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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (39 page)

Esta fue la razón para la desaparición del Priorato de Sión, en 1993. Pierre Plantard murió en 2002, nunca conoció a Dan Brown, ni oyó jamás hablar de
El Código Da Vinci
, pero, de haber visto el éxito de la novela, difícilmente hubiese creído hasta qué extremos ha llegado su historia.

Boxers los puños fanáticos de China

A finales del siglo XIX, la refinada sociedad china mostraba signos evidentes de intolerancia hacia lo que ellos consideraban una constante intrusión de las potencias extranjeras en los asuntos de un imperio milenario y orgulloso. Lo cierto es que durante todo ese siglo los enfrentamientos habían sido constantes. El afán comercial y expansionista de muchos países europeos, a los que se sumaban los emergentes Estados Unidos y Japón, provocaban fricciones en un inmenso país dominado por la decadencia y una grave crisis de identidad. Durante siglos, los chinos se habían empeñado en un aislamiento indolente que les había mantenido al margen de los progresos tecnológicos de los que disfrutaban las naciones más influyentes del mundo. Su debilidad quedó manifiesta tras las guerras del Opio libradas contra Inglaterra en el ecuador de la centuria citada. En 1842 se cedía forzosamente el enclave de Hong-Kong al Remo Unido con la obligación añadida de abrir diferentes puertos marítimos al tráfico comercial. La presión aumentó considerablemente tras la anexión territorial que los rusos efectuaron en el norte del país, donde fundaron Vladivostok. Francia también intervino asumiendo el protectorado sobre el antiguo remo de Annam, dominio que extendió sin oposición a toda Indochina. En 1885 la propia Inglaterra se adueñó de Birmania, hecho que menoscabó el ánimo de una ya humillada sociedad china. Por si fuera poco, Japón, su ancestral enemigo, asestaba un duro golpe al salir victorioso de la guerra librada entre los dos colosos orientales en 1894-1895, apropiándose de Formosa y Corea. La derrota ante Japón fue sin duda el inicio del capítulo final para un mortecino poder imperial. Estas circunstancias originaron múltiples sensaciones ultranacionalistas y patrióticas en unas elites acostumbradas a gobernar la situación, y no al contrario.

El 20 de junio de 1900 estallaba una rebelión dirigida contra los extranjeros asentados en China. El motín iba encabezado por los boxers, miembros de una sociedad secreta de inspiración religiosa llamada
los puños de la justicia y la concordia
. Sus integrantes se entregaban de forma fanática a un riguroso y exhaustivo entrenamiento físico hasta ser capaces de generar movimientos corporales inconcebibles para cualquier persona ajena a la secta. Estos luchadores creían ciegamente que sus dioses les protegían de cuchillos y balas enemigas, lo que les lanzaba a la batalla con desprecio absoluto del daño que pudieran sufrir.

El supuesto motivo que alentó aquel levantamiento fue el de expulsar del territorio chino a los invasores. Sin embargo, en el entramado de la conspiración, se encontraban elementos políticos que pretendían posicionarse en los puntos neurálgicos de un agónico imperio regentado por la emperatriz viuda Ts’en-hi. En las semanas previas al estallido, los implacables boxers masacraron a cientos de misioneros cristianos que en los últimos años habían pretendido evangelizar China. Las protestas de los diplomáticos extranjeros eran cada vez más enérgicas. Finalmente, el propio embajador alemán era asesinado cuando se dirigía al palacio imperial. Fue la chispa para que veinte mil sublevados nacionalistas tomaran con violencia las calles de Pekín, mientras que las once legaciones diplomáticas establecidas en la capital china preparaban las defensas tras los muros de la fortaleza que custodiaba el barrio de las embajadas. La situación inicial se mostraba tensa, pero no dramática, más de trescientos soldados de diferentes países protegían a unos tres mil civiles preocupados por los acontecimientos que se estaban desarrollando extramuros. Las noticias pronto llegaron al exterior, preparándose expediciones militares de ayuda a los sitiados. Una primera columna británica compuesta por unos dos mil efectivos fue detenida cerca de Tientsin. La euforia de aquel hecho empujó al ejército imperial chino a sumarse con determinación a la locura de unos boxers que destrozaban cualquier cosa que representara a los odiados extranjeros. Fue el caso de la catedral cristiana de Pekín, arrasada sin remilgos en una vorágine de odio y violencia cada vez más cercana a los parapetos de las embajadas europeas. En julio de 1900, los ataques contra los sitiados se incrementaron. La situación de éstos, muy faltos de víveres y municiones, se convirtió en desesperada. Las bajas eran constantes y los días se sucedían sin que llegara una respuesta clara de auxilio por parte de las potencias. Éstas, por fin organizadas, estaban a punto de aparecer en escena en forma de un gran ejército multinacional compuesto por tropas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Japón, Rusia, Alemania e Italia. En total, unos ochenta mil soldados dirigidos por el mariscal alemán Waldersee, que avanzaron desde la frontera rusa limpiando en pocas jornadas el camino hacia Pekín, ciudad en la que entraron el 14 de agosto de 1900, castigando severamente a los boxers y liberando a las embajadas tras cincuenta y cinco días de angustioso asedio.

Las represalias de las tropas coloniales superaron cualquier expectativa. El joven escritor francés Pierre Lo ti, testigo de los acontecimientos, reflejó en una de sus crónicas: «Ha sido una masacre nauseabunda protagonizada por la soldadesca británica, francesa y alemana, quienes, ávidas de botín, no han reparado en asesinar a niños, mujeres y ancianos».

La cruenta toma de Pekín generó entre los chinos un profundo malestar que impediría definitivamente la propagación del cristianismo; un episodio que todavía en nuestros días se recuerda con dolor en un pueblo de sólida memoria.

Aquel levantamiento popular supuso el acto final de un imperio milenario. Un año más tarde apenas quedaban vestigios de los iracundos boxers y China era obligada a pagar ochocientos millones de dólares como indemnización, además de asumir una rebaja arancelaria y la entrada en su territorio de tropas extranjeras. Fue demasiado para una forma de vida anclada en los siglos. En 1912 caía la dinastía de los manchúes, dando paso a una nueva era.

Capítulo XI
Esoterismo nazi
¿Cuál es el origen de la esvástica?

Si tuviéramos que componer un mosaico con las imágenes más representativas del siglo XX, sin duda tendríamos que situar, en lugar preeminente, la esvástica o cruz gamada, símbolo indefectiblemente unido
iri eternum
a las teorías nacionalsocialistas del Fürher alemán Adolf Hitler. Sin embargo, muy pocos conocen que el origen de esta figura ornamental no es exclusivo de los nazis y sí, en cambio, de culturas ancestrales, las cuales le otorgaban un significado bien distinto del que se puede presumir al ser bandera de los fanáticos arios.

La forma más habitual de la esvástica es la que tiene sus brazos orientados hacia la derecha. Esta modalidad suele representar el sol vernal, el amanecer y la creación. La versión cuyos brazos se orientan hacia la izquierda recibe el nombre de sauvástica, y es símbolo del sol otoñal, del ocaso y la destrucción. También se conoce como cruz gamada por poseer gran parecido con la letra griega gamma. En el conjunto se puede observar cuatro letras gamma surgiendo de un centro común.

Hace miles de años ya era utilizada en las culturas prehistóricas como talismán benefactor, atrayente de buena suerte y magnífica salud para todo aquel que lo poseyera, y además servía como escudo protector ante las terribles influencias de los malos espíritus. Más tarde nos encontramos con cruces gamadas en diferentes civilizaciones del mundo antiguo tales como las indoeuropeas u orientales. En China y Japón el pictograma iba asociado a la longevidad, la fortuna y el poder, llegándose a colocar en el pecho de las imágenes de Buda como signo de prosperidad. En la antigua India se asociaba al dios Ganesa, protector del género masculino, de la luz diurna y de la vida, mientras que la sauvástica estaba relacionada con la tenebrosa diosa Kali, instigadora del mal y benefactora de la oscuridad. En definitiva, nos encontramos ante un elemento iconográfico muy extendido en diferentes ámbitos. En los pueblos indoiranios aparece, por ejemplo, en numerosas ocasiones encerrada en un círculo, representando así una rueda del carro solar otorgador de vida. En la antigua tradición escandinava la esvástica va íntimamente relacionada con Thor, dios del trueno e hijo de Odín, deidad suprema para los nórdicos. Asimismo, los celtas, griegos, etruscos y romanos creían que era un excelente talismán representativo del poder, el sol y la existencia. Precisamente, el uso figurativo que de ella hicieron las poderosas legiones romanas fue una de las causas en las que se inspiró Hitler para usarla en beneficio de su ideología política.

Ya en tiempos cristianos los primeros mártires de esta religión usaron esvásticas en las catacumbas de Roma, creyendo que eran perfectas representaciones de la piedra básica en la que Cristo elevaría su iglesia. En el Medievo se siguió representando la cruz gamada junto a las imágenes del Mesías. Incluso los masones utilizaron esvásticas, dado que pensaban que sus formas representaban los cuatro puntos cardinales de la Osa mayor alrededor del cielo. En cuanto a España, no es nada extraño encontrar esvásticas en los elementos decorativos de las tradiciones íberas, formando parte indispensable de muchos ajuares vascones, asunto que ha incitado no pocos equívocos posteriores al desconocerse su verdadero propósito ritual. Como curiosidad, diremos que hasta el célebre pintor aragonés, Francisco de Goya y Lucientes, pintó una cruz gamada en su famoso retrato de la marquesa de Santa Cruz.

Pero, por desgracia, en el primer tercio del siglo XX, los nacionalsocialistas alemanes se fijaron en ella y la convirtieron en la imagen característica de su nefasto ideario y posterior régimen autoritario. Como hemos dicho, a Hitler le llamó la atención la estética de esta cruz utilizada por las tropas del Imperio Romano en sus estandartes y por las culturas nórdicas de las que tanto se dejó influenciar como gran símbolo de poder. En consecuencia, era un fetiche muy apropiado para incluirlo en el camino del Tercer Reich hacia la gloria de los seres perfectos. Hoy en día, aquellas connotaciones negativas han borrado en su casi totalidad las reminiscencias del pasado. Y, si vemos por la calle a un personaje portador de una cruz gamada, no se nos ocurre pensar que pueda ser a modo de amuleto o para atraer la bonanza hacia su casa y huimos atemorizados por si su comportamiento pudiera ser violento. Créanme que la segunda opción está más justificada que la primera.

La Sociedad de Thule

A mediados del siglo XIX, nacieron en Alemania, al igual que en otros países europeos, un gran número de sociedades secretas. La más influyente de todas las que se formaron en el II Reich fue la Sociedad Thule, cuyo nacimiento tardío —es de 1912— permitió que recogiera, ya muy maduras, una gran parte de las ideas que habían dominado e influido en la agresiva política alemana de la segunda mitad del siglo XIX, en especial después de la guerra franco-prusiana, cuando la Alemania unificada del canciller Von Bismark caminaba firmemente por la senda que le conducía al poder mundial.

La Thule-Gesellschaft o Sociedad Thule fue una sociedad ocultista alemana fundada en 1912 por el noble alemán Rudolf von Sebottendorff. A ella pertenecieron importantes personalidades del III Reich como el propio Adolf Hitler y su lugarteniente Rudolf Hess. Al parecer, el partido nacionalsocialista —y por tanto el III Reich— tuvo su origen en esta sociedad esotérica, siendo el DAP —Deutsche Arbeiter-Partei—, después transformado en NSDAP su brazo político.

Como escudo de la Sociedad Thule se eligió una esvástica —símbolo solar que luego adoptarían los nazis—, colocada detrás de una reluciente espada dispuesta verticalmente. El nombre de Thule fue elegido en recuerdo del legendario —y para ellos existente— reino de Thule, que es simple y llanamente otro nombre para designar la mítica Atlántida. El nombre derivaba de la mítica Thule, la isla legendaria que los griegos, a partir de Piteas de Marsella, y los escritores latinos, como Séneca, consideraban la última isla del mundo y que hoy en día se identifica o bien con Islandia, o bien con las Oreadas o con las Shetland. Como todos los ocultistas de la época, muy influenciados por las leyendas o mitos de la Atlántida y de otros continentes perdidos como Lemuria o Mú, los creadores de la Sociedad de Thule forjaron toda una cosmogonía mágica y fantástica según la cual los pueblos germánicos escandinavos, de raza nórdica, eran los descendientes de una raza todopoderosa que había vivido en un remoto pasado. También se hallaban influenciados por la obra de Horbiger, un hábil ingeniero tirolés que había hecho una gran fortuna a finales del XIX con un nuevo sistema para llaves y compresores (1894), cuya patente había vendido y que luego dirigió sus investigaciones hacia el campo de la cosmografía y la astrofísica. Sus delirantes ideas sobre el fuego y el hielo, de un remoto pasado de hombres-dioses, introducía en el pensamiento de una nación de altísimo nivel científico-técnico, como era Alemania, todo un universo de profecías y leyendas que entraban en contradicción con la ciencia oficial, pero que impresionó a hombres como Hitler, obsesionado con el poder de los mitos y el destino de los pueblos y que consideraba que «hay una ciencia nórdica y nacionalsocialista que se opone a la ciencia judeo-liberal». Con ideas así, no es de extrañar que muchos científicos y proyectistas de armas del III Reich acabasen desesperados, pues se llegó al extremo de que el general Walter Dornberger, al mando del centro experimental de Peenemünde, tuvo que modificar algunas pruebas de lanzamiento para que los apóstoles de la cosmogonía horbigeriana pudiesen comprobar cómo reaccionaban las V2 en los espacios de hielo eterno.

Uno de los principales impulsores de Thule fue Karl Hausshoffer (1869-1946), militar, estudioso de las culturas orientales y uno de los padres de la geopolítica, convencido del origen centroasiático de la raza nórdica y de los pueblos germánicos, a la que aseguraba correspondía el deber de dirigir el mundo. Al especialista en historia y geografía y hábil militar, parecía unírsele otra persona, admirador de Schopenhauer, Ignacio de Loyola, el budismo y el misticismo. Fanático de las ideas de supremacía aria, consideraba que los elegidos de la logia Thule estaban predestinados al dominio del mundo. En 1919, fundó una segunda orden que se llamó Brüder des Lichtes —Hermanos de la Luz—, después denominada, aunque sólo internamente, Vril-Gesellschaft —Sociedad Vril—. A esta nueva sociedad se unieron Die Herren von Schwarzem Stein —Los Señores de la Piedra Negra—, que era una refundación de la orden del Temple. Todos creían firmemente en la existencia de unos seres, los «superiores desconocidos», y en los remos misteriosos de Agharta y Samballah, con los que se podría contactar para que ayudasen a Alemania a dominar el mundo.

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