—Es como cuando uno mezcla vinagre y bicarbonato —cuenta el Hombre Cohete—. Es una reacción química. El peróxido toca la plata y causa una conversión catalítica que lo convierte en vapor. Luego el vapor se expande. Básicamente, el peróxido se convierte en vapor supercaliente a unos ciento cincuenta grados y se expande hasta multiplicar su volumen por seis.
Una explosión de aire comprimido ayudará al lanzamiento. El cohete subirá ochenta kilómetros en línea recta y luego caerá, controlado por un paracaídas.
Es el rico inventor de juguetes. Comprometido con la hermosa mujer rusa a la que conoció por internet y con la que estuvo saliendo mientras se entrenaba con cosmonautas rusos.
Sí, por supuesto que han oído hablar de él y de su proyecto RUSH, que quiere decir
Rapid Up Super High
[Sube Rápido y Súper Alto]. El tío solo tiene estudios hasta la secundaria. Probablemente lo hayan oído en el programa de radio de Art Bell y luego le hayan enviado un e-mail. Si lo han hecho, habrán obtenido respuesta. El Hombre Cohete ha respondido miles de los e-mails de ustedes. E-mails en que le pedían consejo sobre sus inventos. Donde le contaban cómo les encantan sus juguetes a los hijos de ustedes. Y lo más asombroso es que él les ha respondido. Tal vez incluso les haya enviado un juguete.
Es su héroe. O bien piensan que es un fraude y un bocazas.
Sí, aquel tipo. ¿Qué fue de él?
Oh, sigue ahí. Bueno, sí y no.
Si le enviaron un e-mail —a www.rocketguy.com— lo más probable es que todavía lo tenga en el ordenador. Si le enviaron un e-mail, son ustedes una pequeña parte del problema.
Es diciembre de 2001 y el Hombre Cohete está en su taller, trabajando en el elevador hidráulico del camión que tiene que llevar su cohete hasta el lugar del lanzamiento. Fuera la temperatura está por debajo de los cero grados y en el desierto alto la nieve le llega a uno a los tobillos. Los doce acres donde vive Brian Walker, tan cerca del centro del pueblo que solamente da tiempo a escuchar una canción en el estéreo del coche, son en su mayor parte pinos y roca volcánica. Vive en una enorme cabaña de troncos. Un poco más allá colina abajo están su garaje y los edificios de sus talleres. Junto a los mismos está su «Jardín Espacial», un montón de equipamiento que ha construido para entrenarse para su viaje a la atmósfera.
Se pueden ver prototipos de misiles, de cápsulas y de cohetes, de colores rojo brillante y amarillo, de espuma y de fibra de vidrio. En su taller, las paredes blancas están cubiertas de prototipos de juguetes que ha inventado. Brian Walker es un tipo corpulento y barbudo, mientras que su ayudante a tiempo parcial, Dave Engeman, es un tipo pequeño y bien afeitado, y entre la nieve, los juguetes, los pinos y la cabaña de troncos, los dos hombres dan la impresión de estar en un taller en algún sitio cercano al polo norte. Más como si fueran elfos que astronautas.
Si se lo piden, el Hombre Cohete bajará de la pared y demostrará el funcionamiento de los juguetes que nunca pudo vender.
—Intentar construir juguetes hoy es duro —dice—. La Administración para la Seguridad de los Productos de Consumo es increíblemente quisquillosa sobre los malos usos que se pueden dar a las cosas. En los viejos tiempos se podían construir juguetes con los que era posible perder un ojo o un dedo si los usabas mal.
Hay una camilla con techo de lona que diseñó para el ejército. Hay un kart del tamaño de una maleta. Te enseña los fracasos, cientos de prototipos de plástico y madera almacenados en cajas, y dice:
—Quiero crear una línea que se llame «Juguetes para un Futuro Mejor». Y estarán diseñados para que si el coeficiente intelectual de un niño no alcanza un nivel determinado, no sobreviva al juguete. Así que a una edad temprana ya se va depurando la reserva genética. Los niños estúpidos no son ni de lejos tan peligrosos como los adultos estúpidos, así que es mejor eliminarlos antes de que crezcan. Sé que parece una idea cruel, pero es una expectativa razonable.
Se ríe y dice:
—Claro que es una broma. Igual que la línea de juguetes que quería hacer para niños ciegos y que se llamaba «Juguetes Fuera de mi Vista».
En el extremo inferior del camión lanzacohetes está instalando un tanque de acero. De ese tanque salen cuatro largos tubos que entran dentro del cohete. En el lanzamiento, el aire a alta presión procedente del tanque subirá por los cuatro tubos y dará al cohete el empuje inicial.
—La explosión de aire le da el empuje —dice Brian—. Si tengo un motor de propulsión de seis toneladas y un cohete de media tonelada con cuatro toneladas y media de combustible, entonces tengo un peso de despegue de cinco toneladas y seis toneladas de empuje. Si el aire a presión me da un impulso adicional, entonces consigo un peso equivalente a cero, así que las seis toneladas de empuje se destinan de inmediato al empuje. De esa forma despego del suelo con una actitud más positiva y un lanzamiento mucho más estable.
En resumidas cuentas, el funcionamiento científico de un cohete. Por lo menos en el primer vuelo de prueba. Dentro del cohete no hay controles, así que no hay posibilidad de error humano. Así de fácil.
—No soy un científico espacial —dice Brian—. Todo lo que hago es de dominio público. Uso información cosechada durante cincuenta años de programa espacial. Mi cohete viene a ser un juguete gigante. Es un juguete que ha tomado esteroides.
Dice:
—En cuanto uno abre la válvula del motor, hay que liberar el aire. Quiero el motor a toda máquina antes de liberar la presión del aire. Si por alguna razón el motor no se encendiera en el momento del lanzamiento, me haría subir quince metros y luego bajaría otra vez. El paracaídas no ayudaría a parar la caída, y el peso sería tan grande que no me permitiría desprenderme de la cápsula del tanque de combustible. En el momento en que se abre la válvula reguladora del motor, sale el aire comprimido.
Peróxido de hidrógeno que se convierte en vapor... Aire a presión... Es igual que uno de los juguetes de Brian, el Lanzacohetes Pop-It, que se puede comprar en Target y en Disneyland... Y Brian en persona va de pie en el morro del cohete de nueve metros.
—Cuando despegue, ¡buuum! Allá voy —dice—. Y cuando llegue al apogeo, al punto más alto, el cono del morro se suelta y sale un paracaídas. Luego, mientras desciendo, dos portezuelas se abren y hay un resorte debajo del asiento que me catapultará al exterior. Y me tiro con el paracaídas en caída libre.
Así de fácil.
Estará viajando a velocidad Mach 4 cuando al motor principal se le acabe el combustible. Su cápsula se separará del tanque de combustible y se deslizará durante cuatro minutos y medio, hasta que llegue a la altura máxima a unos seis minutos del lanzamiento.
—La fase de aceleración es de nueve segundos —dice—. Y el vuelo entero tiene que durar unos quince minutos desde el despegue hasta tocar tierra.
Unas aletas hechas de espuma de poliestireno moldeado ayudarán a estabilizar el cohete, luego se soltarán en dos fases, haciéndose más y más pequeñas a medida que el cohete gane velocidad. Su primer cohete tripulado de prueba viajará a cuatro mil quinientos kilómetros en línea recta y luego bajarán también en línea recta, más o menos.
—Tampoco voy a dejar caer muchas cosas —dice—. Voy a soltar ocho piezas de las aletas, que caerán revoloteando como hojas. Y el tanque de combustible. Y tengo planeado recuperar el tanque de combustible para la posteridad, porque pienso exponer mi cápsula y el tanque y el cohete entero en el museo Smithsonian o en algún otro museo importante de la aviación y el espacio. Hablé con la gente del Smithsonian y me dijeron que sí, que si construyo y lanzo mi propio cohete privado, y si es el primero, seguro que me lo exponen.
Ese es el plan, quince minutos de fama y luego directo a los libros de historia.
Y todo esto tendrá lugar en el desierto de Black Rock, en Nevada, donde tiene lugar el festival anual Burning Man. El único lugar donde cabe el cuarto de millón de personas que Brian espera que asistan.
Este ha sido el sueño de Brian Walker desde que tenía nueve años. Su padre lo llevó a su primera exhibición aérea cuando tenía doce años. Dos semanas después de cumplir dieciséis años tuvo su primera experiencia con el paracaidismo de caída libre. En 1974, cuando tenía dieciocho años, el aire lo arrastró a la cola del avión mientras hacía un salto con línea estática.
Se congeló, las manos se le quedaron pegadas al ala y el avión tuvo que aterrizar con él todavía allí. Tardó diecisiete años en volver a tirarse.
Sobre su educación, Brian cuenta:
—Soy disléxico, tengo TDAH, y la escuela fue una tortura para mí. Fui dos trimestres a la universidad, para estudiar ingeniería y en mayor o menor medida para apaciguar a mi padre. Hice dos trimestres de la licenciatura de ingeniería mecánica en el Instituto de Tecnología de Oregón y decidí: «Esto no es lo que quiero». Las fiestas casi acabaron conmigo. Lo único que podía hacer para mantener la cordura era estar tan colocado como pudiera.
Es propenso a las verrugas plantares y usa un soldador de plasma para quemárselas.
—Va genial para quitar verrugas —dice—. Pero te deja un cratercito en el pie. Aprieto y suelto el gatillo tan deprisa como puedo y el soldador me envía una ráfaga de plasma que vaporiza la piel. Duele como un demonio.
Para Brian, dormir cinco horas es un lujo. A pesar de las nuevas almohadas y de una colcha de plumón, sufre insomnio, igual que su padre. No tiene otros hobbies que inventar cosas. No usa el nombre del Señor en vano y dice que un concierto de Britney Spears no es más que un espectáculo erótico. No aprueba los libros de Harry Potter por la brujería. No tiene animales domésticos, al menos no ahora en 2001, pero sí tuvo una ardilla voladora llamada Benny que murió de aneurisma después de nueve años. Después tuvo un petauro y lo explica así:
—Es el equivalente marsupial de una ardilla voladora.
Si hiciera una adaptación cinematográfica de su vida, dice que pondría de protagonista a Mel Gibson o a Heath Ledger.
—Cuando era chaval —dice— no estaba muy puesto en deportes. Me daba la impresión de que me consideraban menos hombre porque no sabía nada de estadísticas sobre jugadores. La verdad es que estoy bastante harto y considero que los deportes se han elevado de forma artificial a un nivel de importancia que no deberían tener. Parece que están intentando que el análisis de los partidos y los jugadores se convierta en un arte y en un estilo de vida. Cualquier bar de América en el que entres tiene una pantalla que lo único que pone son deportes y programas sobre deportes. Y yo tengo que ser sincero: nunca he visto un partido de baloncesto en el que viera nada nuevo, y la verdad es que he visto unos cuantos. Y me preocupa un poco el hecho de que si uno no es un fanático recalcitrante de los deportes y conoce todos los aspectos del juego, de alguna forma no es un hombre de verdad.
En un bar de deportes, a la hora del almuerzo, deja de hablar para mirar un gráfico informático en televisión que muestra una bomba de pulso electromagnético explotando sobre una ciudad. Se pide una hamburguesa Big Bad Bob con una rodaja extra de cebolla cruda. Hasta en diciembre bebe agua con hielo. Creció en el distrito de Parkrose de Portland (Oregón).
A la hora del almuerzo se queja de que los astronautas americanos se pasan toda la vida entrenando y ganando rodaje a costa del contribuyente y luego hacen fortuna gracias a la fama que les ha reportado su experiencia. Después, de cómo la opinión pública se ha cebado con los ciudadanos ricos norteamericanos que pagan para ir en misiones espaciales rusas. Y de que el sueño de los viajes espaciales se tiene que abrir a gente que no quiera una carrera militar de por vida.
Le gustaría sustituir el impuesto sobre la renta por un impuesto sobre las ventas nacionales.
En este momento, en 2001, Brian tiene cuarenta y cinco años y está comprometido para casarse con una mujer que se llama «Ilena» (no es su nombre de verdad, por la razón que entenderán ustedes más adelante), una rusa a la que conoció a través de una página web llamada «Relaciones internacionales».
Se trata del mismo Hombre Cohete al que ustedes conocen. Prefiere los caramelos Altoids de canela a los normales. Ha volado en cazas MiG rusos y se ha tragado su propio vómito mientras experimentaba momentos de gravedad cero a bordo del avión
Cometa del Vómito
que se usa para entrenar a los cosmonautas. No se ha casado nunca pero ahora está listo.
—Mi meta —te cuenta— es encontrar a una mujer que sea capaz de disfrutar de la vida sin necesidad de pensar que tiene que salir y demostrar algo. Esto, por desgracia, es lo que muchas mujeres de nuestra cultura creen que tienen que hacer. El movimiento feminista de finales de los sesenta y principios de los setenta convenció a las mujeres de que la maternidad y el quedarse en casa se traducía en una existencia solitaria y carente de importancia. De que no eran nadie si no tenían una carrera.
Mientras se come su hamburguesa, dice:
—Una de mis misiones en la vida es hacer todo lo que pueda para promover las relaciones entre Estados Unidos y Rusia. La guerra fría se ha acabado. No le deis más vueltas. Esa gente no es nuestro enemigo. Los rusos son gente que quiere ser como nosotros. Les encanta América y les encanta lo que representamos. Creo que casarme con una rusa hará que sea inevitable que me encuentre representando ese rol público.
Después del almuerzo mira su buzón y se encuentra un cheque de 55,06 dólares de una entrevista en una emisora de radio de Escocia. El único dinero que asegura haber ganado durante toda la avalancha de publicidad del Hombre Cohete.
—Quería ponerme un nombre —recuerda—. Pero no quería que me llamaran «Hombre del Espacio». Me parecía demasiado formal. Y demasiado usado ya. «Hombre Cohete» suena mucho más amigable. Es como el apodo de un vecino. Del hombre de la calle. Y a la gente se le quedó lo de «Hombre Cohete».
Fue en una entrevista para un periódico de Florida cuando nació el Hombre Cohete, una celebridad mediática internacional que daba dos o tres entrevistas al día. Recibía tantas llamadas telefónicas que su buzón de mensajes llegó al límite de capacidad después del primer centenar. Su página web llegó a tener 380.000 visitas en una hora.
—De todas las entrevistas de radio que he hecho, solamente ha habido dos o tres, tal vez una docena, en que los presentadores hayan intentado dejarme en ridículo —dice—. Ni siquiera Howard Stern intentó burlarse de mí cuando estuve media hora hablando con él. No me quiso dejar como un chiflado. Hizo un par de referencias a si ahora estaba follando más a menudo, pero no convirtió el asunto en un pene gigante, un rollo sexual ni un símbolo fálico.