—Ah, no. Hoy no ha podido —consiguió articular por fin—. ¿Quiere que le pinte las uñas? Después le leeré un rato o le puedo contar la última película que fui a ver con James. Creo que es de las que le gustan.
Esa noche, acurrucada contra su pecho iridiscente, le contó lo ocurrido. Aunque la señora Robinson era adorable y Acacia no le reveló a Enstel sus temores más profundos, las posibles consecuencias si llegara a ser reconocido como un espíritu maligno la atormentaban.
—Por suerte para nosotros, su vista está tan deteriorada que no creo que sospeche nada —concluyó—. De todos modos, quizás convenga ser más cuidadosos, ¿no te parece?
Enstel permaneció en silencio y Acacia se incorporó para mirarlo, extrañada ante su falta de reacción. Y entonces lo comprendió.
—¡Te gusta que te vean! —exclamó.
La expresión de Enstel era difícil de interpretar. Extendió la mano y le acarició la mejilla.
—Qué curioso… —murmuró Acacia—. No sabía que pudieras ser vanidoso.
—¿Demasiado humano? —replicó Enstel con una sonrisa triste.
—No quisiera sonar como un novio celoso ni nada de eso —se atrevió a decirle James un mes más tarde mientras paseaban por el centro de Tavistock cogidos de la mano—, pero ¿crees que podríamos tener una relación exclusiva?
—¿Cómo? —replicó Acacia fingiéndose escandalizada—. ¿No más chicos?
—Si fuera posible —respondió James con un hilo de voz.
Acacia lo miró, incapaz de reprimir una sonrisa. Era el chico más dulce de la tierra.
—De acuerdo.
Aunque no mucho más alto que ella, James la tomó de la cintura y la levantó en volandas, haciéndola gritar y reír.
James la miró con los ojos brillantes de felicidad.
—Te quiero —declaró apoyando su frente en la de Acacia—. Contigo siento que soy invencible y que todo es posible.
Inesperadamente, la mujer pelirroja volvió a invadir sus sueños. Aunque no se trataba de la aterradora pesadilla de antaño, sino de retazos deslavazados de imágenes y sensaciones, Acacia se despertaba con un sentimiento amargo y lleno de conflictos que le resultaba muy difícil sacudirse durante el resto del día. Pensaba a menudo en ella, en lo que le había contado Enstel, en la desesperada tristeza de sus ojos verdes. En ocasiones deseaba con toda su alma haber conocido a la madre que había sacrificado su vida por ella, averiguar qué la había llevado a tomar semejante decisión. Otras, la mera perspectiva le producía tanta zozobra que solo los amables ojos de color avellana de James y su sonrisa luminosa lograban ahuyentar las sombras y proporcionarle un poco de paz.
Se resistía a continuar interrogando a Enstel, pues era evidente que, con todos sus poderes, no le era posible añadir nada más a lo que le había contado y la cuestión había adquirido una dimensión muy dolorosa para ambos.
Se preguntaba también quién sería su padre, si estaba vivo, si sabría de su existencia, si la buscaba o por el contario no deseaba ningún tipo de contacto con ella. Era posible, se dio cuenta un día con un sobresalto, que tuviera otra familia, abuelos, tíos, primos, incluso hermanos. ¿Quiénes serían? ¿Dónde vivirían? A veces, cuando se veía asaltada por terroríficas imágenes de sangre, rituales y tinieblas, de brujas y demonios bailando con desenfreno alrededor de una hoguera, se sabía maldita e irremediablemente perdida. Y si bien era capaz de reconocer la delirante irracionalidad de su miedo, no lograba desprenderse de él.
Cuando ni Enstel era capaz de tranquilizarla y las noches en vela se reflejaban en su rostro agotado, no tenía más remedio que inventar excusas para que sus padres, Andy, James y Millie no se preocuparan. No era una carga que pudiera compartir con ellos.
Pese a su aprensión, parte de ella ansiaba indagar en sus brumosos orígenes, averiguar algo más acerca de unos padres a los que nunca tuvo la oportunidad de conocer. No obstante, bien lo sabía, no contaba con qué empezar, ni una sola pista que seguir.
Se trataba de una puerta cerrada condenada a atormentarla para siempre.
El siguiente año y medio transcurrió como una exhalación entre mil trabajos y actividades, clases, exámenes, lecturas, viajes escolares, fiestas, competiciones, visitas a universidades y nervios.
La vida de Acacia había dado un giro radical en los últimos meses y la joven se esforzaba al máximo por ser la hija, la hermana, la amiga, la novia y la estudiante perfecta. Tanto empeño era el único modo que conocía de compensar el daño que había causado, enmudecer la maléfica oscuridad que adivinaba en su interior y mantener a raya la desazón que se apoderaba de ella cuando se cuestionaba las implicaciones de su naturaleza.
James iba a menudo a la granja de los Corrigan y pasaba allí numerosos fines de semana. Ahora que Acacia se había recuperado por completo y la granja volvía a funcionar sin problemas, Andy ya no los visitaba con tanta frecuencia, sobre todo desde que había empezado un nuevo trabajo en Salisbury. A James le encantaba ayudar a Bill en la granja y entre ellos se había forjado un fuerte vínculo. El joven, a quien habían conocido desde que llegó a Tavistock, siete años atrás, se había convertido en un miembro más de la familia Corrigan.
Acacia había decido, bastante rápida e inesperadamente, estudiar Arqueología y Antropología en Magdalen College, Oxford. Desde que había conocido el programa de estudios y visitado la universidad, sentía en cada célula de su cuerpo que ese era su lugar.
No había requerimientos específicos sobre las asignaturas estudiadas en el bachillerato, pero sí que debían resultar todas en sobresaliente. Como parte de su solicitud, a principios de noviembre presentó dos ensayos sobre temas distintos que habían de demostrar que estaba preparada para pensar y escribir de modo analítico y exponer en trescientas palabras su entendimiento de las relaciones entre la arqueología y la antropología social, cultural y biológica. Magdalen solo admitía dos o tres estudiantes en ese curso por año y la competencia era feroz. Revisó la lista con los quince libros que se sugerían como lectura preliminar y se preparó a conciencia para la entrevista, aunque la selección no habría de producirse hasta después de Navidad.
Cuando supo que había logrado una entrevista, estaba lista. Respondió con aplomo a las preguntas de los tutores sobre la relación entre las distintas subdisciplinas dando puntos de vista tanto humanísticos como científicos e interpretó con soltura los artefactos y mapas que le mostraron. La expresión de los profesores al escuchar sus respuestas le indicó que se encontraba en el buen camino incluso antes de que alabaran su habilidad a la hora de digerir y asimilar grandes cantidades de datos y argüir a partir de las pruebas. Detrás de ellos, Enstel vibraba orgulloso.
Su convencimiento interior de que Magdalen estaba escrito en su destino era tal que no necesitó aguardar a la llegada de la carta oficial para saber que había sido admitida. Si bien ella acogió las noticias con bastante sobriedad, sus padres y sus amigos se mostraron mucho más entusiastas.
—¡Acacia va a ser la Indiana Jones de Tavistock! —gritó Millie por todo Burton.
Millie había elegido estudiar Astrofísica en Edimburgo, donde Mike la iba a seguir en un curso de Ciencias del Deporte después de pasar el verano entrenando.
James obtuvo entrevistas con representantes de cuatro de las principales universidades de Estados Unidos, Harvard, Brown, Columbia y Yale, y tres de ellas le ofrecieron un puesto. Acacia estaba muy orgullosa de él. A pesar de haber sido su intención estudiar en Harvard, donde sus padres daban clase, al final se decidió por Columbia.
—Todavía quiero ser neurocirujano —les explicó—, pero estoy convencido de que es mejor para todos si voy a otra universidad. No tiene sentido ponerme en una situación en la que las comparaciones serán inevitables.
—Por no hablar de los comentarios de los otros estudiantes, acusaciones de favoritismo y todo eso —comentó Mike.
—¡Bien hecho, James! —lo felicitó Millie—. Dispuesto a seguir tu propio camino en la vida, lejos de la sombra de tus padres.
James sonrió, bajando la mirada ruborizado.
—No estoy tan seguro de eso. Es una sombra bien larga…
Poco después del baile de graduación, James se instaló en el dormitorio de invitados de los Corrigan. Su curso empezaba a mediados de agosto y había acordado ayudar a Bill en la granja durante unas semanas antes de regresar a Estados Unidos. Sabía que, una vez en Nueva York, no tendría muchas oportunidades de volver a disfrutar de ese estilo de vida.
Otra de las actividades que habían organizado ese verano era visitar algunos de los numerosísimos monumentos megalíticos de las Islas Británicas. A Acacia le atraían especialmente los círculos de piedra de Avebury, Stonehenge, Castlerigg y Rollright Stones y esperaba poder desarrollar su interés en los tres años que había de pasar en Oxford.
Muchas noches, Acacia y James tocaban juntos, cantaban y componían sus propias canciones. Para entonces, Acacia había alcanzado un buen nivel con la guitarra y Bill y Lillian los escuchaban con deleite.
—Si alguna vez la medicina deja de interesarte, podrías muy bien dedicarte a esto —le aseguró Lillian.
—Mejoro mucho cuando Acacia me acompaña —respondió el joven azorado—. Es ella la que tiene voz de ángel.
—En realidad —intervino la joven—, a James le interesa mucho la musicoterapia.
—¿En serio?
—Hay varias universidades, Harvard entre ellas —les explicó James—, que la están estudiando y aplicando. Se ha demostrado que las vibraciones de los instrumentos de cuerda en particular conectan con las energías del corazón, el intestino delgado, el pericardio, la tiroides y las glándulas suprarrenales.
—¡Ah, sí! —exclamó Lillian—. Hace no mucho leí que los neurocirujanos de la clínica Cleveland estaban colaborando con la orquesta de la ciudad para componer piezas que hacen escuchar a los pacientes durante las operaciones.
—El empleo de la música para ayudar con las enfermedades es muy antiguo —añadió Acacia—, aunque la medicina moderna solo está empezando a entender cómo funciona.
—Suena fascinante. Nos tendrás al tanto, ¿verdad, James?
—Desde luego. Es un campo que me gustaría muchísimo explorar. Por lo visto, Mozart es de los más efectivos a la hora de regular el ritmo cardiaco, las hormonas y la presión arterial e incrementar el flujo sanguíneo.
Acacia sonrió. No en vano Mozart era uno de los compositores favoritos de Enstel.
Una tarde soleada, después de haber pasado la mañana arreglando vallas y recogiendo fresas, James y Acacia salieron a cabalgar por Dartmoor. La joven acogía el trabajo físico con entusiasmo, pues le ayudaba a aclarar su mente y alejarla de los terrores que la acosaban.
La noche anterior había soñado de nuevo con su madre de un modo mucho más vívido y terrible que de costumbre. La joven pelirroja sujetaba contra su pecho a un bebé con la cabecita coronada por una suave pelusa rubia. Se encontraba exhausta y al mismo tiempo llena de sobrecogida admiración por el pequeño ser que sostenía, perfecto y adorable, su corazón rebosante de una insoportable mezcla de amor absoluto y profunda aflicción. Cuando le pareció encontrar un momento de respiro, una entidad densa y oscura se materializó ante ella. La rodeó atormentándola y reclamó al bebé como suyo. La sensación de desamparo e impotencia era atroz y Acacia se había despertado bañada en un sudor frío, aterrorizada y desolada en igual medida. A Enstel, que apareció a su lado en apenas unos segundos, le había costado más de lo habitual calmar el ritmo salvaje de su corazón mientras la acunaba entre sus cálidos brazos y le susurraba palabras de consuelo.
Como tantas veces le había asegurado Enstel, ahora creía por fin que su madre, cualquiera que fuera su naturaleza, la había adorado durante el breve periodo que pasaron juntas. No obstante, por mucho que lo intentara, Acacia no podía dejar de especular sobre el significado de esa espantosa aparición que con tanta crueldad la arrancaba de su lado. ¿Se trataba de los hombres que las perseguían en el bosque, de una fuerza externa o quizás, apenas se atrevía a imaginarlo, de su propio padre?
Unos pasos más adelante, James la llamó, señalándole un grupo de ciervos y Acacia sacudió la cabeza en un intento por alejar el recuerdo de la noche pasada. Forzó una sonrisa en su dirección y se concentró en gozar del paisaje que tan querido le era, del hermoso contraste entre el amarillo vivo de la aulaga y los delicados tonos rosas, púrpuras y malvas del brezo. De regreso, una hora más tarde, desmontaron y pasearon cogidos de la mano a lo largo del río.
—He estado pensándolo mucho —dijo James de repente— y será mejor que rompamos.
—¿Cómo?
—No de inmediato. Una vez me marche.
—¿Por qué? —exclamó Acacia—. ¿Ya no me quieres?
—Claro que te quiero. Y sé que tú también me quieres, pero no estás enamorada de mí, no como yo lo estoy de ti.
Acacia lo miró atónita. Sus palabras no eran en absoluto acusadoras. Simplemente estaba exponiendo una realidad. Lo cierto es que había estado tan ocupada que ni siquiera se había planteado su futuro juntos. Se dio cuenta con un tinte de culpabilidad de que su relación había sido siempre mucho más importante para él que para ella.
—Me gustaría mucho que siguiéramos siendo buenos amigos, claro está —continuó James—, pero será mejor para los dos si nos damos la libertad de seguir nuestro camino, de conocer a otras personas.
Acacia estudió su rostro, consciente de la angustiosa reflexión que se hallaba detrás de su decisión. Durante año y medio había sido el novio ideal. No habían discutido ni una sola vez y la relación había transcurrido suave y uniforme, sin sobresaltos ni sorpresas.
—¡Oh, James! —dijo abrazándolo—. Siento tanto no haber podido quererte como te mereces.
James se inclinó y la besó con dulzura.
Cuando Millie regresó de Francia, todos ellos fueron a explorar el condado de Wiltshire. Millie, James y Acacia viajaron en la parte de atrás del coche familiar de los Corrigan cantando a pleno pulmón como cuando eran niños.
Visitaron a Andy en Salisbury, donde estaba viviendo con su novia Lorraine, una veterinaria menuda de vivaces ojos azules. Había visitado la granja en varias ocasiones y a Acacia le caía muy bien. Millie, sin embargo, le lanzó una mirada asesina que la dejó desconcertada.
Lorraine, que había nacido en la ciudad, les habló de su historia y los acompañó a ver la espectacular catedral gótica. Les señaló su aguja de ciento veintitrés metros, la más alta del Reino Unido, en cuyo interior pudieron adentrarse, y su hermoso claustro, el mayor del país.