Retirado del ejército y de una segunda carrera como piloto de aviones comerciales, Bob Nippolt tiene una mata de pelo blanco. Es una figura menuda con vaqueros, zapatillas de tenis y gafas de montura negra. En la actualidad, después de subir las escaleras del castillo durante años, camina con las piernas un poco agarrotadas. Sus antepasados eran irlandeses y él toca la gaita. En las noches de verano duerme al raso en la terraza del castillo que da al río.
En un aparador de la sala de estar de su castillo tiene una fotografía enmarcada en blanco y negro. La fotografía muestra un edificio de piedra sin pulimentar.
—Mi bisabuelo vino de Cork, Irlanda —dice Bob con la fotografía en la mano—, y se construyó esta casa de piedra en Dakota del Norte. Debió de llegar allí en la década de mil ochocientos setenta. Ahora está en ruinas, pero la sociedad histórica está intentando reconstruirla.
Sobre su propio proyecto de construcción, Bob dice:
—No sé por qué quise construir un castillo. Simplemente vi algunas fotografías de torres de entrada. También había visto algunas torres de entrada en Irlanda y Escocia y se me ocurrió que sería divertido. Luego me dejé llevar. Me volví loco.
Empezando en 1988, construyó su castillo de cuatrocientos ochenta metros cuadrados con bloques de cemento sin pulimentar. Con cuatro pisos de altura más sótano, las paredes tienen medio metro de grosor y se componen de dos hileras de bloques de veinte centímetros de grosor con un espacio de unos diez centímetros entre ambas. A modo de apoyo, una reja de dos centímetros de barras de refuerzo de acero sostiene ambas paredes y una de cada tres hileras de bloques es una tira de hormigón sólido. A modo de aislamiento, el interior hueco de las paredes está lleno de vermiculita. El hueco de diez centímetros también alberga los conductos para los cables eléctricos y las tuberías.
Igual que el castillo de Roger DeClements, el calor viene de agua que hierve en una caldera en el sótano y es conducida por tuberías bajo el suelo de cemento.
El primer piso se sostiene con vigas de acero. Los pisos superiores están soportados por vigas de veinte por treinta, muy juntas entre sí.
Bob te cuenta:
—Compré todas las vigas en unos saldos en Salem, Oregón, después de que quebrara una empresa. Fui, les eché un vistazo y compré dos camiones enteros. Pensé... Ya las usaré para algo. Y fue entonces cuando se me ocurrió construir el castillo.
Añade:
—Nunca tendría que haber encontrado aquellas vigas.
Gran parte de los materiales de construcción de Bob llegaron aquí —como el mismo Bob— tras haber tenido una vida previa en otra parte.
—Yo siempre leía los anuncios clasificados —dice—. Mucho de lo que hay aquí son planchas y tablones viejos que pasamos por el desbastador aquí mismo.
Las vigas proceden de unos saldos por quiebra. El tejado de acero, de un viejo edificio de Standard Oil que había sido derribado. Los lavamanos son antiguos tocadores con un agujero tallado en la parte superior para hacerlos servir de pileta. La barra del bar procede de la antigua East Avenue Tavern de Portland (Oregón). Todo el aislamiento lo consiguió gratis en un supermercado Safeway que se estaba remodelando.
Igual que en el castillo de Roger, las ventanas y las puertas tienen arcos ojivales góticos, incluyendo una enorme vidriera mural en el hueco de la escalera de caracol. No hay cortinas, pero tampoco hay vecinos. Los suelos son de piedra: losas procedentes de China o de las inmediaciones del monte Adams.
Para levantarlas paredes de bloques de cemento trabajó con un viejo mampostero que llevó a cabo un trabajo casi perfecto.
—Era lento —recuerda Bob—, pero conocía su oficio. Cuando llegamos al piso de arriba, el tejado solamente estaba desviado un centímetro. El lugar era un cuadrado perfecto.
A diferencia de lo que le pasó a Jerry Bjorklund, la altura no fue problema para los urbanistas locales del condado de Klickitat.
—No me molestaron con la altura —dice Bob—. Aunque ahora sí me molestarían. Ahora son muy puñeteros. Y como tengo tantas violaciones de la normativa dentro de la casa, como el hueco de la escalera, que no se ajusta a los requisitos, cuando vinieron para llevar a cabo la inspección final me dijeron: «Bob, casi sería mejor que no tuvieras inspección final». Y lo dejamos así.
Aunque no haya un permiso oficial final, confía en no estar violando la ley:
—Mi permiso original es muy antiguo —dice Bob—. Desde entonces han cambiado las leyes, así que por lo que respecta a las inspecciones del condado me ampara una disposición anterior.
Pero llegar hasta veinte metros le complicó algunos detalles.
—Los cables —dice— van todos por conductos internos. Tenía que ser así. Cuando llegué al sitio donde tenía que dar de alta la electricidad, el inspector me dijo que era un edificio comercial porque tenía más de tres pisos, así que todo tenía que ir por conductos. De no ser así, es probable que no los usara, pero ahora me alegro de haberlo hecho.
Igual que pasa con el castillo de los DeClements, hay árboles de hoja perenne tan cerca de los muros que hace falta limpiar los canalones de hojas. Es un trabajo aterrador de tan alto que hay que subir, pero con la amenaza de los incendios forestales hay que hacerlo. Aun así, con el río tan cerca y un flujo constante y abundante de agua del pozo artesiano natural, Bob no está preocupado.
—El peligro de incendios va de escaso a moderado debido a que estamos junto al río —dice—. Por aquí no acampa nadie porque el gobierno posee la mayor parte de la tierra de los alrededores. Pero el fuego es una de las razones de que me decidiera por el cemento y el acero.
Durante todo el día, cuando hace buen tiempo, la gente pasa en balsas y canoas por el lado oeste del castillo. El murmullo de los rápidos es el ruido de fondo aquí durante todo el día.
—¿Ves esa roca de ahí? —dice Bob señalando los abruptos acantilados de la orilla opuesta del río White Salmon—. A este lado hay el mismo tipo de roca. Así que cuando hice los cimientos, fue sobre lecho de roca. Cuando vino el tipo a inspeccionar los cimientos, dijo: «¿Qué demonios esperas que pase? ¿Vas a construir un refugio antiaéreo?». Y yo le dije: «Si alguna vez el río tiene una crecida, no se va a llevar mi casa por delante».
Y Bob Nippolt se alegra de haberlo hecho.
—En mil novecientos noventa y cinco hubo aquí la peor inundación en cien años —dice—. El río subió un metro y medio desde donde estamos. La corriente se llevó troncos, sillas y todo lo que uno pueda imaginar.
Con su sótano parecido a un refugio antiaéreo y sus enormes vigas, Bob admite que la mayor parte de su casa es una exageración. Construirla le llevó siete u ocho años de trabajo casi continuado.
—En los inviernos tenía que parar —dice Bob—, o me quedaba sin dinero.
A diferencia de Jerry, Bob sí encontró a banqueros que le prestaran dinero para su sueño.
—La financiación no me parece un problema —dice—. Tengo un préstamo de Countrywide: les encantó financiarme. Y antes de eso, tenía un préstamo de un banco local. Por aquella época, la casa era muy conocida. Por lo que respecta a incendios y desastres naturales, es a prueba de casi todo.
Dichos «desastres» incluyen las fiestas.
—Tengo la sensación de que mi casa también es a prueba de gente —dice Bob—. He estado aquí con trescientas personas, todos bailando en la sala de estar.
Y también hay siempre quien viene sin ser invitado. Bob señala una mancha de humedad en la pared de color blanco y dice:
—Un roedor se metió por el extremo inferior del canalón de bajada e hizo que la tubería se llenara y se rompiera, y que el agua se fuera para el piso de arriba, que yo tenía sin acabar. De forma que me quedé sin agua en toda la casa.
En lugar de verse los bloques de cemento, las paredes interiores están acabadas con yeso sin pulimentar pintado de blanco.
—Para que pareciera adobe —dice Bob—, primero pusimos yeso con paja mezclada, pero no funcionó. Luego descubrimos que si cortábamos la paja en trozos de quince a veinte centímetros, después añadíamos el yeso y por fin apisonábamos la paja sobre el yeso húmedo conseguíamos un efecto bastante parecido a lo que queríamos.
Señala las tres chimeneas —dos son para calentar las habitaciones y la tercera para la caldera de petróleo del sótano— y dice:
—El pasado invierno, a mi regreso del río Hood, me encontré un animal de gran tamaño detrás de la tele, moviéndose. Lo que había pasado es que un pato había bajado volando por el tiro. Llegó al hogar y entró en la casa. Anda que no me costó sacarlo.
Y tal como les pasa a Jerry y a Roger, no paran las visitas de los curiosos. Bob dice:
—De vez en cuando viene alguien en verano. Sobre todo porque hay muchos vecinos en la zona. Y todos dicen: «Oh, bueno, a Bob no le importa. Vamos a ver a Bob».
Añade:
—Y va bien. Siempre y cuando traigan whisky.
Es una extraña coincidencia que la MTV se pusiera en contacto tanto con Bob Nippolt como con Roger DeClements para alquilar sus castillos y filmar un episodio del programa
Reel World.
Roger les dijo que no. A Bob le gustó la idea, pero la temporada ya estaba demasiado avanzada para que la gente de la cadena pudiera encontrar habitaciones de motel para las cincuenta personas de su equipo de producción.
En la actualidad, el piso superior sigue sin acabar. Amplios ventanales rematados con arcos dan a las terrazas de piedra inferiores.
—No tengo vértigo —dice Bob—. Me he tirado en paracaídas y he volado en ala delta. Las alturas no me preocupan. Lo único que me preocupa ahora es que no me quedan rodillas. Ya no soy tan ágil como antes.
Este año está plantando heno y árboles en sus veintiséis acres para hacer bajar los impuestos que paga por los terrenos. Está construyendo una gigantesca entrada principal nueva, que aguanta un patio de piedra al que dan los dormitorios de la segunda planta.
Lo que le gustaría hacer es construir una segunda ala, un comedor con ventanales que diera directamente a la cocina. Y le gustaría cambiar las ventanas que hizo a mano en el sótano, desmontando y reutilizando las partes de ventanas Andersen que consiguió a bajo precio. Para las cornisas exteriores le gustaría usar bloques de alféizar de cemento en lugar de espuma para la construcción.
—Todo esto es porque edifiqué el sitio para mí solo. Probablemente tendría que haber dejado mucho más sitio para armarios —dice echando la vista atrás—. Y más que una escalera cuadrada, tendría que hacer una circular. Tendría que haberme tomado tiempo para construir una escalera de mampostería. Hay un libro, un libro bastante grueso, que se llama
Historia de las casas británicas,
y que trata de las ventanas, las puertas, el forjado, la forma en que se hacían las puertas... Antes de empezar yo no tenía ese libro. Si lo hubiera tenido habría hecho muchas cosas de forma distinta. Y me habría tomado más tiempo.
Y un poco más de dinero...
—Lo que pasó realmente —dice— es que muchas cosas que puse en la casa, como era solo para mí, no eran de primera calidad.
Le gustaría haber puesto un foso alrededor del castillo.
Quiere poner una nueva superficie de concha de ostra triturada en la pista de bocci.
Y el maniquí desnudo que contempla el río desde un balcón del dormitorio tiene, bueno... la piel de fibra de vidrio resquebrajada y descolorida.
—Iba a llevarla a Portland —dice Bob— para que le pusieran implantes de silicona.
Muy pronto ninguno de estos detalles importará. Porque este año Bob vende la casa. Las buenas noticias para el siguiente propietario es que ocho o nueve contratistas locales conocen la casa de Bob de arriba abajo.
—Todos los cuartos de baño están arreglados —dice—. Y hay tipos por aquí cerca, en las inmediaciones del río Hood, que han trabajado en esta casa, han hecho la instalación eléctrica y la fontanería, y saben lo que hacen. Son todos unos fanáticos del windsurf, así que no se van a ir.
Ni tampoco la miríada de pájaros del río. Ni su castillo. Ni las historias ni las leyendas locales sobre el mismo.
Sea la construcción de castillos un intento de alcanzar la inmortalidad o un hobby —una forma «divertida» de matar el tiempo—, sea un legado para el futuro o un vestigio del pasado, en las colinas de Camas (Washington), el castillo de Jerry Bjorklund sigue siendo el punto de referencia que usan para hacer sus giros los pilotos de vuelos comerciales. En las montañas de Idaho, los esquiadores siguen descubriendo el castillo Kataryna de Roger DeClements, un monumento a su hija. Una aparición en medio de la nieve. Como el castillo que tanta gente ha soñado siempre construir.
Su confesión de piedra. Sus memorias.
En el valle del río White Salmon, el agua sigue corriendo junto a la alta torre gris. El viento y los pájaros siguen moviéndose entre los árboles. Aunque hubiera un incendio forestal, este montón de piedra seguiría aquí durante los próximos cien años.
Solo que Bob Nippolt se marcha.
Y, de momento, ninguno de los tres castillos está acabado.
(Frontiers)
—Si todo el mundo se tirara por un barranco —me decía mi padre—, ¿tú también te tirarías?
Esto pasó hace unos años. Fue el verano en que un puma mató a un tipo que hacía jogging en Sacramento. El verano en que mi médico se negó a darme esteroides anabolizantes.
Un supermercado local ofrecía la siguiente oferta especial: si llevabas recibos por valor de cincuenta pavos, te daban una docena de huevos por diez centavos, así que mis mejores amigos, Ed y Bill, se quedaban en el aparcamiento y les pedían a la gente sus recibos. Ed y Bill comían bloques de clara de huevo congelada, bloques de cinco kilos que compraban en una tienda de suministros para pastelerías, ya que la clara de huevo es la proteína que se asimila con más facilidad.
Ed y Bill hacían viajes en coche a San Diego, cruzaban a pie la frontera en Tijuana con el resto de los excursionistas gringos que iban a comprar sus esteroides, su Dianabol, y lo metían en el país de contrabando.
Aquel debió de ser el verano en que la DEA tenía otras prioridades.
Ed y Bill no son sus nombres de verdad.
Íbamos de viaje en coche por California y nos paramos en Sacramento para visitar a unos amigos, pero no los encontramos en su casa. Esperamos toda una tarde junto a su piscina. A Ed le estaba creciendo el pelo al rape de color rubio oxigenado, así que se inclinó por encima del borde de la piscina y me pidió que le afeitara la cabeza.