Ender el xenocida (18 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

«Podría hacer que te lavaras las manos hasta que sangraran todos los días de tu vida.»

Pero entonces algo se agitó en la mente de Qing-jao, y vio que la muchacha podría considerar que eso no era peor. Tal vez Wang-mu se lavaría alegremente las manos hasta que no quedara más que un amasijo sangrante de piel despellejada en los muñones de sus muñecas, con tal de aprender todo lo que ella sabía. Qing-jao se sentía oprimida por la imposibilidad de la tarea que su padre le había encomendado, aunque era una tarea que, tuviera éxito o fracasara, cambiaría la historia. Wang-mu consumiría toda su vida y nunca emprendería una sola tarea que no necesitara volver a ser hecha al día siguiente; toda la vida de Wang-mu se agotaría realizando trabajos que sólo serían advertidos o comentados si los hacía mal. ¿No era el trabajo de un sirviente casi tan carente de fruto, en el fondo, como los rituales de purificación?

—La vida de un sirviente debe de ser dura —comentó Qing-jao—. Me alegro por tu bien de que no hayas sido contratada todavía.

—Mis padres albergan la esperanza de que sea hermosa cuando me convierta en una mujer. Entonces conseguirán mejores condiciones en el contrato para ponerme a servir. Tal vez el mayordomo de un hombre rico me quiera como esposa; tal vez una dama rica me quiera como doncella secreta.

—Ya eres hermosa-aseguró Qing-jao.

Wang-mu se encogió de hombros.

—Mi amiga Fan-liu está sirviendo, y dice que las feas trabajan más, pero los hombres de la casa las dejan en paz. Las feas son libres de tener sus propios pensamientos. No tienen que decir cosas bonitas a sus señoras.

Qing-jao pensó en las sirvientas de la casa de su padre. Sabía que Han Fei-tzu nunca molestaría a ninguna de ellas. Y nadie tenía que decirle cosas bonitas a ella.

—En mi casa es diferente —declaró.

—Pero yo no sirvo en tu casa —contestó Wang-mu.

Entonces, de repente, toda la escena se aclaró. Wang-mu no le había hablado por impulso. Lo había hecho con la esperanza de que le ofreciera un lugar como sirviente en la casa de una dama agraciada por los dioses. Por lo que sabía, el chismorreo en la ciudad trataba de la joven dama agraciada Han Qing-jao, que había terminado su formación con sus tutores y se había embarcado en su primera tarea adulta, y que no tenía aún marido ni doncella secreta. Si Wang-mu se había abierto paso en la misma cuadrilla de la labor virtuosa que Qing-jao para mantener precisamente esta conversación. Durante un momento, Qing-jao se enfureció. Luego pensó: «¿Por qué no podría hacer exactamente lo que ha hecho? Lo peor que podría pasarle es que yo adivinara lo que hacía, me enfadara y no la contratara. Entonces no estaría peor que antes. Y si no me diera cuenta de sus intenciones y me cayera bien y la contratara, sería la doncella secreta de una dama agraciada por los dioses. Si yo estuviera en su lugar, ¿no haría lo mismo?».

—¿Crees que puedes engañarme? —preguntó—. ¿Crees que no sé que quieres que te contrate como sirvienta?

Wang-mu pareció aturdida, enfadada, temerosa. Sin embargo, prudentemente, no dijo nada.

—¿Por qué no me respondes con ira? —se extrañó Qing-jao—. ¿Por qué no niegas que me has hablado solamente para que te contrate?

—Porque es cierto —contestó Wang-mu—. Te dejo tranquila ahora.

Eso era lo que Qing-jao esperaba oír, una respuesta sincera. No tenía ninguna intención de dejar ir a Wang-mu.

—¿Cuánto de lo que me has dicho es verdad? ¿Quieres una buena educación? ¿Quieres hacer algo mejor en tu vida que servir?

—Todo —respondió Wang-mu, y había pasión en su voz—. Pero ¿qué te importa a ti? Soportas la terrible carga de la voz de los dioses.

Wang-mu pronunció su última frase con un sarcasmo tan desdeñoso que Qing-jao casi se rió en voz alta, pero se contuvo. No había ningún motivo para hacer que la muchacha se enfadara más de lo que ya lo estaba.

—Si Wang-mu, hija-del-corazón de la Real Madre del Oeste, te contrataré como mi doncella secreta, pero sólo si estás de acuerdo con las siguientes condiciones. Primero, me dejarás ser tu maestra y estudiarás todas las lecciones que te asigne. Segundo, siempre me hablarás como a una igual y nunca te inclinarás ante mí ni me llamarás «sagrada». Y tercero…

—¿Cómo podría hacer eso? —dijo Wang-mu—. Si no te trato con respeto, los demás dirán que soy indigna. Me castigarán cuando no estés mirando. Las dos caeremos en desgracia.

—Por supuesto que me tratarás con respeto cuando otras personas puedan vernos —declaró Qing-jao—. Pero cuando estemos a solas, nada más que tú y yo, nos trataremos como iguales o te despediré.

—¿La tercera condición?

—Nunca revelarás a nadie ni una sola palabra de lo que te diga.

El rostro de Wang-mu mostró claramente su ira.

—Una doncella secreta no lo hace nunca. En nuestras mentes se colocan barreras.

—Las barreras te ayudan a no decirlo, pero si quieres hacerlo, puedes sortearlas. Y hay quienes intentarán persuadirte para que hables.

Qing-jao pensó en la carrera de su padre, en todos los secretos del Congreso que mantenía en la cabeza. No se los decía a nadie; no tenía nadie en quien confiar excepto, a veces, en Qing-jao. Si Wang-mu resultaba ser fiel, Qing-jao tendría a alguien. Nunca estaría tan solitaria como su padre.

—¿Me comprendes? —preguntó—. Otras personas pensarán que te contrato como doncella secreta. Pero tú y yo sabremos que en realidad vienes a ser mi estudiante, y yo te traigo para que seas mi amiga.

Wang-mu la miró, asombrada.

—¿Por qué haces eso, cuando los dioses ya te han dicho cómo soborné al capataz para que me dejara estar en tu cuadrilla y no interrumpirnos mientras hablara contigo?

Los dioses no le habían dicho nada de eso, por supuesto, pero Qing-jao tan sólo sonrió.

—¿Por qué no piensas que tal vez los dioses quieran que seamos amigas?

Avergonzada, Wang-mu dio una palmada y se rió con nerviosismo. Qing-jao cogió las manos de la muchacha y descubrió que estaba temblando. Así que no era tan atrevida como parecía.

Wang-mu bajó la cabeza y Qing-jao siguió su mirada. Las manos estaban cubiertas de tierra y lodo, reseco ahora porque llevaban de pie mucho tiempo, sin tocar con ellas el agua.

—Estamos muy sucias —observó Wang-mu.

Hacía tiempo que Qing-jao había aprendido a no dar importan-cia a la suciedad de la labor virtuosa, para lo que no se requería ningún castigo.

—He tenido las manos mucho más sucias que ahora. Ven conmigo cuando nuestra labor virtuosa haya terminado. Le contaré nuestro plan a mi padre, y él decidirá si puedes ser mi doncella secreta.

La expresión de Wang-mu se agrió. Qing-jao se alegró de que su rostro no fuera tan inescrutable.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Los padres siempre lo deciden todo —se lamentó Wang-mu.

Qing-jao asintió, preguntándose por qué Wang-mu se molestaba en decir algo tan obvio.

—Ése es el principio de la sabiduría —dijo—. Además, mi madre está muerta.

La labor virtuosa siempre terminaba a primeras horas del atardecer. Oficialmente, era para que la gente que vivía lejos de los campos tuviera tiempo de regresar a su casa. En realidad, era en reconocimiento de la costumbre de celebrar una fiesta al final de la labor. Como habían trabajado sin descanso durante toda la hora de la siesta, mucha gente se sentía mareada después de la labor virtuosa, como si hubieran permanecido despiertos toda la noche. Otros se sentían torpes y vacilantes. Todo era una excusa para beber y cenar con los amigos, y luego desplomarse en la cama temprano para compensar el sueño perdido y el duro trabajo del día.

Qing-jao era de las que se sentían agotadas; Wang-mu era obviamente de las alegres. O tal vez se debía simplemente al hecho de que la Flota Lusitania pesaba sobre la mente de Qing-jao, mientras que Wang-mu acababa de ser aceptada como doncella secreta por una muchachita a quien hablaban los dioses. Qing-jao guió a Wang-mu a través de los trámites para solicitar empleo en la Casa de Han (lavarse, tomar las huellas, la comprobación de seguridad), hasta que finalmente se hartó de escuchar la voz temblorosa de Wang-mu y se retiró.

Mientras subía las escaleras hacia su habitación, Qing-jao oyó que Wang-mu preguntaba temerosamente:

—¿He ofendido a mi nueva señora?

Y Ju Kung-mei, el guardián de la casa, respondió:

—La agraciada responde a otras voces aparte de la tuya, pequeña.

Fue una respuesta amable. Qing-jao admiraba con frecuencia el tacto y la sabiduría de aquellos a quienes su padre había contratado. Se preguntó si habría elegido con el mismo acierto en su primer contrato.

En ese momento supo que se había precipitado al tomar una decisión tan rápida, sin consultar antes a su padre. Wang-mu resultaría inadecuada, y su padre la reprendería por haber actuado alocadamente.

Imaginar el reproche de su padre bastó para provocar el reproche inmediato de los dioses. Qing-jao se sintió sucia. Se apresuró a su habitación y cerró la puerta. Resultaba amargamente irónico que pudiera pensar hasta la saciedad lo odioso que era ejecutar los rituales que los dioses exigían, lo vacía que era su adoración, pero al pensar deslealmente en su padre o el Congreso Estelar tenía que cumplir una penitencia inmediatamente.

Por norma se pasaba media hora, una hora, quizá más, resistiendo la necesidad de la penitencia, soportando su propia suciedad. Hoy, sin embargo, ansiaba el ritual de purificación. A su modo, el ritual tenía sentido, estructura, principio y fin, reglas que seguir. No como el problema de la Flota Lusitania.

Tras arrodillarse, eligió deliberadamente la veta más estrecha y débil de la tabla más clara que encontró. Ésa sería una penitencia dura: tal vez los dioses la juzgarían lo bastante limpia para mostrarle la solución del problema que su padre le había planteado. Tardó media hora en cruzar la habitación, pues constantemente perdía la veta y tenía que empezar de nuevo una y otra vez.

Al final, exhausta por la labor virtuosa y con los ojos irritados por seguir las líneas, ansió desesperadamente el sueño. En cambio, se sentó en el suelo ante su terminal y solicitó el resumen de su trabajo hasta el momento. Después de examinar y eliminar todos los absurdos inútiles que se habían acumulado durante la investigación, Qing-jao se había quedado con tres amplias categorías de posibilidad. Primero, que la desaparición obedeciera a algún hecho natural que, a la velocidad de la luz, no resultara visible a los astrónomos que observaban el cielo. Segundo, la pérdida de las comunicaciones ansibles fue el resultado de un sabotaje o de una decisión de la propia flota. Tercero, que la pérdida de las comunicaciones se debiera a una conspiración planetaria.

La primera hipótesis quedaba virtualmente eliminada por la forma en que viajaba la flota. Las naves no estaban suficientemente cerca para que ningún fenómeno natural conocido las destruyera simultáneamente. La flota no se había encontrado antes de partir: el ansible hacía que esas cosas fueran una pérdida de tiempo. En cambio, todas las naves se dirigieron a Lusitania desde el lugar donde se encontraban cuando fueron asignadas a la flota. Incluso ahora, con sólo un año aproximado de viaje antes de colocarse todas en la órbita de la estrella de Lusitania, estaban tan separadas que ningún hecho natural concebible podría haberlas afectado a todas a la vez.

La segunda categoría podía considerarse casi tan improbable por el hecho de que la flota entera había desaparecido, sin excepción. ¿Podía algún plan humano funcionar con tanta perfección y eficiencia, y sin dejar ninguna prueba de su preparación en ninguna de las bases de datos o perfiles de personalidad o diarios de comunicación que se mantenían en los ordenadores planetarios? Tampoco había la más leve evidencia de que nadie hubiera alterado o escondido ningún dato, o enmascarado las comunicaciones para evitar dejar rastros. Si era un plan de la flota, no existía ninguna prueba, ni engaño, ni error.

La misma falta de evidencias hacía que la idea de una conspiración planetaria fuera aún más improbable. Por otra parte, el carácter simultáneo de la desaparición de la flota hacía que todas las posibilidades fueran aún menos dignas de crédito.

Por lo que podían determinar, todas las naves habían roto las comunicaciones ansibles casi en el mismo momento exacto. Podría haber una diferencia de segundos, quizás incluso de minutos, pero en cualquier caso no llegaron a cinco, ni hubo una abertura suficientemente amplia para que nadie a bordo de una nave hiciera ninguna observación de la desaparición de otra.

El resumen era elegante en su simpleza. No quedaba nada. La evidencia era tan completa como podría llegar a serlo jamás, y hacía inconcebible cualquier explicación imaginable.

«¿Por qué me ha hecho esto mi padre?», se preguntó, y no por primera vez.

Inmediatamente (como de costumbre), se sintió sucia por formular esa pregunta, por dudar de la perfecta corrección de su padre en todas las decisiones. Necesitaba lavarse, sólo un poco, para anular la impureza de su duda.

Pero no se lavó. En cambio, dejó que la voz de los dioses se hinchara en su interior, que su orden se volviera más urgente. Esta vez no resistía por un virtuoso deseo de volverse más disciplinada. Esta vez intentaba deliberadamente atraer la máxima atención posible de los dioses. Sólo cuando jadeaba ya con la necesidad de lavarse, sólo cuando se estremecía ante el contacto más casual con su propia carne (una mano que rozara una rodilla), sólo entonces dio voz a su pregunta.

—Vosotros lo hicisteis, ¿verdad? —interrogó a los dioses—. Lo que ningún ser humano pudo hacer, debisteis hacerlo vosotros. Extendisteis la mano y acabasteis con la Flota Lusitania.

La respuesta vino, no en palabras, sino en la necesidad cada vez mayor de purificarse.

—Pero el Congreso y el almirantazgo no pertenecen al Sendero. No pueden imaginar la puerta dorada de la Ciudad de la Montaña de Jade del Oeste. Si mi padre les dice: «Los dioses robaron vuestra flota para castigaros por vuestra maldad», sólo lo despreciarán. Si lo desprecian a él, a nuestro mayor estadista vivo, nos despreciarán también a nosotros. Y si Sendero es deshonrado a causa de mi padre, eso lo destruirá. ¿Por eso lo hicisteis?

Empezó a llorar.

—No os dejaré destruir a mi padre. Encontraré otro medio. Encontraré una respuesta que los complazca. ¡Os desafío!

En cuanto pronunció las palabras, los dioses le enviaron la más abrumadora sensación de su propia abominable suciedad que había experimentado jamás. Fue tan intensa que se quedó sin respiración, y cayó hacia delante, agarrándose al terminal. Intentó hablar, suplicar perdón, pero sólo logró farfullar, mientras deglutía con fuerza para no vomitar. Sentía como si sus manos estuvieran esparciendo limo sobre todo lo que tocaba; mientras luchaba por ponerse en pie, la túnica se le pegó a la piel como si estuviera cubierta de densa grasa negra.

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