Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (40 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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Entre los miembros de la Sociedad Thule se encontraban, además de los paganos Heinrich Himmler y Alfred Rosenberg, también sacerdotes —como el confesor de Hitler, Bernhard Stempfle—, monjes cistercienses —como Guido von List— y miembros de la orden del Temple refundada, además de nacionalistas, patriotas, antimarxistas y antijudíos.

El fin oficial de la Sociedad llegó tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial. Hausshoffer, un auténtico mago negro de un nivel de iniciación muy superior al del propio Hitler, supo arreglárselas para salir bien parado. Durante los juicios de Nuremberg visitó en su celda a uno de sus principales discípulos, el criminal de guerra Wolfrang von Sievers, con el que celebró una ceremonia pagana. El 14 de marzo de 1946, asesinó a su mujer y se suicidó siguiendo un ritual japonés. Su hijo Albrecht, defensor hasta el final de las más puras tradiciones de Alemania, participó en el atentado contra Hitler del 20 de junio de 1944. Ejecutado en el campo de Moabit, con otros de los conspiradores, le encontraron un papel en la ropa con unos versos que decían:

El destino había hablado por mi padre,

de él dependía una vez más

rechazar al demonio en su mazmorra.

Mi padre rompió el sello.

No sintió el aliento del maligno

y dejó al demonio suelto por el mundo…

Por increíble que pueda parecer, todavía en 1953 Martin Gardner cifraba en más de un millón de personas el número de seguidores de las teorías horbigerianas y de la seudociencia de las ideas defendidas por la Sociedad Thule, en Alemania, Escandinavia y Estados Unidos. Es posible, por tanto, que aun a pesar de los horrores del siglo pasado, como bien dice el autor alemán Jan Udo Holey en su libro
Sociedades secretas y su poder en el siglo XX
, que «la Sociedad Thule o bien algún esqueje de ella continúe existiendo hoy».

La arquitectura del castillo de Wewelsburg

A las SS les faltaba un centro de poder, un lugar de culto para realizar sus rituales esotéricos, y ese lugar lo encontraron en Westfalia, en el noroeste de Alemania.

En un antiguo grabado de 1630, que representa el castillo de Wewelsburg, sede de la autoridad episcopal de Paderborn, se nos refiere que sus más antiguos restos fueron edificados en una montaña sobre el río Alme en el tiempo de las invasiones hunas. La citada leyenda dio pábulo a la creencia de Himmler, y también del «brujo» Karl Maria Wiligut, de que el castillo de Wewelsburg debería construirse siguiendo un plan magicoesotérico, pues marcaría el punto a través del cual las hordas mongolas y bolcheviques del Este serían detenidas, y comenzaría así la reconquista del milenio ario. Este castillo tenía que ser el «Vaticano de las SS», el ombligo del mundo, y nada debía dejarse al azar. Incluso todo giraría alrededor de un número mágico: el trece.

Heinrich Himmler compró o, mejor dicho, alquiló indefinidamente este castillo en ruinas el 27 de julio de 1934 y lo fue reconstruyendo durante los once años siguientes, con un coste total de trece millones de marcos, si bien en dos años de trabajos acelerados lo hizo habitable, gracias a la abundante mano de obra barata que no era otra que la de los enemigos capturados. Himmler, como jefe supremo de la orden Negra, consiguió un favorable arrendamiento por la cantidad simbólica de un marco al año al ayuntamiento de Büren, Westfalia. La fortaleza se encontraba en un penoso estado de conservación. Su reconstrucción fue financiada por el Ministerio de Hacienda del Reich, que aceptó la idea de Himmler de convertir el viejo castillo en algo parecido a lo que fue Marienburgo para los caballeros teutónicos. No repararon en gastos para hacer un lugar digno del Tercer Reich, un impresionante templo que giraba en torno a una reliquia sagrada: la Santa Lanza, algo que llegó a obsesionar tanto a Hitler como a Himmler. De hecho, la fortaleza tiene forma de lanza, con el edificio triangular simbolizando la punta del hierro, y la larga carretera rectilínea que conducía hacia él representaba el asta. Himmler esperaba pacientemente ser el dueño de la Lanza del Destino original, que desde 1938 guardaba celosamente su jefe, Hitler, en la cripta de Santa Catalina en Nuremberg, como un verdadero talismán. Mientras, se consolaba con una réplica exacta que hizo construir.

El jefe de las SS encontró en el castillo Wewelsburg su particular Camelot, su sede mística de la orden Negra. En el norte de la fortaleza se emplazó el gigantesco comedor de treinta y cinco metros de largo por quince metros de ancho, donde sus elegidos se sentaban a una gran mesa redonda de roble macizo, con trece sillones que parecían tronos, ricamente adornados con toda clase de símbolos arios. Himmler se rodeó de un círculo interno de sumos sacerdotes, un conclave de doce
SS-Obergruppenführers
(es decir, doce tenientes generales de las SS). Cada «elegido» se sentaba en un butacón tapizado en cuero y con una placa de plata con el nombre del caballero SS y con su escudo. En la mesa se sentaba Himmler y doce de sus «apóstoles» más queridos. Ni que decir tiene que intentaba emular el Salón y la Mesa Redonda del rey Arturo.

El vestíbulo central del castillo santuario era donde se celebraban los banquetes. Se trataba de la Sala de los Supremos Jefes de las SS, cuyo suelo estaba adornado por una gigantesca rueda en forma de sol radial con signos de runas. Era el símbolo del Sol Negro con rayos en forma de runas «sig». Éste era el centro de decisiones de la orden Negra. Cada uno de los elegidos poseía su propio aposento en el castillo, cada uno decorado en un determinado estilo y dedicado a una personalidad histórica. Cada sala del castillo estaba dedicada a un portador imperial de la Lanza del Destino, desde Carlomagno hasta los últimos emperadores antes de la disolución del Sacro Imperio Romano Germánico en 1806, pasando por Enrique el Pajarero y Federico Barbarroja.

Debajo de ese gran vestíbulo central, en la base de la torre, se construyó una cripta dedicada a los líderes de las SS fallecidos. Era el sanctasanctórum, su lugar más reservado y secreto. Allí se encontraba uno de los enclaves más mágicos del castillo: el vestíbulo de los Muertos, donde se levantaban trece peanas en torno a una mesa de piedra. En el centro había un pozo y en su mitad ardía una especie de fuego sagrado. El objetivo de esta cripta era netamente funerario: a medida que los integrantes de este círculo íntimo de las SS iban muriendo, se quemaba su escudo de armas, y las cenizas de éste junto con las del difunto eran colocadas en una urna, que a su vez se depositaba sobre una de las peanas u hornacinas del vestíbulo, donde era venerado. Existían además cuatro aperturas o aspilleras del tamaño de un puño en el techo del sótano, de manera que éste estaba siempre ventilado y durante la ceremonia de incineración del escudo, el humo del ritual fúnebre se mantenía en la habitación como una columna.

Todas estas dependencias creaban una atmósfera grotesca y teatral que se buscaba deliberadamente, al igual que las construcciones arquitectónicas que se realizaron durante el Tercer Reich, grandilocuentes y espectaculares para que impresionaran por su tamaño.

En el castillo de Wewelsburg se reunían muchos miembros de la Sociedad Thule y allí se inspiró Himmler para crear el instituto llamado Organización de la Herencia Ancestral o Ahnenerbe. Algunas de sus salas esperaban albergar algún día cercano dos reliquias buscadas y veneradas por la cristiandad: la Santa Lanza y el Santo Grial, que Himmler buscó denodadamente por todo el mundo, financiando varias expediciones para encontrarlo e incluso yendo él mismo a Montserrat en su afán de localizar el Grial. Himmler hablaba frecuentemente de geomancia y le gustaba fantasear sobre Wewelsburg como un «centro de poder» oculto, similar (o por lo menos se lo creía) a Stonehenge. El diario oficial de la Ahnenerbe solía publicar artículos dedicados a tales temas.

En el ala sur del triángulo fortificado, se dispusieron los aposentos privados del Reichsführer Himmler, de los que también formaba parte una sala para su amplia colección de armas y otra más para albergar una biblioteca que alcanzó los doce mil volúmenes. Al lado se dispusieron una sala de sesiones y una sala de visitas para el Tribunal Supremo de las SS. En el mismo ala había habitaciones de invitados para Hitler, quien, por cierto, jamás apareció por el castillo, motivo suficiente para que se difundiera en el pueblo de Wewelsburg el rumor de que Adolf Hitler, a su muerte, debía ser enterrado en la cripta del castillo.

Todavía le están esperando…

La obsesión de Hitler con la Lanza del Destino y otras reliquias

A principios del siglo XX existían por lo menos cuatro Santas Lanzas repartidas por Europa. De todas ellas se decía que era la del centurión romano Longinos, aquel que atravesó con su arma el pecho de un agonizante Jesús en la cruz.

Desde aquel momento, este objeto, como tantos otros, se convirtió en sagrado y digno de ser tenido como una reliquia. Pero la de Longinos era algo más que una lanza santa, era un verdadero talismán al que se atribuía poderes sobrenaturales y que confería unas virtudes especiales, entre ellas la de no hacer perder ninguna batalla a aquel que la empuñara.

De las cuatro lanzas censadas actualmente quizá la más conocida para el mundo cristiano sea la que se conserva en el Vaticano, aunque la Iglesia la tiene como una reliquia más, sin mayores consideraciones, guardada junto a la Verónica en el interior de uno de los cuatro gigantescos pilares de la cúpula de la basílica de San Pedro. La segunda lanza está en Cracovia (Polonia), la tercera en París, adonde fue llevada por san Luis en el siglo XIII, cuando regresó de la última Cruzada de Palestina. Y la cuarta es la que se custodia hoy en día en el museo del palacio Hofburg, de Viena (Austria), también llamado Casa del Tesoro, y es la que posee una genealogía mejor y más fascinante, porque fue la que encandiló a Constantino el Grande, a Carlomagno, a Federico Barbarroja y a Hitler.

La leyenda es la leyenda y en este caso no nos queda más remedio que fiarnos de ella para seguir su trayectoria a lo largo del tiempo. Nos dice que la Santa Lanza llegó a manos de san Mauricio, comandante de la legión tebana (el del famoso cuadro de El Greco), y tras ser martirizado, la reliquia pasó a ser propiedad de Constantino, quien la sostuvo como talismán en la decisiva batalla del Puente Milvio en la que derrotó a su rival Magencio y donde tuvo lugar el milagro de la aparición de la cruz con el lema
«In hoc signo vinces»
.

Hitler estaba obsesionado con recuperar la «Lanza del Destino». Y es que así eran sus ansias de encontrar razones para justificar su locura.

Los abundantes datos que nos suministran las tradiciones germánicas prefieren afirmar que la lanza de los Habsburgo, la
Heilige Lance
, fue enarbolada como talismán por el caudillo franco Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732), en la que derrotó a los árabes, y luego fue llevada por Carlomagno en el siglo IX durante cuarenta y siete campañas victoriosas, una lanza que le había conferido poderes de clarividencia. Él fue víctima de la leyenda negra que tiene asociada: «Aquel que la pierda morirá». Carlomagno murió cuando la dejó caer accidentalmente en Aix-la-Chapelle, en el año 814. La lanza entonces pasó a manos de Heinrich el Cazador, también llamado Enrique el Pajarero, quien fundó la casa real de Sajonia, y tras pasar por las manos de cinco monarcas sajones llegó a las de los Hohenstauffen de Suabia, que les sucedieron. Un destacado miembro de esta dinastía fue Federico Barbarroja, que a los sesenta y siete años de edad conquistó Italia y obligó al papa a exiliarse. Su imperio alcanzó cotas impensables, pero Barbarroja cometió el mismo error que Carlomagno: en el año II90 dejó caer la lanza mientras vadeaba el río Cidno, en Asia Menor. Murió ahogado.

Hitler conocía a la perfección estas viejas historias y sabía que el poseedor de la lanza tenía en sus manos el destino de la humanidad. Cuando era un joven pintor sin futuro que deambulaba por las calles de Viena, solía ir con frecuencia al museo para admirar esta reliquia que ansiaba poseer algún día. La primera vez que la vio, en 1909, la estudió con todo detalle. Comprobó que medía treinta centímetros de longitud y terminaba en una punta delgada, en forma de hoja. En el siglo XIII, el filo había sido ahuecado para incrustar un clavo, al parecer uno de los usados en la crucifixión, y este clavo estaba sujeto con hilos de oro, plata y cobre. En el trozo del mango se observan dos diminutas cruces de oro. La lanza se había partido y las dos partes estaban unidas por una funda de plata.

Muchos de estos detalles provienen del testimonio del doctor Walter Johannes Stein (I89I-I957), matemático, economista y ocultista que afirmaba haber conocido al futuro Fürher justo antes de la Primera Guerra Mundial. En 1928, Stein publicó un alucinante panfleto titulado Historia del mundo a la luz del Santo Grial, que circuló ampliamente por Alemania y Gran Bretaña y que sirvió para que, cinco años después, Heinrich Himmler le obligara a trabajar en el «buró ocultista» de los nazis. Stein, no obstante, logró huir a Gran Bretaña y la Segunda Guerra Mundial le sorprendió trabajando como agente del espionaje británico. Después de colaborar en la obtención de los planes de la Operación Sealion (la invasión de Inglaterra que proyectaba Hitler), fue consejero de Churchill como asesor sobre mitos y creencias ocultistas del líder alemán. Stein nunca publicó sus memorias, pero antes de morir se hizo amigo de Trevor Ravenscroft, un ex oficial de comandos de Sandhurst que se recicló en periodista y quien publicó en 1972 el libro La lanza del destino (también titulado en España Hitler: la conspiración de las tinieblas), obra en la que por vez primera nos avisa del tremendo influjo que sentía el canciller alemán por la lanza de los Habsburgo.

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