A medida que el tiempo toca a su fin, los jueces dictaminan. El dinero del primer y el segundo puesto se lo reparten la
Gangrena de la mala
y la
Tortuga.
La
Chavalotes
queda tercera.
A las diez de la noche todo se ha acabado excepto el consumo abundante de alcohol. Las botas de cowboy ya patean el polvo de camino al aparcamiento. La música country se mezcla con el hip-hop y el aire se vuelve rosa por efecto de los miles de luces traseras y luces de freno que esperan el momento de coger la autopista.
Terry Harding y el equipo de la
Rayo rojo
dicen:
—Búscanos sobre las doce o la una y nos encontrarás cocidos.
Kevin Cochrane se vuelve a estudiar agricultura a la Universidad Estatal de Washington.
Frank Bren se vuelve a conducir su camión de transporte de grano.
No hay duda de que Mark Schoesler va a seguir en el gobierno estatal durante otra legislatura. Y las cosechadoras —la
Rayo rojo,
la
Tiburón,
la
Patrulla coñil
y la
Naranjada—
permanecerán aparcadas y oxidándose hasta que llegue la hora de repararlas y de hacerlas chocar y de repararlas y de hacerlas chocar, una y otra vez, el año que viene.
Esta es la forma que tienen de reunirse los hombres del condado de Adams. Los granjeros se marchan cada vez más a trabajar a la ciudad. Las familias se dispersan. Los años juveniles de vivencias compartidas en el instituto de los jóvenes van quedando cada vez más atrás. Esta es su estructura de normas y tareas. Una forma de trabajar y jugar juntos. De sufrir y celebrar. De reunirse.
Hasta el año que viene todo se ha acabado. Salvo el desfile de mañana. El rodeo y la barbacoa. Las historias y los hematomas.
—Mañana todos tendrán agujetas —dice Carol Kelly, de la organización del combate—. Todos tendrán los hombros y los brazos doloridos. Y los cuellos también: apenas podrán girar la cabeza.
Y dice:
—Por supuesto que se hacen daño. Si te dicen que no, es que se están haciendo los duros.
(My Life as a Dog)
Las caras que establecen contacto visual se convierten en muecas de burla. El labio superior se retrae para enseñar los dientes y la cara entera se frunce alrededor de la nariz y los ojos. Un niño rubio con pinta de Huck Finn echa a andar a nuestro lado y se pone a darme palmadas en las piernas y a gritar:
—¡Te veo el CUELLO! ¡Eh, gilipollas! ¡Te veo el cuello por detrás!
Un hombre se dirige a una mujer y le dice:
—Dios mío, solamente en Seattle...
Otro hombre de mediana edad dice en voz alta:
—Esta ciudad se ha vuelto demasiado liberal...
Un joven con un monopatín debajo del brazo dice:
—¿Te crees que molas? Pues no molas. Pareces un capullo. Pareces un puto capullo...
Pero no se trataba de quedar bien.
Como hombre blanco, uno puede pasar la vida entera sin problemas de integración. Uno nunca entra en una joyería donde solamente ven su piel negra. Uno nunca entra en un bar donde solamente le ven las tetas. Ser un blanquito es como ser papel de pared. Nunca llamas la atención, ni para bien ni para mal. Aun así, ¿cómo sería vivir llamando la atención? Con todo el mundo mirando. Dejarles que saquen sus conclusiones y dar por sentado que lo van a hacer. Dejar que durante un día entero la gente proyecte sobre uno algún aspecto de sí misma.
Lo peor de escribir ficción es el miedo a echar a perder tu vida sentado delante de un teclado. La idea de que al morir te darás cuenta de que solo viviste sobre el papel. De que tus únicas aventuras fueron fantasías y de que mientras el mundo peleaba y se besaba, tú estabas sentado en una habitación a oscuras, masturbándote y ganando dinero.
Así que la idea era que una amiga y yo alquiláramos disfraces. Yo sería un dálmata moteado y sonriente. Ella sería un oso pardo bailarín. Disfraces sin señales de género. Simplemente disfraces de piel sintética que nos esconderían las manos y los pies y cabezotas de pesado cartón piedra que impedirían que nos vieran la cara. Nada de darle a la gente ninguna pista visual, ninguna expresión facial o ningún gesto que decodificar: no éramos más que un perro y un oso paseando, de compras, haciendo el turista en el centro de Seattle.
Yo ya tenía alguna idea de cómo iba a ser. Cada mes de diciembre la Asociación Cacofónica Internacional celebra una fiesta llamada la Invasión de Santa Claus, en la que cientos de personas aparecen en una ciudad, todos disfrazados de Santa Claus. Nadie es blanco ni negro. Nadie es viejo ni joven. Hombre ni mujer. Todos juntos se convierten en un mar de terciopelo rojo y barbas blancas que asaltan el centro, bebiendo, cantando y volviendo loca a la policía.
En una Invasión de Santa Claus reciente, la policía fue a recibir a un avión lleno de Santa Claus al aeropuerto de Portland, los acorraló con pistolas y espray antiviolación y anunció:
—Sea lo que sea que están planeando, la ciudad de Portland (Oregón) no los va a mirar con buenos ojos si denigran la figura de Santa Claus.
Con todo, quinientos Santa Claus tienen un poder que un perro y un oso solitarios no tienen. En el vestíbulo del museo de arte de Seattle nos venden entradas por catorce pavos. Nos hablan de las piezas en exhibición, retratos de George Washington cedidos en préstamo por la capital del país. Nos dicen dónde podemos encontrar los ascensores y nos dan mapas del museo, pero en cuanto pulsamos el botón del ascensor nos echan. No nos devuelven el dinero de las entradas. Nada de manga ancha. Mucho negar con la cabeza con expresión triste y una nueva política de seguridad que dice que los osos y los perros pueden comprar entradas pero no pueden ver las exposiciones.
A una manzana de las puertas del museo, los vigilantes todavía nos siguen, hasta que un nuevo grupo de vigilantes del edificio de al lado se hace cargo de nuestro seguimiento. A una manzana más allá, por la Tercera Avenida, un coche de la policía de Seattle aparece a nuestro lado y se pone a seguirnos a paso de tortuga mientras nos dirigimos al norte hacia el centro comercial.
Al pasar por el Pike Place Market, unos jóvenes esperan a que pase el perro y luego se ponen a darle puñetazos o patadas de kárate en la piel moteada. En los riñones. En la parte de atrás de los codos y las rodillas, con fuerza. Puñetazos y patadas, sin parar. Luego esos mismos jóvenes se apartan de golpe, miran hacia arriba y fingen que silban como si no hubiera pasado nada.
Esa gente con gafas de sol de espejo, todos con sus estrictos uniformes de hip hop y monopatines, son jóvenes que viven en el centro urbano y buscan integrarse. Delante del Bon Marché, en Pine Street, unos chavales nos tiran piedras, nos llenan de muescas el cartón piedra y nos golpean en el pellejo. Las chicas corren a nuestro lado en grupos de cuatro o cinco, sosteniendo cámaras digitales del tamaño de paquetes de tabaco plateados y aferrando al perro y al oso para sacarse fotos con ellos. Nos agarran fuerte, con los pechos suavemente apretados contra nosotros y abrazando nuestros cuellos de animales.
Con la policía todavía detrás, entramos corriendo en el Westlake Center, dejamos atrás el Nine West en la primera planta del centro comercial. Dejamos atrás el Mill Stream —«Regalos del Pacífico Noroeste»—, pasamos corriendo por delante del Talbots y del Mont Blanc, por delante del Marquis Leather. La gente que tenemos delante se va apartando, pegándose a los escaparates del Starbucks y el LensCrafters, creando un hueco constante de suelo vacío y blanco para dejarnos correr. Detrás de nosotros se oye el crujido de los walkie-talkies y voces masculinas que dicen: «... sospechosos a la vista. Uno parece ser un oso bailarín. El segundo sospechoso lleva una cabeza grande de perro...».
Los niños chillan. La gente que hay en las tiendas se asoma para ver mejor. Los empleados se acercan para mirar y enseñan las caras por entre los jerséis y los relojes de pulsera de los escaparates. Es la misma excitación que sentíamos de niños cuando entraba un perro en nuestra escuela primaria. Pasamos por delante de Sam Goody, de la tienda Fossil, con los walkie-talkies siguiéndonos los pasos, las voces que dicen: «... el oso y el perro se dirigen al oeste, hacia el acceso de la primera planta a la zona de restaurantes del subterráneo...». Pasamos corriendo por delante del Wild Tiger Pizza y del Subway Sandwiches. Por delante de las chicas adolescentes que hay sentadas en el suelo charlando por los teléfonos públicos. «Afirmativo», dice la voz del walkie-talkie. Detrás de nosotros, dice: «... estoy a punto de detener a los dos supuestos animales...».
Menudo jaleo y menuda persecución. Los chavales nos apedrean. Las jovencitas nos manosean. Los hombres de mediana edad apartan la vista, niegan con la cabeza y fingen no ver al perro que hace cola con ellos en Tully’s para comprar un café con leche grande. Un tipo de mediana edad de Seattle, alto, con una coleta rubia y los pantalones remangados hasta la rodilla, enseñando los tobillos desnudos, pasa a mi lado y dice:
—¿Sabes que en esta ciudad la correa es obligatoria?
Una anciana con un peinado de peluquería teñido de color plateado y esculpido con laca agarra una pata moteada del perro, tira del pellejo y pregunta:
—¿Qué están anunciando? —Y echa a andar detrás de nosotros, sin soltar el pellejo, preguntando—: ¿Quién les paga para hacer esto? —Luego levanta la voz—. ¿Es que no me oyen? —dice—. Respóndanme —dice—. ¿Para quién trabajan? —dice—.
Díganmelo. —Camina agarrada a nosotros durante media manzana hasta que ya no puede más y se tiene que soltar.
Otra mujer de mediana edad que empuja un carrito de bebé del tamaño de un carro de supermercado, lleno de pañales desechables, preparado para biberón, juguetes, ropa y bolsas de la compra, con un bebé diminuto perdido en alguna parte de todo el revoltijo, en medio de la extensión de cemento de Pike Place Market, se pone a gritar:
—¡Todo el mundo atrás! ¡Atrás! ¡Podrían llevar bombas pegadas al cuerpo debajo de esos disfraces!
Por todas partes, los guardias de seguridad se rompen la cabeza inventando políticas públicas para tratar con gente disfrazada de animales.
Una amiga mía, Monica, trabajaba como payasa de alquiler. Mientras retorcía globos en forma de animales en fiestas de empresas, los hombres siempre le ofrecían dinero para follar. Retrospectivamente, dice que cualquier mujer que se vista como una idiota y que renuncie a estar atractiva es vista como licenciosa, disipada y dispuesta a follar por dinero. Otro amigo mío, Steve, lleva un disfraz de lobo todos los años al festival Burning Man y folla como un loco porque la gente, según dice, lo ve menos humano. Lo ve como algo salvaje.
A estas alturas, tengo las corvas doloridas de tanto recibir patadas. Los riñones me duelen de tantos puñetazos, y los omóplatos de las piedras que me han tirado. Tengo las manos cubiertas de sudor. Me duelen los pies de tanto caminar sobre el cemento. En Pine Street las mujeres pasan en coche, nos saludan con la mano y nos gritan:
—¡Sois un encanto!
Toda esa gente oculta tras sus propias máscaras: sus gafas de sol y sus coches y su ropa a la moda y sus peinados. Pasan jóvenes en coche y nos gritan:
—¡Putos MARICONES de mierda!
A estas alturas ya no me importa un comino. Este perro podría pasarse el resto de la vida paseando así. Con la cabeza bien alta. Ciego y sordo a los insultos de la gente. No necesito saludar con la mano ni consentir los caprichos de nadie ni posar con los niños en las fotos. No soy más que un perro fumando un cigarrillo delante de Pottery Barn. Tengo la espalda y un pie apoyados en la fachada de Tiffany and Company. Soy un simple dálmata llamando por el móvil delante de Old Navy. Es esa clase de actitud chulesca, esa sensación de que nada te puede afectar, que los tipos blancos se pasan toda la vida sin conocer.
Ahora hace un calor de narices. Es media tarde y el FAO Schwartz está casi desierto. Dentro del enorme escaparate hay un joven disfrazado de soldado de plomo con una casaca roja con hilera doble de botones de latón y un casco negro muy alto. La Barbie Shop está vacía. El soldado de plomo está jugando con un coche de carreras controlado por radio, a solas y atrapado ahí dentro en el primer día de sol que Seattle ha visto en varios meses.
El soldado de juguete levanta la vista, mira al perro y al oso que están entrando por la puerta y sonríe. Deja de prestar atención al coche de carreras, que se estrella con la pared, y dice:
—¡Tíos, sois lo más! —dice—. ¡Sois acojonantes!
(Confessions in Stone)
Si vuelan ustedes de Seattle a Portland (Oregón), cuando el avión gira para llevar a cabo la aproximación final al aeropuerto desde el este, al otro lado de las ventanillas, justo debajo... ahí lo tienen:
Una aparición de almenas y torres blancas. Torretas estrechas y blancas, un puente levadizo que cruza un lago turbio y un montón de ruinas de piedra en el centro de sus aguas inmóviles. En un extremo se levanta una gigantesca torre del homenaje redonda.
Ahí, en las colinas de las inmediaciones del pueblo obrero de Camas (Washington), donde la mayoría de los días el aire huele al humo amargo de la fábrica de papel, ahí está:
Un castillo.
Un castillo enorme. Un castillo de verdad.
Está rodeado de pequeñas parcelas de granjeros aficionados, de urbanizaciones de casas adosadas y del enorme complejo posmoderno de la nueva escuela secundaria de Camas, pero es un castillo vikingo. Con sus estantes para hachas de batalla y todo, listo para el próximo combate. Con un dragón que vomita fuego. Con cancelas de cinco metros de altura. Con todo eso y una cafetera Bunn. Y una nevera Frigidaire y Jerry Bjorklund, el constructor y vikingo residente.
Vuelen ustedes seiscientos kilómetros al nordeste, hasta las montañas Selkirk en el corredor de Idaho, y encontrarán un castillo de estilo bávaro apostado en los campos nevados a mil cuatrocientos metros de altura. Una fortaleza de piedra y vidrieras de colores con piscina interior climatizada y trozos como puños de cuarzo citrino amarillo semiprecioso, amatista púrpura y cuarzo rosado incrustados en las paredes. Arcos y pináculos y chapiteles, todo ello construido a mano, piedra a piedra, por un solo hombre llamado Roger DeClements.
Y en alguna parte entre el vikingo y el bávaro hay una alta y estrecha torre de cuatro pisos que se eleva desde una punta rocosa en la margen del río White Salmon. En este tercer castillo, un maniquí desnudo está sentado en la barandilla de un balcón del tercer piso, listo para distraer la atención de los practicantes de rafting en rápidos y de la gente en kayak que pasa y solamente puede verle los pechos desnudos un momento antes de que el río los arrastre al próximo recodo y los deje preguntándose qué es lo que han visto. O qué es lo que han creído ver: un puñado de torres de piedra gris. Robustos balcones de madera. Una cascada cayendo, verde, por la pared delantera de una terraza de piedra. Gigantescas camas con dosel y armarios de anticuario y un antiguo piloto de caza llamado Bob Nippolt.