Ender el xenocida (27 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

—Exactamente. Los que creen tendrán la vida eterna. Como ellos lo ven, la tercera vida.

—Y los que mueran serán los infieles.

—No todos los pequeninos se apuntan para servir como ángeles exterminadores itinerantes. Pero son los suficientes para que debamos detenerlos. No sólo por el bien de la Madre Iglesia.

—De la Madre Tierra.

—Así que ya ves, Miro, a veces un misionero como yo tiene mucha importancia en el mundo. De algún modo tengo que persuadir a estos pobres herejes del error de sus creencias y hacer que acepten la doctrina de la Iglesia.

—¿Por qué vas a hablar con Raíz ahora?

—Para conseguir la única información que los pequeninos no nos dan nunca.

—¿Cuál es?

—Direcciones. Hay miles de bosques pequeninos en Lusitania. ¿Cuál es la comunidad hereje? Su nave habrá partido mucho antes de que yo la encuentre por mi cuenta viajando de bosque en bosque.

—¿Vas a ir solo?

—Lo hago siempre. No puedo llevar conmigo a ninguno de los hermanitos, Miro. Hasta que un bosque ha sido convertido, suelen matar a los pequeninos extraños. Un caso donde es mejor ser raman que utlanning.

—¿Sabe madre adónde vas?

—Por favor, sé práctico, Miro. No tengo miedo a Satanás, pero a madre…

—¿Lo sabe Andrew?

—Desde luego. Insiste en venir conmigo. El Portavoz de los Muertos tiene un prestigio enorme, y cree que puede ayudarme.

—Entonces no estarás solo.

—Por supuesto que sí. ¿Cuándo ha necesitado la ayuda de un humanista un hombre vestido con la armadura de Dios?

—Andrew es católico.

—Va a misa, recibe la comunión, se confiesa regularmente, pero sigue siendo un portavoz de los muertos y no creo que realmente crea en Dios. Iré solo.

Miro observó a Quim con nueva admiración.

—Eres un duro hijo de puta, ¿eh?

—Los soldados y los herreros son duros. Los hijos de puta tienen sus propios problemas. Sólo soy un siervo de Dios y de la Iglesia, con una misión que cumplir. Creo que las recientes pruebas sugieren que corro más peligro con mi hermano que entre los pequeninos más heréticos. Desde la muerte de Humano, los pequeninos han mantenido el juramento en todo el mundo: nadie ha levantado una mano contra un ser humano. Puede que sean herejes, pero siguen siendo pequeninos. Mantendrán el juramento.

—Lamento haberte golpeado.

—Lo recibí como si fuera un abrazo, hijo mío.

—Ojalá hubiera sido eso, padre Esteváo.

—Entonces lo fue.

Quim se volvió hacia el árbol y empezó a golpear marcando un ritmo. Casi de inmediato, el sonido empezó a cambiar, en tono y volumen, mientras los espacios huecos en el interior del árbol variaban de forma. Miro esperó unos instantes, escuchando, aunque no comprendía el lenguaje de los padres-árbol. Raíz hablaba con la única voz posible que éstos tenían. Una vez habló con voz propia, tuvo labios articulados con lengua y dientes. Había más de una forma de perder el cuerpo. Miro había atravesado una experiencia que debería haberlo matado. Había salido de ella lisiado. Pero todavía podía moverse, aunque torpemente; podía hablar, aunque despacio. Pensaba que sufría como Job. Raíz y Humano, mucho más lisiados que él, creían haber recibido la vida eterna.

—Una situación bastante fea —intervino Jane en su oído.

«Sí», respondió Miro en silencio.

—El padre Esteváo no debería ir solo —añadió ella—. Los pequeninos eran guerreros con efectos devastadores. No han olvidado cómo serlo.

«Entonces díselo a Ender —contestó Miro—. Aquí no tengo ningún poder.»

—Muy bien dicho, mi héroe —dijo Jane—. Hablaré con Ender mientras tú te quedas esperando tu milagro.

Miro suspiró y regresó a casa colina abajo.

CABEZA DE PINO

‹He estado hablando con Ender y su hermana, Valentine. Es historiadora.›

‹Explica eso.›

‹Investiga en los libros para descubrir las historias de los humanos, y luego escribe historias sobre lo que encuentra y las da a los otros humanos.›

‹Si las historias están ya escritas, ¿por qué las vuelve a escribir?›

‹Porque no son bien comprendidas. Ella ayuda a que la gente las comprenda.›

‹Si la gente más cercana a su época no las comprendió, ¿cómo puede ella, que llegó después, comprenderlas mejor?›

‹Yo le pregunté lo mismo, y Valentine respondió que no siempre las comprende mejor. Pero los antiguos escritores comprendieron lo que significaban las historias para la gente de su tiempo. Y ella comprende lo que significan para la gente de su tiempo.›

‹Así que la historia cambia.›

‹Sí.›

‹Y, sin embargo, ¿piensan cada vez en la historia como un recuerdo verdadero?›

‹Valentine explicó algo acerca de algunas historias que eran verdaderas y otras que eran fieles a la verdad. No llegué a comprender nada.›

‹¿Por qué no recuerdan las historias adecuadamente en primer lugar? Entonces no tendrían que seguir mintiéndose unos a otros.›

Qing-jao estaba sentada ante su terminal, los ojos cerrados, pensando. Wang-mu le cepillaba el pelo: los tirones, los roces, el propio aliento de la muchacha representaban un alivio para ella.

Era una de las ocasiones en que Wang-mu podía hablar libremente, sin temor a interrumpirla. Y como Wang-mu era Wang-mu, aprovechaba el momento en que la peinaba para hacerle preguntas. Tenía muchas.

Los primeros días, sus preguntas se refirieron todas a las demandas de los dioses. Por supuesto, Wang-mu se sintió muy aliviada al enterarse de que por lo general bastaba con seguir una sola veta en la madera: después de aquella primera vez temió que Qing-jao tuviera que seguir todo el suelo cada día.

Pero continuaba teniendo preguntas acerca de todo lo referente a la purificación. «¿Por qué no te levantas y sigues una línea cada mañana y acabas de una vez? ¿Por qué no haces que cubran el suelo con una alfombra?» Resultaba difícil de explicar que no se podía engañar a los dioses con estratagemas tontas como aquélla.

«¿Y si no existiera madera alguna en todo el mundo? ¿Te quemarían los dioses como a un papel? ¿Vendría un dragón y te llevaría con él?»

Qing-jao no podía responder a las preguntas de Wang-mu excepto para decir que esto era lo que los dioses exigían de ella. Si no hubiera vetas en la madera, los dioses no le pedirían que las siguiera. A lo cual Wang-mu respondió que deberían promulgar una ley contra los suelos de madera, entonces, para que Qing-jao pudiera ser liberada de todo el asunto.

Los que no habían oído la voz de los dioses simplemente no podían comprender.

Hoy, sin embargo, la pregunta de Wang-mu no tuvo nada que ver con los dioses, o al menos no tuvo nada que ver con ellos al principio.

—¿Qué es lo que detuvo por fin a la Flota Lusitania? —preguntó.

Qing-jao casi respondió con una risa: «¡Si lo supiera, podría descansar!». Pero entonces advirtió que Wang-mu probablemente ni siquiera sabía que la Flota Lusitania había desaparecido.

—¿Cómo es que estás enterada de la Flota Lusitania?

—Sé leer, ¿no? —replicó Wang-mu, quizás un poco orgullosamente.

Pero ¿por qué no iba a estar orgullosa? Qing-jao le había dicho, sinceramente, que aprendía muy rápido, y deducía muchas cosas por su cuenta. Era muy inteligente, y Qing-jao sabía que no debería sorprenderse si Wang-mu comprendía más de lo que le decía directamente.

—Puedo ver lo que aparece en tu terminal —dijo Wang-mu—, y siempre tiene que ver con la Flota Lusitania. También lo discutiste con tu padre el primer día que vine aquí. No comprendí la mayor parte de lo que dijisteis, pero supe que tenía relación con la Flota Lusitania. —La voz de Wang-mu se llenó súbitamente de repulsión—. Ojalá que los dioses orinaran en la cara del hombre que envió esa flota.

Su vehemencia fue sorprendente; el hecho de que hablara contra el Congreso Estelar, increíble.

—¿Sabes quién envió la flota? —preguntó Qing-jao.

—Por supuesto. Fueron los políticos egoístas del Congreso Estelar, que intentan destruir toda la esperanza de que un mundo colonial obtenga su independencia.

Así que Wang-mu sabía que hablaba traicioneramente. Qing-jao recordó sus propias palabras de hacía tiempo, tan similares, con repulsa. Oírlas de nuevo, en su presencia, y en boca de su doncella secreta, era abrumador.

—¿Qué sabes tú de esas cosas? Son cuestiones para el Congreso, y aquí estás hablando de independencia y colonias y…

Wang-mu se arrodilló, la cabeza inclinada hasta el suelo. Qing-jao se avergonzó casi inmediatamente de haber hablado con tanta brusquedad.

—Oh, levántate, Wang-mu.

—Estás enfadada conmigo.

—Estoy sorprendida por oírte hablar así, eso es todo. ¿Dónde oíste esa tontería?

—Todo el mundo lo dice.

—Todo el mundo no. Mi padre nunca lo dice. Por otro lado, Demóstenes dice ese tipo de cosas constantemente.

Qing-jao recordó lo que había sentido la primera vez que leyó las palabras de Demóstenes, lo lógicas y justas que le habían parecido. Sólo después, después de que su padre le explicara que Demóstenes era el enemigo de los gobernantes y por tanto el enemigo de los dioses, advirtió lo engañosas y sibilinas que eran las palabras del traidor, qué casi la sedujeron para que creyera que la Flota Lusitania era maligna. Si Demóstenes había estado a punto de engañar a una muchacha educada y elegida por los dioses como Qing-jao, no era de extrañar que una muchacha normal y corriente repitiera sus palabras.

—¿Quién es Demóstenes? —preguntó Wang-mu.

—Un traidor que al parecer tiene más éxito de lo que todos suponen.

¿Se daba cuenta el Congreso Estelar que las ideas de Demóstenes estaban siendo repetidas por gente que nunca había oído hablar de él? ¿Comprendía alguien lo que esto significaba? Las ideas de Demóstenes eran ahora la sabiduría común del pueblo llano. Las cosas habían dado un giro más peligroso de lo que Qing-jao había imaginado. Su padre era más sabio; debía de saberlo ya.

—No importa —dijo Qing-jao—. Háblame de la Flota Lusitania.

—¿Cómo puedo hacerlo, si te enfadarás?

Qing-jao esperó pacientemente.

—Está bien, entonces —asintió Wang-mu, pero seguía pareciendo cansada—. Mi padre dice, y también Pan Ku-wei, su amigo sabio que una vez se presentó al examen para el servicio civil y estuvo muy cerca de aprobar…

—¿Qué dicen?

—Que es muy mala cosa que el Congreso envíe una flota tan grande para atacar a una colonia diminuta simplemente porque rehusaron enviar a dos de sus ciudadanos para que fueran juzgados en otro mundo. Dicen que la justicia está completamente de parte de Lusitania, porque enviar a la gente de un planeta a otro contra su voluntad es apartarlos de su familia y sus amigos para siempre. Es como sentenciarlos antes del juicio.

—¿Y si son culpables?

—Eso es algo que sólo deben decidir los tribunales de su propio mundo, donde la gente los conoce y puede medir su crimen con justicia, no el Congreso, que no sabe nada y comprende menos. —Wang-mu inclinó la cabeza—. Eso es lo que dice Pan Ku-wei.

Qing-jao contuvo su propia repulsión ante las traicioneras palabras de Wang-mu; era importante saber lo que pensaba la gente corriente, aunque sólo oírlos hacía que Qing-jao estuviera segura de que los dioses se enfadarían con ella por su deslealtad.

—Entonces, ¿piensas que la Flota Lusitania nunca debería haber sido enviada?

—Si pueden enviar una flota contra Lusitania sin una buena razón, ¿qué les impide enviar otra contra Sendero? También somos una colonia, no uno de los Cien Mundos, no un miembro del Congreso Estelar. ¿Qué les impide declarar que Han Fei-tzu es un traidor y hacerle viajar a algún planeta distante y no regresar hasta dentro de sesenta años?

La idea era terrible, y una presunción por parte de Wang-mu incluir a su padre en la conversación, no porque fuera una sirvienta, sino porque era presuntuoso por parte de cualquiera imaginar que el gran Han Fei-tzu fuera acusado de un crimen.

La compostura de Qing-jao se derrumbó por un momento, e hizo patente su furia.

—¡El Congreso nunca trataría a mi padre como a un criminal!

—Perdóname, Qing-jao. Me pediste que repitiera lo que dijo mi padre.

—¿Quieres decir que tu padre habló de Han Fei-tzu?

—Todo el pueblo de Jonlei sabe que Han Fei-tzu es el hombre más honorable de Sendero. Nuestro mayor orgullo es que la Casa de Han forme parte de nuestra ciudad.

«Así que —pensó Qing-jao—, sabías exactamente lo ambiciosa que eras cuando decidiste convertirte en la doncella de su hija.»

—No pretendía faltarle el respeto, ni ellos tampoco. ¿Pero no es verdad que si el Congreso quisiera podrían ordenar a Sendero que enviara a tu padre a otro mundo para ser juzgado?

—Ellos nunca…

—¿Pero podrían? —insistió Wang-mu.

—Sendero es una colonia —admitió Qing-jao—. La ley lo permite, pero el Congreso Estelar nunca…

—Pero si lo hicieron con Lusitania, ¿por qué no podrían hacerlo con Sendero?

—Porque los xenólogos de Lusitania eran culpables de crímenes que…

—La gente de Lusitania no opinaba lo mismo. Su gobierno rehusó enviarlos a juicio.

—Eso es lo peor. ¿Cómo puede un gobierno planetario atreverse a pensar que saben más que el Congreso?

—Pero lo sabían todo —objetó Wang-mu, como si la idea fuera tan natural que todo el mundo debiera conocerla—. Conocían a esa gente, a esos xenólogos. Si el Congreso Estelar hiciera que Sendero enviara a Han Fei-tzu para ser juzgado en otro mundo por un crimen que sabemos que no cometió, ¿no crees que también nos rebelaríamos en vez de entregar a un hombre tan grande? Pues entonces ellos enviarían una flota contra nosotros.

—El Congreso Estelar es la fuente de toda la justicia en los Cien Mundos —alegó Qing-jao con determinación.

La discusión se había acabado.

Imprudentemente, Wang-mu no guardó silencio.

—Pero Sendero no es uno de los Cien Mundos todavía, ¿no? —dijo—. Sólo somos una colonia. Pueden hacer lo que quieran, y eso no es justo.

Wang-mu asintió con la cabeza al final, como si pensara que su opinión había prevalecido por completo. Qing-jao casi se echó a reír. Se habría reído, de hecho, si no hubiera estado tan furiosa. En parte lo estaba porque Wang-mu la había interrumpido muchas veces e incluso le había llevado la contraria, algo que sus maestros siempre habían evitado. Sin embargo, la audacia de Wang-mu era probablemente buena cosa, y la furia de Qing-jao indicaba que se había acostumbrado demasiado al respeto no merecido que la gente mostraba a sus ideas, simplemente porque salían de los labios de una agraciada por los dioses. Había que animar a Wang-mu a que le hablara así. Esa parte de la furia de Qing-jao era un error, y tenía que librarse de ella.

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