El torneo nacional ya ha terminado, igual que los demás torneos regionales, así que esta es la última oportunidad de clasificarse para las finales.
Algunos de estos hombres han venido para luchar contra otros luchadores universitarios ahora que la temporada regular ha terminado.
Para algunos de estos hombres, cuyas edades oscilan entre los diecisiete y los cuarenta y uno, esta va a ser la última oportunidad de conseguir una plaza para los Juegos Olímpicos. Como dice Levin:
—Aquí verás el final de un montón de carreras.
Aquí todo el mundo te habla de la lucha amateur.
Es el deporte por excelencia, te dicen. El más antiguo. El más puro. El más duro.
Es un deporte al que hombres y mujeres atacan por igual.
Es un deporte que está muriendo.
Es una secta. Es un club. Es una droga. Es una fraternidad. Una familia.
Para toda esta gente, la lucha amateur es un deporte incomprendido.
—En el atletismo, uno corre de aquí hasta allí. En el baloncesto, uno mete la pelota por el aro —dice el tricampeón mundial Kevin Jackson—. La lucha tiene dos estilos distintos, además de los estilos tradicional y universitario, lo que conlleva tantas reglas que el público general no puede seguirlo.
—No hay animadoras correteando, no cae confeti del techo y Jack Nicholson no está en la tribuna —dice el antiguo luchador universitario y miembro del equipo del ejército Butch Wingett—. Lo que te encuentras es un montón de tipos canosos que pueden ser granjeros o gente a la que han despedido de la planta de John Deere.
—Creo que los luchadores somos unos incomprendidos —dice Lee Pritts, que practica la lucha libre en la categoría de cincuenta y cuatro kilos—. En realidad es un deporte elegante. Y muchas veces se considera brutal. La lucha tiene una propaganda muy negativa.
—Ahora mismo, la gente no entiende el deporte —dice Jackson—. Y si uno no entiende algo o no sabe quién compite, no le presta atención.
—La gente no le da a este deporte el respeto que se merece porque piensan: «Bah, son dos tíos rodando por el suelo», y creo que se equivocan —dice el luchador Tyrone Davis, tres veces campeón de la Asociación Nacional de Deportistas Universitarios, que practica la lucha grecorromana en la categoría de ciento treinta kilos—. Es más que dos tíos rodando por el suelo. Básicamente la lucha es como la vida. Hay que tomar muchas decisiones. La colchoneta es tu vida.
Cuando uno vuela a Waterloo (Iowa), la ciudad resulta ser idéntica al mapa que aparece en su página web, plana y atravesada por autopistas. En el Young Arena, cerca del centro vacío y reseco de la ciudad, y durante todo el día previo a los pesajes, entran luchadores de vez en cuando para preguntar si hay una sauna en la ciudad. ¿Dónde está la báscula? El Young Arena es donde los ancianos van entre semana para caminar vueltas y más vueltas por la pista cubierta y con aire acondicionado.
Durante un combate de diecisiete minutos, los luchadores pierden hasta medio kilo por minuto. Se cuentan historias de entrenamientos como la de uno que se puso a correr pasillo arriba y abajo en un vuelo de línea, pese a las protestas de la tripulación. Acto seguido empezó a hacer flexiones de brazos en la zona de servicio del avión. Un viejo truco para luchadores de instituto es pedir permiso para ir al baño durante todas las clases para ponerse a hacer flexiones de brazos colgado del borde superior de las paredes de los retretes, dejando que la parte afilada del borde te haga callos en las manos. O la historia de otro que se dedicaba a correr por las tribunas de las pistas de baloncesto en pleno partido, pasando por entre los fans furiosos, a fin de alcanzar el peso requerido al día siguiente.
En 1998, dice Wingett, tres luchadores universitarios murieron por deshidratación al intentar bajar de peso con suplementos de creatina.
—No creo que exista ningún deporte con unos entrenamientos tan duros o agotadores —dice Kevin Jackson—. Pasar por ello es una buena cura de humildad. Primero te machacan en la sala de entrenamiento. Y luego te agotas corriendo por la pista o subiendo a la carrera las escaleras del estadio.
Wingett me habla de largas carreras en pleno verano donde tres luchadores se turnan: dos persiguen a una camioneta que el tercero conduce con las ventanillas cerradas y la calefacción encendida.
—Se acaba adoptando un sistema —dice Justin Petersen, que a los diecisiete años ha visto cómo le rompían la nariz más de quince veces—. Piensas: puedo beberme este cartón de leche, puedo comerme ese bagel y para esta hora del día ya lo habré sudado, después podré beberme ese sorbo de agua sin pasarme del peso. Aprendes a calcularlo exactamente.
Lee Pritts y Mark Strickland, luchador de estilo libre en la categoría de setenta y seis kilos que lleva «Strick» tatuado en el brazo, se han traído a la ciudad sus bicicletas estáticas y están sudando su peso en la habitación 232 del Hartland Inn. Un tercer amigo, Nick Feldman, ha venido para darles apoyo moral y masajes cuando sus cuerpos se quedan tan deshidratados que empiezan los calambres musculares.
Feldman, antiguo luchador universitario que ha venido desde Mitchell, Dakota del Sur, dice:
—La lucha es como un club en el que cuando entras ya no puedes salir.
—Los demás deportistas de la universidad, los jugadores de baloncesto y los jugadores de fútbol americano, dicen que «la lucha no es tan dura», pero se apuntan al equipo y no duran más de una semana —comenta Sean Harrington, que se ha pasado los últimos seis meses entrenando en Colorado Springs para poder competir en lucha libre en la categoría de setenta y seis kilos.
Dice:
—Siempre nos enorgullecemos del hecho de que trabajamos más duro que nadie y no tenemos ninguna clase de reconocimiento. O sea, aquí no hay fans. La mayoría del público son padres y madres. No es un deporte popular.
—Cuando iba a la universidad lloraba mucho porque era muy duro y nunca se me dio muy bien —dice Ken Bigley, de veinticuatro años, que empezó a luchar en primer curso y ahora es entrenador en la Universidad Estatal de Ohio—. Me preguntaba muchas veces por qué lo hacía. Una analogía que suelo usar es que es como una droga. Uno se vuelve adicto. A veces te das cuenta, te das cuenta de que no es bueno para ti, sobre todo emocionalmente, de que es una de esas prácticas demasiado duras o de esas competiciones negativas, pero sigues viniendo. Si no lo necesitara no estaría aquí. No se gana dinero. No se obtiene ninguna gloria. Supongo que lo único que se persigue es la excitación.
Sean Harrington dice:
—Llevo tanto tiempo en esto que no me acuerdo de cómo era el dolor antes de dedicarme a la lucha.
Dice Lee Pritts, de veintiséis años, entrenador en la Universidad de Missouri:
—Es raro. Te metes en la ducha después de un torneo y sueles tener la cara tan vapuleada de luchar todo el día que cuando el agua te toca te escuece. Y sin embargo, si te tomas una semana de descanso lo echas de menos. Echas de menos el dolor. Después de una semana de descanso ya tienes ganas de volver porque echas de menos el dolor.
El dolor es tal vez una de las razones por las que la tribuna está casi vacía.
La lucha amateur no es fácil de ver. Tal vez sea la versión en carne y sangre de un combate de cosechadoras.
Durante el primer minuto de su primer combate, las Navidades pasadas, Sean Harrington se rompió la muñeca.
Las lesiones de Keith Wilson incluyen el hombro, el codo, la rodilla, el tobillo derecho y una hernia discal entre las vértebras C5 y C6. Siete operaciones en total.
En su casa, en un frasco de formol, el luchador juvenil Mike Engelmann de Spencer (Iowa), guarda una astilla traslúcida de cartílago que los cirujanos le sacaron del menisco. Es su amuleto de la buena suerte. Lo han operado nueve veces.
Hablando de su nariz, Ken Bigley dice:
—A veces apunta a la izquierda y a veces a la derecha.
Un médico con una camiseta naranja en la que puede leerse «Centro de Lesiones Deportivas» dice:
—La tiña es increíblemente común entre estos tipos.
Una de las normas más antiguas, dice, es que los luchadores tienen que arrodillarse y limpiar su propia sangre con un espray de lejía.
—Sus abuelos no paran de decir todo el tiempo que «es una locura» —dice el ingeniero de software David Rodrigues, que ha venido con su hijo de diecisiete años Chris, cuatro veces campeón del estado de Georgia y quinto del mundo en los Juegos Juveniles celebrados el año pasado en Moscú.
»Ha tenido lesiones —dice, y las enumera—. Elongación de rodilla, elongación de codo, un ligero desgarro en un músculo de la espalda, se ha roto una mano, un dedo de la mano y un dedo del pie y se ha hecho un esguince en la rodilla, pero hemos visto cosas peores. Hemos visto cómo se llevaban a chavales en camilla. Fracturas de clavícula, brazos rotos, piernas rotas y cuellos rotos. ¡Dios nos libre! En Georgia teníamos a un chico que se rompió el cuello. Esa es la clase de heridas que uno reza para que nunca pasen, pero al mismo tiempo todos entendemos que es la naturaleza del deporte.
—Y el diente que se me rompió —dice su hijo Chris.
Y David Rodrigues dice:
—Se le rompió un diente y se le quedó en la cabeza del otro chico, clavado en su cabeza.
Sobre la madre de Chris, David Rodrigues dice:
—Mi mujer solamente va a un par de torneos al año. Va a los estatales y luego a los nacionales, pero no quiere ir a muchos porque le dan miedo las lesiones. No quiere estar presente cuando se haga daño.
A Chris ya le han pegado los incisivos.
Dentro de unos días, Chris Rodrigues se romperá la mandíbula en las eliminatorias del equipo mundial juvenil.
Justin Petersen dice:
—Hay una foto de mí después del torneo estatal del año en que yo iba a segundo curso. Acababa de darme de bruces contra la rodilla de un tío, de manera que tenía un lado de la cara todo hinchado, y el otro lado estaba raspado por la colchoneta. Muy desagradable. Te sale una costra y la costra se rompe cada vez que mueves los músculos faciales. Y me había vuelto a romper la nariz, así que tenía una bola de algodón metida en los orificios nasales. Y me había hecho otro esguince en el hombro, así que tenía una bolsa enorme de hielo encima. Acababa de terminar mi último combate y alguien me sacó una foto.
Timothy O’Rourke, que hoy lucha por primera vez después de diecinueve años, ha venido sin su mujer.
—No quiere ver cómo me hago daño —dice—. Rodando por el suelo con esos tiparracos... Tiene miedo de ver cómo me hacen daño, así que se ha quedado en el hotel.
En el caso del luchador de grecorromana Phil Lanzatella, fue su mujer la primera que detectó su lesión y le salvó la vida.
—Yo me marchaba a Suecia y Noruega y mi mujer me abrazaba y tenía su cabeza contra mi pecho —dice—. Yo acababa de volver del Centro de Entrenamiento Olímpico. Y ella, que mide poco más de metro cincuenta, me dijo: «El corazón te hace un ruido raro. Mejor será que te lo hagas mirar». Así que fui a urgencias.
Tenía desgarrada una válvula cardíaca.
Lanzatella dice:
—En resumidas cuentas, fui a urgencias el domingo por la noche y el martes de la semana siguiente me comunicaron que necesitaba una operación inmediata a corazón abierto. Lo único que pudieron aventurar fue que era culpa de la lucha libre. Uno de los mejores cirujanos del mundo, el que me operó, me dijo que en toda su carrera solo había visto una lesión como la mía. Me dijeron que lo más parecido a un desgarro de válvula es darse de cabeza contra el volante de un coche a cien kilómetros por hora.
La válvula cardíaca estaba desgarrada por tres sitios, en forma de V, con otro desgarro horizontal hacia el punto medio de la V, y eso obligaba al corazón de Lanzatella a bombear cinco veces más deprisa de lo normal para mantener el ritmo.
Aquello fue en febrero de 1997. Phil Lanzatella se había clasificado para las eliminatorias olímpicas todos los años desde 1980, que fue su momento álgido, cuando todavía era adolescente pero ya un luchador de primera fila, salía con la hija de Walter Móndale e iba a participar en las Olimpiadas de Moscú. Las Olimpiadas que boicoteamos aquel año. Así pues, las opciones de Phil eran una válvula mecánica, una válvula trasplantada de un cerdo o una válvula humana recuperada. La válvula recuperada era la opción que le permitiría seguir compitiendo.
Después de aquello ejerció como entrenador ayudante en escuelas secundarias y universidades locales. Empezó a encontrarse mejor y a aumentar un poco su actividad.
—No se lo dije a mi mujer. Un día llegué a casa y le dije: «Eh, Mel, ¿qué te parece si vuelvo a luchar?», y ella dijo: «Me parece muy bien si quieres dejarme viuda. No voy a volver a pasar por eso». Pero al final se acostumbró a la idea.
Llevan quince años casados.
A la postre, Melody Lanzatella le dijo: «Si vas a hacerlo, entonces tienes que ganar».
De momento, Phil no ha ganado. No se clasificó en el torneo regional del Sur.
—Quedé décimo en el torneo nacional, en Las Vegas, y se clasificaban los ocho primeros. En Tulsa se me averió la furgoneta —dice— y me perdí los pesajes. Me quedé tirado en la autopista. Así que esta es la hora de la verdad. Literalmente.
Así que para Phil Lanzatella, de treinta y siete años, esta es su última oportunidad de llegar a los Juegos Olímpicos después de varias décadas de entrenamiento y competición.
Es la última oportunidad para Sheldon Kim, de veintinueve años, venido de Orange County (California), que trabaja a tiempo completo como analista de inventarios y ha venido con su mujer, Sasha, y su hija de tres años, Michaela. En estos momentos está muy ocupado intentando perder un kilo extra antes de que terminen los pesajes.
Es la última oportunidad para Trevor Lewis, de treinta y tres años, interventor de la Universidad Estatal de Pensilvania con un máster en ingeniería y arquitectura, que ha venido con su padre.
Es la última oportunidad para Keith Wilson, de treinta y tres años, que va a ser padre de un niño dentro de dos semanas y se entrena dos o tres veces al día como parte del programa del ejército World Class Athlete.
Es la última oportunidad para Michael Jones, de treinta y ocho años, de Southfield (Michigan), cuyo primer proyecto fílmico,
Revelations: The Movie,
está a punto de entrar en fase de producción.
Dice Jones:
—Mi cuerpo no puede aguantar otros cuatro años de lucha a este nivel. Como suelo decir, empiezan a fallarme las piernas. La espalda está empezando a darme problemas. No quiero llegar a los cincuenta y andar encorvado y con bastón. Está claro que estas van a ser mis últimas Olimpiadas.