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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (24 page)

Y, sin embargo, todo lo que sube tiene que bajar.

Y hasta el Hombre Cohete lo dice: el aterrizaje puede ser muy jodido.

Brian e Ilena se conocieron en persona en abril de 2001. Dos meses más tarde pasaron otras dos semanas juntos y se comprometieron. En julio de 2002 Ilena y su hijo de ocho años, Alexi, llegaron a América con visado de compromiso marital.

—Me negaba a creer que pudiera cometer un error tan grande —dice Brian—. Nos escribimos un total de mil ciento cincuenta y cinco e-mails en un período de un año y medio. Yo tenía tantas ganas de creerla que estuve dispuesto a correr el riesgo, pero en cuanto nos casamos, el quince de octubre de dos mil dos, las cosas empezaron a empeorar.

Ilena tenía quince años menos que Brian y dejaba atrás un apartamento de setenta metros cuadrados que compartía con otras siete personas en Rusia. Brian le instaló una piscina para su hijo. Aceptó pagarle cirugía ocular por valor de cuatro mil dólares y ortodoncia por valor de doce mil. Cambió su BMW descapotable biplaza por un sedán. Y, aun así, se peleaban. Ella se negaba a hablar inglés a la hora de la cena o a levantarse antes de las ocho de la mañana.

Brian le trajo un ordenador a casa para que ella lo usara mientras Alexi se pasaba el día en la escuela. Seis semanas más tarde le preguntó por su navegación en internet...

—Las peores páginas web eran de bestialismo y sexo con animales —dice—. Se dedicaba a pasar una hora o una hora y media, varias veces por semana, visitando aquellas páginas. Solo pasaron seis semanas desde que traje el ordenador hasta que se marchó. A mí me dejó completamente abatido pensar que aquella mujer a la que yo había querido tanto como para traerla de Rusia y casarme con ella pudiera ser tan perversa. No estamos hablando de porno normal. Hablamos de cosas que le hacen a uno vomitar.

Después de seis semanas de casados ella había puesto anuncios en la red en secreto para buscar a otro hombre, a ser posible un artista de pelo largo y rubio que viviera en un loft en la ciudad, prácticamente lo contrario de Brian, que era moreno, barbudo y vivía en una cabaña de troncos.

—Ilena es una mujer hermosa, pero no tiene alma —dice—. Estoy convencido de que lo único que le importaba era el pasaje hasta aquí. Y nada más.

En la mente de Brian Walker, el proyecto RUSH estaba conectado con ser el Hombre Cohete y con estar casado con Ilena.

—Yo pensaba, a mi manera, que sería una forma maravillosa de unir al mundo —dice—. De demostrar la cooperación y la conexión entre antiguos enemigos. Hablábamos de escribir un libro entre los dos. Podríamos escribir libros infantiles en inglés y en ruso. Yo veía que de todas aquellas oportunidades podría crecer un gran árbol, pero todo se fue al garete.

La primera vez que habló con ella sobre sus navegaciones por internet, Ilena hizo la maleta, cogió a su hijo y se fue a vivir con un vecino, un ruso con el que ha estado viviendo desde entonces.

Brian dice:

—He recibido e-mails de un montón de tipos y sus historias eran casi idénticas. Eran tipos que creían que había amor, pero en cuanto sus mujeres conseguían el permiso de residencia desaparecían. Ilena ni siquiera esperó tanto. Se marchó dos meses después de que nos casáramos. Ni siquiera pudo fingir durante el suficiente tiempo como para legalizar su situación.

Entonces fue cuando todo se hundió. Brian se pasó ocho semanas sin comer. Perdió veintidós kilos, se afeitó la barba y ya no pudo soportar seguir trabajando en el cohete.

—Llevo tanto tiempo trabajando tan duro... —dice—. Es como volver a antes de empezar el proyecto del cohete, a los quince años de fracasos miserables. Construí un submarino, pero nunca pude hacer dinero con él. Tuve éxito en una parte, pero fracasé en otra. Lo mismo pasó con mi camilla o con mis otros cientos de inventos. Estuve trabajando sin parar durante meses seguidos y años seguidos. Luego empecé a triunfar en la industria juguetera y en lugar de ampliar el negocio me metí en este proyecto, y en estos momentos no lo puedo ni soportar.

Otro shock le llegó en forma del Premio X, un premio de diez millones de dólares para el primer grupo privado que ponga un cohete en la atmósfera. Y de la repentina competencia que ahora le ha salido al Hombre Cohete en forma de equipos con gran preparación y abundantes recursos de todo el mundo.

Hasta la atención mediática se ha convertido en un obstáculo. A su puerta han llegado unas dos mil personas pidiendo ir en el cohete.

—Me cuesta muchísimo decir que no —dice—. Lo que me ha retrasado más durante los últimos tres años es mi deseo de satisfacer las peticiones de la gente. Ya sea en los medios de comunicación. Ya sea leyendo y contestando e-mails o invitando a gente a ver las instalaciones. O participando en actos de recaudación de fondos para escuelas. Voy mucho a dar charlas por las escuelas.

Ha sido toda una experiencia. Dinero. Fama. Amor. Y todo antes de que el cohete llegue siquiera a la rampa de lanzamiento.

Saltamos ahora a julio de 2003, y, día a día, Brian Walker está regresando al mundo. Un amigo le presentó a una mujer, norteamericana, agente inmobiliaria y de su misma edad. Se llama Laura y ya tiene su voz en el mensaje del contestador. Se han tirado juntos en caída libre. Incluso hablan de casarse otra vez, cuando el divorcio de Brian sea efectivo.

Y sigue recibiendo cartas, cientos de cartas de niños, de padres y de maestros a los que les encantan sus juguetes.

Y allí en Bend (Oregón), el trabajo continúa en el Jardín Espacial. Está la centrifugadora donde Brian se entrena para soportar la fuerza gravitatoria. Está la torre donde pone a prueba los motores del cohete. Dentro de un par de meses planea lanzarse a cinco kilómetros de altura en un cohete de prueba. Planea terminar la cúpula geodésica que ha empezado. Y el observatorio que ha construido sobre la misma. Dentro de la cúpula, el cohete espera, pintado con dos tonos distintos, azul claro y azul oscuro. Listo ya y montado en el camión que estaba preparando en diciembre de 2001. Cuando todo parecía posible. El amor. La fama. La familia.

En cierto modo, todo sigue siendo posible.

En lugar de instrumentos de navegación dentro del cohete quiere un monitor de vídeo de pantalla plana conectado a cámaras exteriores. O llevar visores de vídeo.

Quiere construir un trineo para cohetes montado en una rampa que salga de un costado de la cúpula.

Quiere diseñar una especie de nave planeadora que pueda ser catapultada de ciudad a ciudad.

Está construyendo un kart que funciona con dos motores a reacción.

Y en cuanto al motor a reacción que ha comprado en e-Bay y ha arreglado para que su emisión a novecientos grados funda la nieve de la entrada para coches...

—Cuando esta cosa cobre vida, las pelotas te van a subir hasta el estómago —dice—. Verlo en funcionamiento es casi aterrador.

Y hay que buscar empresas patrocinadoras.

—Me encantaría que me patrocinara Viagra —dice Brian Walker—. Porque el cohete es un símbolo perfecto para el Viagra —dice Brian Walker—. Mucho mejor que un coche de carreras.

Queda mucho trabajo por hacer.

Sigue necesitando destilar las cuatro toneladas y media de peróxido de hidrógeno. Y contestar muchos e-mails. En la cabaña de troncos le espera su traje espacial hecho en la Unión Soviética.

El mundo entero espera.

Sí, tendrán ustedes noticias del Hombre Cohete.

Muchas noticias.

Si él no es el primer individuo que va por su cuenta al espacio, entonces quiere ser el pionero de la caída libre a grandes altitudes desde cohetes. Quiere lanzar el turismo espacial, que permitirá a la gente orbitar la Tierra en una estación, parecida a un crucero, y bajar desde el cielo para visitar cualquier lugar, como un puerto. Planea escribir un libro que explique su éxito como inventor. Está diseñando un cañón de fibra de carbono que disparará globos llenos de mil doscientos litros de agua para apagar incendios forestales a ocho kilómetros de distancia.

Dentro de su cúpula geodésica de catorce metros de ancho, Brian Walker habla de las luces halógenas rojas, verdes y amarillas que planea instalar. Habla de sus otros sueños. De ser el «Hombre Teletransporte» y teletransportarse al instante a Rusia. O de ser el «Viajero del Tiempo».

De momento dice:

—La única cosa razonable que creo poder hacer es lanzarme al espacio. No puedo viajar en el tiempo. No puedo teletransportarme.

Dentro de la cúpula fría y oscura, lejos del sol del desierto, a solas con su cohete, dice:

—Quiero tener una iluminación y unos efectos especiales extraordinarios, y quiero tener altavoces que reverberen para poder llevar a cabo unas presentaciones fantásticas.

Fíjense en que, tal como lo explica el Hombre Cohete, la meta —el viaje espacial, el viaje en el tiempo y el teletransporte— no es la verdadera recompensa. Es lo que uno descubre por el camino. Igual que llevar a un hombre a la Luna nos dejó las sartenes de teflón.

—Y quiero —dice Brian Walker— hacer mi propio rollo al estilo de
Made in USA
de John Landis. ¿Y te acuerdas del programa de la tele
Túnel del tiempo
?

Dice:

—Quiero hacer
Túnel del tiempo 2001,
protagonizada por el «Hombre Tiempo», y las misiones del Hombre Tiempo consisten en viajar al pasado para tirarse a chatis importantes de la historia y poder diseminar sus genes genéticos en el futuro. Así que viaja a Egipto para hacérselo con Cleopatra, pero nada más llegar se gira y está a punto de ser aplastado por una cuadriga y lo tienen que transportar de vuelta al futuro. Después se va a Francia para montárselo con María Antonieta y se materializa en la guillotina justo cuando está bajando la cuchilla. Así que el pobre tío viaja en el tiempo y llega siempre a un punto donde le falta un segundo para morir. Y al final resulta que el pobre tío nunca puede hacer nada...

Querido señor Levin

(Dear Mr. Levin)

En la universidad nos hicieron leer una vez sobre una gente a la que les enseñaron fotografías de enfermedades de las encías. Se trataba de fotografías de encías podridas y deformes y de dientes manchados, y la idea era ver cómo esas imágenes afectaban a la forma en que la gente cuidaba sus dientes.

A un grupo le enseñaron fotografías de bocas solamente un poco podridas. Al segundo grupo le enseñaron fotos de encías moderadamente podridas. Al tercer grupo le enseñaron bocas horriblemente ennegrecidas, con las encías descarnadas, en carne viva y sangrantes, y los dientes de color marrón o caídos.

El primer grupo de estudio siguió cuidándose la boca como siempre. El segundo grupo empezó a cepillarse y pasarse el hilo dental un poco más. El tercer grupo simplemente renunció. Dejaron de cepillarse y de pasarse hilo dental y se limitaron a esperar que los dientes se les volvieran negros.

A ese efecto el estudio lo llamó «narcotización».

Cuando el problema parece demasiado grande, cuando nos enseñan demasiada realidad, tendemos a cerrarnos en banda. Nos resignamos. No hacemos nada porque el desastre parece inevitable. Estamos atrapados. Eso es la narcotización.

En una cultura donde la gente tiene demasiado miedo para afrontar las enfermedades de las encías, ¿cómo se puede conseguir que afronten las demás cosas? Como la polución o la igualdad de derechos. ¿Y cómo se consigue que luchen?

Eso es lo que usted, señor Ira Levin, hace a la maravilla. Hechiza a la gente.

Sus libros no son tanto relatos de terror como fábulas con moraleja. Escribe usted una versión inteligente y actualizada de la clase de leyendas tradicionales que las culturas han usado siempre —como los poemas infantiles y las vidrieras— para enseñarle alguna idea básica a la gente. Sus libros, entre ellos
El hijo de Rosemary, Las poseídas de Stepford
y
La astilla,
cogen algunos de los asuntos más espinosos de nuestra cultura y nos hechizan para que afrontemos el problema. Como forma de ocio. Convierte usted esa clase de terapia en diversión. En nuestras pausas para el almuerzo, mientras esperamos el autobús o tumbados en la cama, usted hace que afrontemos esos Grandes Problemas y que los combatamos.

Lo terrorífico es que se trata de cuestiones que el público norteamericano está a años luz de afrontar, pero en cada uno —en cada libro— usted nos prepara para una batalla que parece ver próxima. Y, hasta ahora, nunca se ha equivocado.

En
El hijo de Rosemary,
publicado en 1967, la batalla es por el derecho de una mujer a controlar su cuerpo. El derecho a una buena asistencia sanitaria. Y el derecho a elegir el aborto. Y a la mujer la controlan su religión, su marido, su mejor amigo y su tocólogo.

Y consiguió usted que eso lo leyera la gente, y que pagara para leerlo, años antes del movimiento sanitario feminista. De la Boston Women’s Health Cooperative. Del eslogan «Nuestros cuerpos, nosotras». Y de los grupos de concienciación donde las mujeres se sentaban con espéculos y linternas para observar los cambios en el cuello del útero de sus compañeras.

Les enseñó usted a las mujeres exactamente lo que no tenían que ser. Lo que no tenían que hacer. No os sentéis en vuestro apartamento cosiendo cojines para las repisas de las ventanas y evitando hacer preguntas. Asumid responsabilidades. Si el Diablo se dedica a violaros con cita previa, no dudéis en interrumpir el embarazo. Y sí, es una tontería. El Diablo... Y el hecho es que tiene una erección ENORME. Y Rosemary está atada, con Jackie Kennedy sujetándole los brazos extendidos, a bordo de un yate durante una tormenta en el mar. ¿Qué diría Carl Jung sobre esa escena? En todo caso, es lo que nos permite implicarnos. El hecho de que podemos fingir que es todo una fantasía. Que no es real y que el aborto no está sobre la mesa. De que podemos sentir el placer de Rosemary, su terror y su rabia.

¿Acaso previo usted que ahora, en un siniestro eco treinta años más tarde, la reacción conservadora al aborto le da al feto el derecho legal a nacer en muchos estados? En los tribunales, las mujeres se han convertido en simples «anfitrionas de gestación» o «portadoras de gestación» y están obligadas mediante acciones legales a llevar dentro y parir niños que ellas no quieren. Los fetos se han convertido en símbolos que los enemigos del aborto pasean en sus manifestaciones. Igual que los vecinos de Rosemary paseaban a su hijo en su cuna cubierta de paños negros.

Otro aspecto gracioso y siniestro es que nuestro cuerpo no sabe que todo eso no es real. Estamos tan metidos en la historia que tenemos una experiencia catártica. Una aventura horrible por poderes. Igual que Rosemary, aprendemos. No vamos a cometer el mismo error. No. Se acabaron los médicos autoritarios. Se acabaron los maridos sórdidos. Se acabó el emborracharse y que el demonio te pase por la piedra.

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