Era una época de bastante actividad en la granja y Acacia ayudaba en lo que podía. Su padre estaba ocupado con la venta de los corderos y terneros, asegurándose de que el maíz se almacenaba correctamente para alimentar al ganado durante los meses de invierno y supervisando la recolección de manzanas y ciruelas. Mientras tanto, el huerto de su madre era una explosión de berenjenas, coliflores, patatas, cebollas, calabazas, puerros, alcachofas, remolachas y nabos.
Un domingo por la mañana de principios de octubre, Gerard visitó la granja por última vez. Al regresar del servicio religioso, sus padres los encontraron en la cocina tomando una taza de té.
—¿Por qué no vais a recoger zarzamoras mientras termino de preparar la comida? —sugirió su madre percibiendo la atmósfera sombría—. Hace un día fantástico y hasta es posible que encontréis las últimas frambuesas de la temporada.
—Volveremos en una hora —respondió Acacia besándola en la mejilla.
Gerard la tomó de la mano mientras se dirigían hacia al río.
—¿Estaba tu madre tratando de deshacerse de nosotros?
Acacia lo miró con una sonrisa afectuosa. A pesar de sus buenas cualidades, Gerard nunca había destacado por su perspicacia.
—Creo que quería darnos un poco de intimidad.
—Ah.
Cuando llegaron al río, Gerard la empujó con gentileza contra un castaño.
—Bésame —le pidió Acacia sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Bésame dulce y tormentosamente.
—Eh, pequeña, ¿qué te pasa?
—Es la última vez que nos vemos.
—¿Por qué dices eso? No tiene que ser así. Solo me marcho a trabajar a Australia por un tiempo. No es como si me fuera a morir.
—No, claro. No me hagas caso.
Acacia no podía explicarle que estaba segura de que sus caminos no volverían a cruzarse y que hasta ese día no se había dado cuenta de que sentía un sincero cariño por él.
Gerard tomó el rostro de Acacia entre sus manos y besó sus lágrimas. Cuando sintió que se había calmado, sus besos se tornaron más largos y profundos. Acacia lo rodeó con sus brazos, sintiendo el calor de su cuerpo a través de la ropa. Gerard siempre había poseído una enorme presencia física que le resultaba extrañamente reconfortante. Los dedos del joven se deslizaron por debajo de su blusa y le desabrocharon hábilmente el sujetador mientras ella comenzaba a aflojarle el cinturón. Sin dejar de besarse, se dejaron caer hasta quedar tendidos sobre la hierba y las hojas secas. Entonces fue cuando Acacia vislumbró el resplandor pulsátil de Enstel vibrando cerca de ellos y tendió una mano en su dirección.
Cuando Enstel se introdujo con suavidad en el interior de Gerard, Acacia percibió con claridad el cambio en su vibración. Se apartó un momento y lo miró a los ojos mientras le acariciaba la mejilla, dándose cuenta de que el joven no había notado nada.
—¿Estás bien? —preguntó Gerard.
—Muy bien, ¿y tú?
—Nunca he estado mejor —replicó besándola con redoblado ardor.
Acacia había permanecido en la sala de estudio durante casi una hora, disfrutando de cada minuto, hasta que empezó a pelearse con uno de los acordes.
—La sexta cuerda siempre da más problemas a la hora de buscar la nota a armonizar —dijo una voz a su espalda.
Acacia se giró sorprendida y vio a James avanzando hacia ella. Era la primera vez que le dirigía la palabra en meses.
—Es porque tiene ambas partes del arpegio —continuó—, tanto mi como sol sostenido.
—Entonces, ¿cuál es la mejor?
—La tónica, mi. Es fácil si colocas el índice en la tercera cuerda, el corazón en la quinta y el anular en la cuarta. Pruébalo.
Acacia así lo hizo y comprobó que tenía razón.
—¡Vaya! ¡Muchas gracias, James!
—Para buscar mi menor tienes que cambiar sol sostenido por sol, que es la tercera menor, y así obtendrás el siguiente arpegio.
La joven lo probó y miró a James con una gran sonrisa. Al verlo cara a cara después de tanto tiempo advirtió que no quedaba mucho del niño mono que había conocido. Su rostro había perdido los rasgos infantiles, había crecido mucho, sus hombros se habían ensanchado y lucía un nuevo y favorecedor corte de pelo. Sin embargo, sus amables ojos color avellana continuaban siendo los mismos.
James le devolvió la sonrisa y por un momento fue como volver atrás en el tiempo, cuando apenas habían cumplido los quince años y todo parecía más fácil.
—Quería felicitarte por tu papel en
Carmina Burana
. Sé que el reverendo Peters no quiere alabarte demasiado en público para evitar escenas de celos o alimentar tu vanidad, pero el otro día lo escuché hablando con mi profesora de guitarra. Y también comentó la calidad de tu trabajo de composición.
—Eres muy amable al decírmelo.
—Mis padres van a asistir al concierto de Navidad y estoy seguro de que los vas a impresionar.
—¿En serio? Es la primera vez que vienen, ¿verdad?
Acacia sabía lo importante que era la buena opinión de sus padres para él y lo mucho que se esforzaba por obtener su aprobación.
—La primera vez en seis años, sí. Al parecer, a mi hermana se le ha metido en la cabeza pasar las vacaciones en Londres. Quiere ver el árbol de Trafalgar Square que envían cada año desde Noruega y las luces de Regent Street. Dice que no es justo que yo tenga este «distinguido acento británico» cuando ella se tiene que contentar con el de Boston.
—Tu madre es inglesa, ¿no?
—Sí, pero ha vivido tanto tiempo en Estados Unidos que ya no se nota. Estoy seguro de que mis abuelos están horrorizados.
Desde aquella primera conversación, la relación con James evolucionó con fluidez, casi como si el último año y medio no hubiera ocurrido jamás. No fue necesario pasar por interminables momentos cargados de incomodidad hasta que la confianza entre ellos se reestableciera por completo. Millie, que había padecido en silencio la ruptura entre dos de sus amigos más queridos, no cabía en sí de gozo.
Un día, sospechando que todo había sido demasiado fácil, se le ocurrió interrogar a Enstel.
—Has hecho algo, ¿no es así?
Enstel no respondió.
—Recuerda que me prometiste sinceridad absoluta.
Su hermoso resplandor iridiscente se extendió a su alrededor.
—Y no trates de confundirme con uno de tus trucos —le advirtió con severidad.
—Mi misión es velar por tu felicidad y bienestar —respondió Enstel con voz suave— y la situación con James te hacía sufrir más de lo que estabas dispuesta a admitir. Cuando Gerard ya no estaba para distraerte de tu dolor pensé que había llegado el momento de hacer algo.
—¿Desde cuándo te has convertido en mi terapeuta? —preguntó Acacia sin poder ocultar su sorpresa. Era la primera vez que Enstel tomaba la iniciativa de ese modo.
Silencio. La joven suspiró.
—¿Qué has hecho exactamente? —preguntó más calmada.
—Alivié su sufrimiento, abrí su corazón. Él hizo el resto.
—¿Cómo puedes hacer eso?
—Es igual que curar cualquier enfermedad. Tanto el dolor físico como el dolor emocional tienen una causa común: un bloqueo o desequilibrio en la energía. Al liberar esa energía estancada permitimos que se reestablezca el equilibrio natural.
Acacia lo miró, todavía dudosa.
—James estaba preparado para perdonarte. De no haber sido así, no hubiera aceptado mi intervención.
—¿Quieres decir que él sabe lo que ha pasado?
—No conscientemente. Acacia, debes recordar que también los humanos sois, ante todo, seres energéticos. El cuerpo físico y la mente consciente son solo una pequeña parte. La mayor parte de lo que sois y de lo que os ocurre se produce en un plano energético.
Acacia ponderó sus palabras.
—Tú también podrías hacerlo si quisieras —añadió Enstel con suavidad.
—¿El qué?
—Sanar el cuerpo y el alma. Ya lo dijo Jesús: «El que en mí cree, las obras que yo hago, él hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre».
—No sé cómo te atreves a citar la Biblia —respondió Acacia moviendo la cabeza con incredulidad.
Enstel sonrió.
Después de las Navidades recibieron varias charlas sobre diferentes carreras y también fueron a visitar algunas universidades. Con una presión escolar constante, eran conscientes de la importancia de encontrar un equilibrio entre tiempo libre y el resto de sus obligaciones. Millie, Mike, James y Acacia comenzaron a salir juntos con frecuencia y casi todos los viernes iban a cenar, al cine, a la bolera o a bailar. Aunque Burton organizaba una gran variedad de actividades para los alumnos internos, Mike y James obtenían a menudo permiso para salir por su cuenta. De vez en cuando los cuatro cogían el autobús a Plymouth, iban a competiciones deportivas, vagaban por la calle principal y el área comercial de Tavistock o salían a montar a caballo por los páramos de Dartmoor. Millie y James, que habían nacido con dos días de diferencia, celebraron su decimoséptimo cumpleaños en una fiesta conjunta en la que Acacia invitó a James a bailar una de las canciones lentas.
Varias noches más tarde, al finalizar el ensayo del coro, James se acercó a ella.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
Tomó aire, todavía indeciso, y Acacia le dedicó una sonrisa de aliento.
—¿Estás saliendo con alguien? —se atrevió por fin.
—Nadie fijo.
—Entonces, ¿vendrías al cine conmigo? ¿Tú y yo, solos?
—Sería un placer.
El rostro de James se expandió en una sonrisa enorme.
La película resultó ser una comedia romántica sorprendentemente buena. Rieron juntos y compartieron una bolsa de palomitas de maíz. James estaba tan orgulloso al comprobar que Acacia había disfrutado de la película como si la hubiera dirigido y protagonizado él mismo.
De nuevo en la calle, la temperatura había descendido varios grados. Sin pensarlo dos veces, Acacia cogió a James del brazo y se acercó a él en un intento por preservar su calor corporal.
—¿Qué te parecería ir a tomar un chocolate caliente? —sugirió James—. ¿Tenemos tiempo?
—Diría que sí —respondió Acacia consultando el reloj y tratando de controlar el castañeteo de sus dientes—. Podría llamar a mi padre para que venga a recogernos dentro de una hora.
—¿No le importará?
Acacia le lanzó una mirada de soslayo y pensó en lo diferentes que eran sus vidas. James se había criado en internados, pasando la mayoría de sus vacaciones escolares en campamentos o visitando a sus abuelos. Mientras Acacia siempre había vivido junto a unos padres que la adoraban y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por ella, aunque eso les supusiera una molestia, James apenas veía a los suyos cuatro semanas al año. Por primera vez tuvo una visión certera de la magnitud de su traición. Ella contaba con su familia, con Enstel, con sus amigos, pero James había estado recibiendo el apoyo que normalmente procede de la familia a través de sus profesores y de un reducido grupo de amigos que ni siquiera eran conscientes del lugar tan importante que ocupaban en su vida. Cuando Acacia, una de sus amigas más antiguas, mostró tal desprecio por sus sentimientos, la herida había sido realmente profunda.
En cuanto llegaron a la cafetería, Acacia desapareció en el baño para recomponerse. Necesitaba unos minutos a solas. Al salir, James la esperaba sentado con las manos alrededor de una de las humeantes tazas. Se sentó frente a él y lo miró en silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó al observar su semblante serio—. ¿Va todo bien?
—James, quiero que sepas que aprecio de verdad tu amistad. Lo que te hice no tiene perdón.
El joven le devolvió la mirada, claramente sin saber qué responder. Acacia extendió la mano y le apretó los dedos. James miró la mano de Acacia sobre la suya y enrojeció.
—No te quiero como amiga —balbució por fin.
—¿Cómo?
—Lo que quiero decir es que recuperar tu amistad ha supuesto para mí mucho más de lo que te puedas imaginar, pero confiaba en que pudiéramos ser algo más.
—¿Me estás pidiendo que salgamos juntos?
—Con una torpeza imposible —admitió James, su corazón expuesto tan abiertamente que Acacia se sintió abrumada.
—Eres tan bueno —respondió en un murmullo—, mucho mejor que yo.
—¿De qué estás hablando?
Acacia lo miró con angustia. ¿Cómo decirle que temía manchar su pureza? Los temores sobre sus orígenes diabólicos todavía la acosaban y, si bien no le quedaba más remedio que aprender a aceptar su naturaleza y una vida entre sombras, otra cosa muy diferente era corromper almas inocentes.
—No podría empezar a explicarte las cosas que he hecho, lo que soy.
—Y no quiero que lo hagas. El pasado, pasado está. En realidad, te admiro por haber descendido a las profundidades del infierno y haber tenido la fortaleza de salir.
—Es mucho peor que eso.
De repente, James se levantó, se inclinó sobre ella y la acalló con un beso.
—Te quiero tal y como eres —le aseguró—. Creo que me enamoré de ti en el momento en que te vi.
—James, teníamos once años.
—Lo sé.
Como parte de su servicio comunitario, tan importante en Burton, Acacia iba con Millie una vez por semana al centro de la tercera edad en el que su madre era voluntaria. Mientras, James daba clase a niños con problemas de aprendizaje y Mike recogía objetos para las tiendas benéficas y entrenaba el equipo de fútbol de un colegio de primaria.
Acacia disfrutaba especialmente las charlas con la señora Robinson, una viuda de ochenta años, frágil como un pajarillo y con una vida de lo más interesante. Estaba casi ciega y le gustaba que Acacia le leyera novelas de Martin Amis.
—¡Buenas tardes, señora Robinson! —saludó besándola en la mejilla de piel translúcida—. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Bastante bien, querida. Siempre me alegra escuchar tu voz.
—Le he traído sus bombones de licor favoritos.
—¡Será mejor que los escondamos antes de que la enfermera los vea! —exclamó la anciana con una risita.
Charlaron un rato sobre lo que habían estado haciendo durante la semana. Las dos habían llegado a conocer prácticamente todos los detalles de sus vidas y familias.
—¿Hoy no ha venido tu amigo? —preguntó la señora Robinson de repente.
—¿Qué amigo?
—Ya sabes, el que suele sentarse junto a la ventana y nunca dice nada.
Acacia miró sorprendida a su alrededor. Efectivamente, Enstel no la había acompañado ese día.