Ender el xenocida (23 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Siguieron su camino en silencio.

La entrada al cubil de la reina colmena era un edificio que parecía igual que cualquier otro. No había ninguna guardia especial. De hecho, en toda la excursión no habían visto a un solo insector. Valentine recordó cuando era joven, en su primer mundo colonial, cuando intentaba imaginar cómo habrían sido las ciudades insectoras completamente habitadas. Ahora lo sabía: tenían exactamente el mismo aspecto que cuando estaban muertas. No había insectores correteando como hormigas por las colinas. Sabía que en algún lugar había campos y huertos atendidos bajo el sol, pero ninguno se veía desde aquí.

¿Por qué le proporcionaba esto tanto alivio?

Supo la respuesta a la pregunta incluso mientras la formulaba. Había pasado su infancia en la Tierra durante las Guerras Insectoras; los alienígenas insectoides habían poblado sus pesadillas, igual que habían aterrado a todos los demás niños de la Tierra. Sin embargo, sólo un puñado de seres humanos había visto a un insector en persona, y unos pocos de éstos estaban todavía vivos cuando era una niña. Ni siquiera en su primera colonia, entre las ruinas de la civilización insectora, había podido encontrar ni un solo cadáver disecado. Todas sus imágenes visuales de los insectores eran horribles escenas de los vids.

Sin embargo, ¿no fue ella la primera persona en leer el libro de Ender, la Reina Colmena? ¿No fue la primera, además de Ender, que llegó a considerar a la reina colmena como una persona de extraña belleza y gracia?

Fue la primera, sí, pero eso significaba poco. Todo el mundo había crecido en un universo moral formado en parte por la Reina Colmena y el Hegemón. Mientras que Ender y ella eran las únicas personas vivas que habían crecido durante la firme campaña de repulsa hacia los insectores. Era normal que sintiera un alivio irracional al no tener que ver a los insectores. Para Miro y Plikt, la primera visión de la reina colmena y sus obreras no tendría la misma tensión emocional que para ella.

«Soy Demóstenes —se recordó—. Soy la teórica que insistió en que los insectores eran raman, alienígenas que podían ser comprendidos y aceptados. Simplemente, debo esforzarme al máximo para superar los prejuicios de mi infancia. A su debido tiempo, toda la humanidad se enterará del resurgir de la reina colmena. Sería una vergüenza que Demóstenes fuera la única persona que no pudo recibir a la reina colmena como raman.»

Ender hizo que el coche trazara un círculo sobre un edificio más pequeño.

—Éste es el lugar adecuado —indicó.

Detuvo el coche y lo hizo posarse lentamente sobre el capim, cerca de la única puerta del edificio. La puerta era muy baja: un adulto tendría que entrar arrastrándose.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Miro.

—Porque ella lo dice —respondió Ender.

—¿Jane? —preguntó Miro.

Parecía aturdido, porque por supuesto Jane no le había dicho nada.

—La reina colmena —intervino Valentine—. Habla directamente a la mente de Ender.

—Buen truco —exclamó Miro—. ¿Puedo aprenderlo?

—Ya veremos —contestó Ender—. Cuando la conozcas.

Mientras bajaban del coche y se internaban en la alta hierba, Valentine advirtió que Miro y Ender no dejaban de mirar a Plikt. Naturalmente, les molestaba que Plikt fuera tan callada. O, más bien, pareciera tan callada. Valentine consideraba a Plikt una mujer locuaz y elocuente. Pero también se había acostumbrado a la forma en que Plikt se hacía la muda en ciertas ocasiones. Ender y Miro, por supuesto, sólo estaban descubriendo su perverso silencio por primera vez, y eso los molestaba. Lo cual era una de las principales razones por las que lo hacía. Creía que las personas se revelaban más cuando estaban vagamente ansiosas, y pocas cosas provocaban más ansiedades no específicas que estar en presencia de alguien que no habla nunca.

Valentine no consideraba la técnica como una forma de tratar con desconocidos, pero había visto que, al actuar de tutora, los silencios de Plikt obligaban a sus estudiantes (los hijos de Valentine) a revisar sus propias ideas. Cuando Valentine y Ender enseñaban, desafiaban a sus estudiantes con diálogos, preguntas, argumentos. Pero Plikt obligaba a sus estudiantes a jugar a ambos lados de la discusión, proponiendo sus propias ideas, y luego atacándolas para refutar sus propias objeciones. El método probablemente no funcionaría con la mayoría de la gente. Valentine había llegado a la conclusión de que funcionaba tan bien con Plikt porque su silencio no era ausencia completa de comunicación. Su mirada firme y penetrante era en sí una elocuente expresión de escepticismo. Cuando un estudiante se enfrentaba a aquella mirada inflexible, pronto sucumbía a sus propias inseguridades. Todas las dudas que el estudiante había conseguido ignorar volvían ahora, donde el estudiante tenía que descubrir en su interior las razones de la aparente duda de Plikt.

La hija mayor de Valentine, Syfte, había llamado a estas confrontaciones de un solo bando «mirar al sol». Ahora les tocaba a Ender y Miro el turno de cegarse en una lucha con el ojo que todo lo veía y la boca que nunca decía nada. Valentine hubiese querido reírse de su inseguridad, para tranquilizarlos. También hubiese querido dar a Plikt una palmadita y decirle que no se mostrara tan severa.

En vez de eso, se dirigió a la puerta del edificio y la abrió. No había cerrojo, sólo una manivela que agarrar. La puerta cedió con facilidad. Valentine la mantuvo abierta mientras Ender se arrodillaba y entraba arrastrándose. Plikt lo siguió inmediatamente. Luego Miro suspiró y lentamente se puso de rodillas. Era más torpe arrastrándose que andando: cada movimiento de un brazo 0 una pierna se hacía individualmente, como si fuera necesario un segundo para pensar en cómo hacerlo. Por fin, atravesó la puerta, y ahora le tocó el turno a Valentine de agacharse y repetir la maniobra. Era la más menuda, y no tuvo que arrastrarse.

La única luz del interior procedía de la puerta. La habitación carecía de rasgos, y el suelo era de tierra. Sólo cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra advirtió Valentine que la sombra más oscura era un túnel que se hundía en la tierra.

—No hay luces en los túneles —informó Ender—. Ella me dirigirá. Tendréis que cogeros de la mano. Valentine, tú irás la última, ¿de acuerdo?

—¿Podemos bajar de pie? —preguntó Miro; obviamente, la cuestión importaba.

—Sí. Por eso eligió esta entrada.

Se cogieron de la mano: Plikt de la de Ender, Miro entre las dos mujeres. Ender los guió unos pocos pasos hacia el túnel. Estaba inclinado, y la completa negrura que los aguardaba resultaba aterradora. Pero Ender se detuvo antes de que la oscuridad fuera absoluta.

—¿A qué estamos esperando? —preguntó Valentine.

—A nuestro guía.

En ese momento, el guía llegó. En la oscuridad, Valentine apenas distinguió el brazo de junco negro dotado de un solo dedo y pulgar cuando agarró la mano de Ender. Inmediatamente, Ender se agarró al dedo de la mano izquierda. El pulgar negro parecía una pinza sobre su cabeza. Siguiendo el brazo, Valentine intentó ver el insector al que pertenecía. Sin embargo, sólo distinguió una sombra del tamaño de un niño, y quizás un leve brillo reflejado en un caparazón.

Su imaginación proporcionó lo que faltaba, y contra su voluntad, se estremeció.

Miro murmuró algo en portugués. También él estaba afectado por la presencia del insector. Plikt, sin embargo, continuó en silencio y Valentine no sabía si temblaba o si permanecía completamente impertérrita. Entonces Miro dio un tembloroso paso hacia delante, tirando de la mano de Valentine y guiándola hacia la oscuridad.

Ender sabía lo dificultoso que sería este pasadizo para los demás. Hasta ahora, sólo Novinha, Ela y él mismo habían visitado a la reina colmena, y Novinha únicamente lo había hecho en una ocasión. La oscuridad, moverse interminablemente hacia abajo sin la ayuda de los ojos, sabiendo a partir de pequeños sonidos que había vida y movimiento, invisibles pero cercanos, era demasiado enervante.

—¿Podemos hablar? —preguntó Valentine. Su voz sonó muy débil.

—Es una buena idea —asintió Ender—. No los molestarás. No hacen mucho caso al sonido.

Miro dijo algo. Sin poder ver cómo movía los labios, Ender no consiguió entenderlo.

—¿Qué? —preguntó.

—Los dos queremos saber si está muy lejos —intervino Valentine.

—No lo sé —respondió Ender—. Está por aquí, y ella podría hallarse en cualquier parte. Hay docenas de criaderos. Pero no os preocupéis. Estoy seguro de que podría encontrar la salida.

—Y yo —dijo Valentine—. Con una linterna, al menos.

—Nada de luces. La puesta de huevos requiere luz solar, pero después de eso la luz retarda el desarrollo de los huevos. Y en una etapa puede matar a las larvas.

—Pero ¿podrías encontrar una salida de esta pesadilla en la oscuridad? —preguntó Valentine.

—Probablemente —dijo Ender—. Hay pautas. Como telas de araña. Cuando sientes la estructura general, cada sección del túnel cobra más sentido.

—¿Estos túneles no son aleatorios? —la voz de Valentine sonó escéptica.

—Es como los túneles de Eros —explicó Ender.

En realidad no había tenido muchas oportunidades de explorar cuando vivió en Eros como niño-soldado. El asteroide había sido peinado por los insectores cuando lo convirtieron en su base de avanzadilla en el Sistema Solar, y luego se convirtió en el cuartel general de la flota humana cuando fue capturado durante la primera Guerra Insectora. Durante sus meses de estancia allí, Ender había dedicado la mayor parte de su tiempo y atención a aprender a controlar flotas de astronaves en el espacio. Sin embargo, debió de aprender mucho más acerca de los túneles de lo que había supuesto en un principio, porque la primera vez que la reina colmena lo llevó a su cubil en Lusitania, Ender descubrió que las curvas y giros nunca parecían sorprenderle. Le parecían bien…, no, en realidad le parecían inevitables.

—¿Qué es Eros? —preguntó Miro.

—Un asteroide cercano a la Tierra —explicó Valentine—. El lugar donde Ender perdió la cabeza.

Ender intentó explicarles algo referente a la forma en que estaba organizado el sistema de túneles. Pero era demasiado complicado. Como fracciones, había demasiadas excepciones posibles para comprender el sistema en detalle: seguía eludiendo la comprensión cuando más atentamente se perseguía. Sin embargo, a Ender siempre le parecía lo mismo, una pauta que se repetía una y otra vez. O tal vez fuera que de algún modo había entrado en la mente colmena, cuando estudiaba a los insectores para derrotarlos. Tal vez, simplemente, había aprendido a pensar como un insector. En ese caso, Valentine tenía razón: había perdido parte de su mente humana, o al menos le había añadido un poco de la mente colmena.

Por fin, cuando doblaron una esquina, vieron un destello de luz.

—Graças a Deus —susurró Miro.

Ender advirtió con satisfacción que Plikt (esta mujer de piedra que no podía ser la misma persona que la brillante estudiante que recordaba) también dejaba escapar un suspiro de alivio. Tal vez había algo de vida en ella, después de todo.

—Ya casi hemos llegado —indicó Ender—. Y ya que está poniendo, estará de buen humor.

—¿No quiere intimidad? —preguntó Miro.

—Es como un clímax sexual menor que dura varias horas —explicó Ender—. La hace sentirse muy alegre. Las reinas están normalmente rodeadas por obreras y zánganos que funcionan como partes de sí mismas. No conocen la timidez.

Sin embargo, en su mente, Ender pudo sentir la intensidad de su presencia. La reina podía comunicarse con él en cualquier momento, naturalmente. Pero cuando estaba cerca, era como si respirara en su cráneo; se convertía en algo pesado, obsesivo. ¿Lo sentían los demás? ¿Podría hablarles a ellos? Con Ela no había pasado nada, nunca captó un destello de la silenciosa conversación. Y en cuanto a Novinha, se negó a hablar del tema y negó haber oído nada, pero Ender sospechaba que simplemente había rechazado la presencia alienígena. La reina colmena decía que podía sentir sus mentes con bastante claridad, siempre que estuvieran presentes, pero no podía hacerse «oír». ¿Pasaría hoy lo mismo?

Sería buena cosa que la reina colmena pudiera hablar a otro ser humano. Ella sostenía que era capaz de hacerlo, pero Ender había aprendido a lo largo de los últimos treinta años que la reina no sabía distinguir entre sus confiadas declaraciones del futuro y sus recuerdos del pasado. Parecía confiar tanto en sus suposiciones como en sus recuerdos; y sin embargo, cuando sus suposiciones resultaban equivocadas, no parecía recordar que esperaba un futuro diferente de lo que ahora era pasado.

Era uno de los detalles de su mente alienígena que más preocupaba a Ender, que había crecido en una cultura que juzgaba la madurez de la gente y su adaptación social según su habilidad para anticipar los resultados de sus elecciones. En algunos aspectos, la reina colmena parecía notablemente deficiente en esta área; a pesar de su gran sabiduría y experiencia, parecía tan osada e injustificablemente confiada como un niño pequeño.

Ésa era una de las cosas que asustaban a Ender en su trato con ella. ¿Podría mantener una promesa? Si no cumplía una, ¿se daría cuenta de lo que había hecho?

Valentine intentó concentrarse en lo que decían los demás, pero no podía apartar sus ojos de la silueta del insector que los guiaba. Era más pequeño de lo que había imaginado: no medía más de metro y medio, probablemente menos. Delante de los otros sólo podía distinguir partes del insector, pero eso era casi peor que verlo entero. No podía evitar pensar que aquel brillante enemigo negro tenía una tenaza de muerte sobre la mano de Ender.

No es una tenaza de muerte. No es un enemigo. No es ni siquiera una criatura en sí misma. Tenía tanta identidad individual como una oreja o un dedo: cada insector era sólo otro de los órganos de acción y sensación de la reina colmena. En cierto sentido, la reina estaba ya presente con ellos, pues lo estaba dondequiera que pudiera encontrarse una de sus obreras o zánganos, incluso a cientos de años luz de distancia. «No se trata de un monstruo —pensó Valentine—. Es la misma reina colmena que aparece en el libro de Ender. Es la que él llevó consigo y nutrió durante todos nuestros años juntos, aunque yo no lo sabía. No tengo nada que temer.»

Valentine había intentado reprimir su miedo, pero no sirvió de nada. Estaba sudando; pudo sentir que su mano resbalaba en la de Miro. A medida que se acercaban al cubil de la reina colmena (no, su casa, su hogar), notaba que se sentía más y más asustada. Si no podía encargarse de este asunto sola, no tendría más remedio que pedir ayuda. ¿Dónde estaba Jakt? Alguien más tendría que servir.

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