocido en el campamento, me quitó los puntos de la herida de la boca. Muy pronto pude articular algunas sílabas. Contra lo que se esperaba, salieron de mi pastosa boca, claras e inteligibles. Había recuperado el uso de la palabra. Aquella misma tarde le expliqué a Christian que yo era un ornitólogo que buscaba pájaros. Christian se mostraba escéptico.

—¿Hay cigüeñas por aquí? —le pregunté.

—¿Cigüeñas?

—Pájaros blancos y negros.

—Ah… —Christian, con su mirada clara, buscaba un doble sentido a mis palabras—. No, no hay bichos de esos en Nablus. Tiene que ir hacia Beit-She'an, en el valle del Jordán.

Le conté mi viaje y el seguimiento de las cigüeñas por satélite a través de Europa y África.

—¿Conoces a un tal Miklos Sikkov? —volví a preguntar—. Un tipo de Naciones Unidas.

—Ese nombre no me dice nada.

Le enseñé el pasaporte del asesino.

—Ya sé quién es —dijo cuando vio la foto—. ¿Cómo tienes tú este documento?

—¿Qué sabes de él?

—Poca cosa. Venía por aquí de vez en cuando. Un personaje sospechoso —Christian se calló y me miró—. Murió el día de tu accidente.

Christian me devolvió el pasaporte metalizado.

—No tenía rostro. Había recibido dieciséis balas del calibre 45 en la cara, disparadas a bocajarro. Nunca había visto una carnicería así. Una 45 no es un arma habitual por aquí. De hecho, el único 45 que conozco es el que tú escondes debajo del colchón.

—¿Cómo lo sabes?

—Una pequeña investigación personal.

—Y a Sikkov —proseguí—, ¿cuándo lo descubristeis?

—Justo después de encontrarte a ti, unas calles más allá. Entre tanta confusión, nadie te relacionó con él. Primero creímos que se trataba de un ajuste de cuentas entre palestinos. Luego reconocimos la ropa, el arma, todo. El análisis de las huellas dactilares —todos estamos fichados en Mundo Único— confirmó la identidad del búlgaro. Los médicos que le practicaron la autopsia encontraron varias balas dentro de la cavidad craneal. Leí el informe, un documento confidencial, sin nombre ni número. Comprendí rápidamente que allí había gato encerrado. Primero, porque la muerte de este hombre era muy misteriosa; luego, porque era aquel búlgaro cuyo papel aquí era también muy oscuro. Le explicamos al Shinbet que se trataba de un simple accidente, que el cuerpo pertenecía a nuestra organización y que todo aquello no afectaba para nada a la policía israelí. Estamos protegidos por Naciones Unidas. Los israelíes no pueden decir nada. Nadie habló de asesinato, ni de pistola. Caso cerrado.

—¿Quién era Sikkov?

—No lo sé. Una especie de mercenario, enviado por Ginebra, encargado de nuestra protección frente a eventuales robos. Sikkov era un extraño tipejo. El año pasado solo vino algunas veces.

—¿Cuándo?

—No recuerdo bien. En septiembre, creo. Y en febrero.

Eran las fechas del paso de las cigüeñas por Israel. Nueva confirmación: Sikkov era un «peón» de Böhm.

—¿Qué hicisteis con el cuerpo?

Christian se encogió de hombros.

—Lo enterramos, simplemente. Sikkov no era de esa clase de gente que tenga una familia que reclame su cuerpo.

—¿No os habéis preguntado quién lo mató?

—Sikkov era un tipo sospechoso. Nadie ha sentido su muerte. ¿Lo mataste tú?

—Sí —dije con un hilo de voz—. Pero no puedo contarte mucho más. Ya te he dicho que el motivo de mi viaje eran las cigüeñas. Tengo la convicción de que Sikkov también las seguía. En Sofía, este búlgaro y otro hombre intentaron asesinarme. Mataron a varios inocentes. En el enfrentamiento maté a su colega y huí. Pero Sikkov me volvió a encontrar aquí. De hecho, conocía mi próxima etapa.

—¿Cómo lo supo?

—Por las cigüeñas. ¿De verdad que no sabes qué hacía Sikkov en el campamento?

—En todo caso, nada que tuviese que ver con la medicina. Este año estuvo aquí quince días. Luego desapareció de repente. Cuando lo volví a ver, ya estaba muerto.

Sikkov esperaba, pues, a las cigüeñas en Israel, pero «alguien» le hizo regresar a Bulgaria con el único fin de matarme.

—Sikkov tenía armas muy modernas. ¿Cómo explicas eso?

—Tienes la respuesta en la mano —señaló el pasaporte metalizado—. Sikkov, como agente de seguridad de Naciones Unidas, disponía sin duda de las armas de los cascos azules.

—¿Por qué Sikkov tenía un pasaporte de Naciones Unidas?

—Un pasaporte como ese es muy práctico. Con él no hay necesidad de visados para franquear las fronteras y así se evitan los controles. Las Naciones Unidas conceden muchas veces estas facilidades a nuestros agentes que viajan mucho. Un favor, de alguna manera.

—¿Mundo Único está muy próximo a Naciones Unidas?

—Sí, pero somos independientes.

—¿El nombre de Max Böhm te dice algo?

—¿Es alemán?

—Es un ornitólogo suizo, bastante conocido en tu país. ¿Y el de Iddo Gabbor?

—Tampoco.

Ni estos nombres, ni los de Milan Djuric o Markus Lasarevitch le decían nada a Christian. Le pregunté una vez más:

—¿Vuestros equipos pueden realizar operaciones quirúrgicas importantes, como trasplantes de órganos?

Christian se encogió de hombros y dijo:

—No disponemos de material tan sofisticado.

—¿Efectuáis análisis de tejidos para determinar eventuales compatibilidades de órganos?

—¿Un análisis del tipo de HLA, quieres decir? —anoté este nombre en mi cuaderno—. No, en absoluto. Bueno, tal vez… no lo sé. Realizamos muchos análisis a nuestros pacientes. Pero ¿para qué hacer un análisis de tejidos? No tenemos material para operar.

Le hice una última pregunta:

—Aparte de la muerte de Sikkov, ¿no has notado aquí actos de extraña violencia, de una crueldad que no encaja con la Intifada?

Christian negó con la cabeza:

—No tenemos necesidad de originalidades de ese tipo.

Me miró fijamente como si me viese por primera vez, y dijo soltando una risita nerviosa:

—Tu mirada me da miedo. ¡Me gustabas más antes, cuando estabas mudo!

27

Dos días después salí para Jerusalén. En el camino maduré un nuevo plan. Estaba más que nunca decidido a seguir la ruta de las cigüeñas. Pero iba a cambiar de dirección. La presencia de Sikkov en Israel probaba que mis enemigos conocían mi trayectoria: la del vuelo de los pájaros. Resolví contrarrestar esta lógica y seguir a las cigüeñas del oeste. Este cambio de dirección comportaba dos ventajas: por una parte, me libraría de mis perseguidores, cuando menos de momento; por otra, las cigüeñas del oeste, que sin duda estaban ya en las proximidades de la República Centroafricana, me llevaría hasta los mismos traficantes.

Llegué al aeropuerto Ben Gurion, en ese momento totalmente desierto, alrededor de las cuatro de la tarde. Poco después, salía un avión para París. Cogí algunas monedas y busqué una cabina telefónica.

Llamé primero a mi contestador. Dumaz había telefoneado varias veces. Hablaba de lanzar un aviso de búsqueda internacional. Tenía serios motivos para angustiarse. Una semana antes le había prometido que lo llamaría al día siguiente. A través de sus mensajes, pude seguir la evolución de sus pesquisas. Dumaz, que había ido a Amberes, hablaba de «descubrimientos esenciales». Sin duda, el inspector había encontrado la huella de Böhm en las bolsas de diamantes.

Wagner también me había llamado repetidas veces, desconcertado por mi silencio. Seguía con precisión el itinerario de las cigüeñas y me había enviado a mi casa un fax en el que resumía todo. Tenía, además, una llamada de Nelly Braesler. Marqué el número del teléfono directo de Dumaz. Al cabo de ocho timbrazos, el inspector respondió y se sobresaltó al oír mi voz.

—Louis, ¿dónde está usted? Creí que había muerto.

—No anduve muy lejos. Estaba refugiado en un campamento palestino.

—¿En un campamento palestino?

—Ya le contaré todo más tarde, en París. Regreso esta tarde.

—¿Abandona la investigación?

—Al contrario, continúo en ella con más fuerza.

—¿Qué ha descubierto?

—Muchas cosas.

—¿Por ejemplo?

—No quiero decir nada por teléfono. Espere mi llamada, esta noche. Luego envíeme en seguida un fax. ¿De acuerdo?

—Sí, yo…

—Hasta esta noche.

Colgué. Luego llamé a Wagner. El científico me confirmó que las cigüeñas del este se encaminaban hacia Sudán. La mayor parte de ellas había conseguido franquear el canal de Suez. Le pregunté en seguida por las del oeste, y le comuniqué mi decisión de seguir ahora esta otra emigración. Me inventé nuevos motivos para justificar este cambio: la impaciencia por sorprenderlas en la sabana africana y observar allí su comportamiento y alimentación. Ulrich consultó su ordenador y me dio toda la información. Los pájaros estaban atravesando en aquel momento el Sahara. Algunos habían tomado ya la dirección de Mali y del delta del Níger, otros iban hacia Nigeria, Senegal y la República Centroafricana. Le pedí a Wagner que me enviase por fax el mapa del satélite y un listado de localizaciones exactas.

Era el momento de facturar mi equipaje. Había desmontado cuidadosamente la Glock 21 y disimulado sus dos partes metálicas —el cañón y la culata— en una especie de cajita de herramientas grasienta que Christian me había proporcionado. Por el contrario, había abandonado todos los cartuchos. En el mostrador de embarque me esperaba un agente de la oficina de turismo israelí. Con mucha cordialidad, me dijo que no quería ocultarme que me había seguido desde mi salida de Balatakamp. Me pidió que lo acompañase y tuve la agradable sorpresa de atravesar la aduana y los controles con las maletas en la mano, sin sufrir ningún registro, ni ningún interrogatorio. «Deseamos», me explicó mi guía «ahorrarle las habituales molestias de la legislación israelí». Deploró, por último, que hubiese tenido un «accidente» en Balatakamp y me deseó buen viaje. En la sala de embarque me maldije por dentro por no haber metido también las balas del 45.

Despegamos a las siete y media. En el avión abrí el libro que Christian me había regalado,
Los caminos de la esperanza
, en el que Pierre Doisneau contaba su historia. Era un libro lleno de buenos sentimientos y escrito con cierto estilo. Así, se podía leer: «Los rostros de los enfermos eran pálidos. Despedían tristeza, una luz dulce, que tenía el color apagado y melancólico del azufre. Aquella mañana supe que estos niños eran flores, flores enfermas, y que era necesario protegerlos y devolverlos a la vida sana…».

O esto otro: «El monzón se aproxima. Y con él, las cohortes inevitables de miasmas y enfermedades. La ciudad se cubrirá de rojo y sus calles llamarán a la muerte. Poco importa el barrio, poco importa de qué manera. El espectáculo del dolor humano se extenderá y agrandará por todas las aceras mojadas, hasta los confines enfebrecidos de la humanidad, allí donde la carne entra en su noche ciega…».

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