Ender el xenocida (22 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Al principio Valentine pensó que todo iba bien y que simplemente se sentía contenta por verlo al fin. Pero pronto comprendió que sucedía algo grave. En aquellos días no conocía a Ender tan a fondo; después de todo, él había estado apartado de ella más de la mitad de su vida. Sin embargo, Valentine supo que no era normal que pareciera tan preocupado. No, no era eso. No estaba preocupado, sino desocupado. Se había apartado del mundo. Y el trabajo de ella era volver a conectarlo. Traerlo de vuelta y mostrarle su lugar en la telaraña de la humanidad.

Como tuvo éxito, Ender pudo volver al espacio y comandar las flotas que destruyeron por completo a los insectores. Desde esa época, su conexión con el resto de la humanidad pareció segura.

Ahora, de nuevo, Ender había vuelto a estar separado de ella media vida. Veinticinco años para Valentine, treinta para él. Y de nuevo parecía apartado. Ella lo estudió mientras los conducía, junto con Miro y Plikt, sobre las interminables praderas de capim.

—Somos como un barquito en el océano —comentó Ender.

—No del todo —respondió ella, recordando la vez que Jakt la llevó en una de las pequeñas lanchas de pesca.

Las olas de tres metros los alzaban, luego los precipitaban en la trinchera abierta tras ellas. En los grandes barcos pesqueros aquellas olas apenas los habían sacudido mientras recorrían cómodamente el mar, pero en la diminuta lancha las olas resultaban abrumadoras. Literalmente sobrecogedor. Valentine tuvo que escurrirse en su asiento en la cubierta y abrazar la plancha con ambas manos antes de poder recuperar el aliento. No había comparación posible entre el salvaje océano y aquella plácida llanura de hierba.

Pero, de nuevo, tal vez la hubiera para Ender. Tal vez cuando contemplaba las hectáreas de capim veía dentro el virus de la descolada, adaptándose malévolamente para masacrar a la humanidad y todas sus especies compañeras. Tal vez para él esta pradera se agitaba y cabriolaba tan brutalmente como el océano.

Los marineros de Trondheim se rieron de ella, no con burla, sino con ternura, como padres que se ríen de los temores de un niño.

—Estas olas no son nada —dijeron—. Tendría que ver las de veinte metros.

Ender estaba tranquilo en apariencia, como lo estuvieron los marineros. Calmado, desconectado. Conversaba con ella y Miro y la silenciosa Plikt, pero seguía rumiando algo. «¿Hay problemas entre Ender y Novinha?» Valentine no los había visto juntos el tiempo suficiente para saber qué era natural entre ellos y qué era forzado; desde luego, no había peleas obvias. Así que tal vez el problema de Ender fuera una barrera creciente con la comunidad de Milagro. Eso cabía en lo posible. Valentine recordaba lo difícil que le resultó ganarse la confianza de los habitantes de Trondheim, y se había casado con un hombre que tenía un enorme prestigio entre ellos. ¿Cómo sería para Ender, casado con una mujer cuya familia entera había estado distanciada siempre del resto de Milagro? ¿Era posible que la curación de este lugar no fuera tan completa como todos suponían?

No. Cuando Valentine se reunió con el alcalde, Kovano Zeljezo, y con el viejo obispo Peregrino aquella mañana, éstos mostraron verdadero afecto hacia Ender. Valentine había asistido a demasiadas reuniones para no distinguir la diferencia entre cortesías formales, hipocresías políticas y amistad genuina. Si Ender se sentía separado de aquella gente, no era por culpa de ellos.

«Estoy sacando demasiadas conclusiones —pensó Valentine—. Si Ender parece tan extraño y apartado, es porque nosotros hemos estado separados mucho tiempo. O tal vez porque siente timidez ante este joven airado, Miro; o quizás es Plikt, con su silenciosa y calculadora adoración de Ender Wiggin, quien le hace mostrarse distante con nosotros. O acaso no sea más que mi insistencia en que veamos a la reina colmena hoy, de inmediato, incluso antes de entrevistarnos con ninguno de los líderes de los cerdis. No hay ningún motivo que buscar más allá de esta visita para la causa de su desconexión.»

Localizaron primero la ciudad de la reina colmena por la columna de humo.

—Combustibles fósiles —explicó Ender—. Los está quemando a una velocidad preocupante. Normalmente, nunca haría eso las reinas atienden sus mundos con gran cuidado, y nunca producen tantos residuos y hedor. Pero últimamente tiene mucha prisa, y Humano asegura que le han dado permiso para que queme y contamine cuanto sea necesario.

—¿Necesario para qué? —preguntó Valentine.

—Humano no quiere decirlo, ni lo hará la reina colmena, pero tengo mis suposiciones, e imagino que vosotros también.

—¿Esperan los cerdis saltar a una sociedad plenamente tecnológica en una sola generación, confiando en el trabajo de la reina colmena?

—No es probable. Son demasiado conservadores para eso. Quieren aprender cuanto sea posible, pero no les interesa rodearse de máquinas. Recuerda que los árboles de los bosques les dan libre y amablemente todas las herramientas útiles. Lo que nosotros llamamos industria a ellos les parece brutalidad.

—Entonces, ¿qué? ¿Por qué todo este humo?

—Pregúntale a ella-bufó Ender—. Tal vez contigo sea sincera.

—¿La veremos de verdad? —preguntó Miro.

—Oh, sí. O al menos estaremos en su presencia. Puede que incluso nos toque. Pero tal vez cuanto menos veamos, mejor. Normalmente donde vive está oscuro, a menos que esté a punto de poner huevos. En ese momento necesita ver, y las obreras abren túneles para que entre la luz.

—¿No tienen luz artificial? —preguntó Miro.

—Nunca la usan, ni siquiera en las astronaves con las que llegaron al Sistema Solar durante las Guerras Insectoras. Ven el calor como nosotros vemos la luz. Para ellos, cualquier fuente de calor resulta claramente visible. Creo que incluso disponen sus fuentes de calor en pautas que sólo podrían ser interpretadas estéticamente. Pintura termal.

—Entonces, ¿por qué usan la luz para poner huevos? —preguntó Valentine.

—Vacilaría en llamarlo ritual…; la reina desprecia la religión humana. Digamos que forma parte de su herencia genética. Sin luz, no hay puesta.

Entonces llegaron a la ciudad insectora.

Valentine no se sorprendió ante lo que vieron. Después de todo, cuando eran jóvenes, Ender y ella estuvieron en la primera colonia de Rov, un antiguo mundo insector. Pero sabía que la experiencia sería sorprendente y extraña para Miro y Plikt, y de hecho volvió a experimentar parte de la antigua desorientación. No había nada obviamente extraño en la ciudad. Había edificios, la mayoría de ellos bajos, pero basados en los mismos principios estructurales que cualquier edificio humano. La extrañeza se producía por como estaban dispuestos. No había carreteras ni calles, ninguna intención de alinear los edificios para que miraran hacia el mismo sitio. Algunos no eran más que un tejado apoyado sobre el suelo; otros se alzaban a gran altura. La pintura parecía usada sólo como conservante: no había decoración ninguna. Ender había sugerido que tal vez utilizaban el calor con propósitos estéticos. Estaba claro que era algo que no sucedía con nada más.

—No tiene sentido —dijo Miro.

—No desde la superficie —le informó Valentine, recordando Rov—. Pero si pudieras recorrer los túneles, te darías cuenta de que bajo tierra todo tiene sentido. Siguen las grietas y texturas naturales de la roca. Hay un ritmo en la geología, y los insectores lo sienten.

—¿Qué hay de los edificios altos? —preguntó Miro.

—La capa freática es su límite hacia abajo. Si necesitan más altura, tienen que subir.

—¿Qué están haciendo que requiera un edificio tan alto? —preguntó Miro.

—No lo sé —respondió Valentine.

Estaban sorteando un edificio que tenía al menos trescientos metros de altura; en las inmediaciones se veían más de una docena de edificaciones similares.

Plikt habló, por primera vez en esta excursión.

—Cohetes —dijo.

Valentine vio que Ender sonreía y asentía levemente. De modo que Plikt había confirmado sus propias sospechas.

—¿Para qué? —preguntó Miro.

«¡Para salir al espacio, desde luego!», estuvo a punto de decir Valentine. Pero eso no era justo: Miro nunca había vivido en un mundo que se esforzara por saltar a las estrellas por primera vez. Para él, salir del planeta significaba coger la lanzadera para ir a la estación orbital. Pero la única lanzadera usada por los humanos de Lusitania apenas serviría para transportar material para ningún programa importante de construcción en el espacio. Y aunque pudiera hacer el trabajo, era poco probable que la reina colmena pidiera ayuda humana.

—¿Qué están construyendo, una estación espacial? —preguntó Valentine.

—Eso creo —asintió Ender—. Pero tantos cohetes, y tan grandes… Creo que pretenden construirlos todos a la vez. Probablemente canibalizando los propios cohetes. ¿Cuál crees que puede ser el objetivo?

Valentine casi respondió con exasperación: «¿cómo puedo saberlo?». Entonces advirtió que Ender no se lo estaba preguntando a ella. Porque casi de inmediato él mismo proporcionó la respuesta. Eso significaba que debía de haber preguntado al ordenador de su oído. No, no era un «ordenador». Jane. Estaba preguntando a Jane. A Valentine todavía le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que, aunque fueran cuatro personas en el coche, había una quinta presente, mirando y escuchando a través de las joyas que llevaban Ender y Miro.

—Podría hacerlo todo a la vez —dijo Ender—. De hecho, con lo que se sabe de las emisiones químicas de aquí, la reina colmena ha fundido metal suficiente no sólo para construir una estación espacial, sino también dos pequeñas naves de largo alcance como las que usaban las primeras expediciones insectoras. Su versión de una nave colonial.

—Antes de que llegue la flota —dijo Valentine.

Comprendió de inmediato. La reina colmena se preparaba para emigrar. No tenía intención de dejar que la especie quedara atrapada en un solo planeta cuando volviera el Pequeño Doctor.

—Ya veis el problema —indicó Ender—. No nos quiere decir lo que está haciendo, y por eso tenemos que confiar en lo que Jane observe y lo que pueda suponer. Y lo que yo estoy imaginando no parece muy agradable.

—¿Qué tiene de malo que los insectores salgan del planeta? —preguntó Valentine.

—No sólo los insectores —intervino Miro.

Valentine hizo la segunda conexión. Por eso los pequeninos habían dado permiso para que la reina colmena contaminara tanto su mundo. Por eso se habían construido dos naves, desde el principio.

—Una nave para la reina colmena y otra para los pequeninos.

—Eso es lo que pretenden —dijo Ender—. Pero tal como yo lo veo son… dos naves para la descolada.

—Nossa Senhora —susurró Miro.

Valentine sintió que la recorría un escalofrío. Una cosa era que la reina colmena buscara la salvación de su especie. Pero otra muy distinta que llevara el letal virus autoadaptable a otros mundos.

—Ya veis mi preocupación —suspiró Ender—. Ya veis por qué no quiere decirme directamente lo que está haciendo.

—Pero de todas formas no podrías detenerla, ¿no? —preguntó Valentine.

—Podría advertir a la flota del Congreso —sugirió Miro.

Eso era. Docenas de astronaves armadas, convergiendo sobre Lusitania desde todas las direcciones…, si se les advertía de dos naves que salían de Lusitania, si se les daba sus trayectorias originales, podrían interceptarlas. Destruirlas.

—No puedes —se horrorizó Valentine.

—No puedo detenerlos ni puedo dejarlos marchar —se lamentó Ender—. Detenerlos sería arriesgarnos a destruir a insectores y cerdis por igual. Dejarlos marchar significaría arriesgarnos a destruir a toda la humanidad.

—Tienes que hablar con ellos y llegar a algún tipo de acuerdo.

—¿Qué valdría un acuerdo con nosotros? —preguntó Ender—. No hablamos por la humanidad en general. Además, si la amenazamos, la reina colmena simplemente destruirá todos nuestros satélites y probablemente también nuestro ansible. Puede hacerlo, de todas formas, para sentirse a salvo.

—Entonces estaríamos realmente aislados —concluyó Miro.

—De todo —afirmó Ender.

Valentine tardó un instante en advertir que estaban pensando en Jane. Sin ansible, no podrían seguir hablando con ella. Y sin los satélites que orbitaban Lusitania, los ojos de Jane en el espacio quedarían cegados.

—Ender, no comprendo —dijo Valentine—. ¿Es la reina colmena nuestra enemiga?

—Ésta es la cuestión, ¿verdad? Éste es el problema de haber restaurado su especie. Ahora que vuelve a tener libertad, ahora que no está acurrucada en una crisálida en una bolsa bajo mi cama, la reina actuará en interés de su especie… sea cual fuere.

—Pero Ender, no puede haber guerra entre humanos e insectores otra vez.

—Si no hubiera ninguna flota humana dirigiéndose a Lusitania, la cuestión no se presentaría.

—Pero Jane ha interrumpido sus comunicaciones —insistió Valentine—. No pueden recibir la orden de usar el Pequeño Doctor.

—Por ahora —dijo Ender—. Pero Valentine, ¿por qué crees que Jane arriesgó su propia vida para cortar sus comunicaciones?

—Porque la orden fue enviada.

—El Congreso Estelar envió la orden para destruir este planeta. Ahora que Jane ha revelado su poder, están más decididos que nunca a destruirnos. Cuando encuentren un medio de eliminar a Jane, estarán aún más convencidos de actuar contra este mundo.

—¿Se lo has dicho a la reina colmena?

—Todavía no. Pero claro, no estoy seguro de cuánto puede aprender de mi mente sin que yo me lo proponga. No es exactamente un medio de comunicación que sepa controlar.

Valentine colocó la mano sobre el hombro de Ender.

—¿Por eso intentaste persuadirme de que no viniera a ver a la reina colmena? ¿Porque no quieres que conozca el verdadero peligro?

—No quiero volver a enfrentarme a ella —dijo Ender—. Porque la quiero y la temo. Porque no estoy seguro de que deba ayudarla o intentar destruirla. Y porque cuando ponga esos cohetes en el espacio, cosa que podría suceder cualquier día de éstos, podría llevarse nuestro poder para detenerla. Y nuestra conexión con el resto de la humanidad.

Y, de nuevo, lo que no dijo: podría apartar a Ender y Miro de Jane.

—Creo que definitivamente tenemos que hablar con ella —resolvió Valentine.

—Eso o matarla —intervino Miro.

—Ahora comprendéis mi problema —repitió Ender.

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