La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, púrpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llegó otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros y mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.
Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplicó que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.
Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre. Pero, de hecho, no es más que una palabra triste.
Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.
Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, púrpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.
Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos.
No me preguntéis por qué, les digo. No quiero ni oír hablar del tema. Todo aquello pasó hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.
Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimeras de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.
Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí.
Cualquiera podría haber vivido allí.
(Almost California)
La infección de mi cabeza está empezando a curarse por fin cuando recibo hoy el paquete en el correo.
Se trata del guión basado en mi primera novela,
El club de la lucha.
Lo envía la Twentieth Century Fox. El agente de Nueva York ya me dijo que llegaría. Así que estaba avisado. Incluso fui una pequeña parte del proceso. Fui a Los Ángeles y asistí a dos días de conferencias sobre el argumento donde le estuvimos dando vueltas a la trama. La gente de la Twentieth Century Fox me reservó una habitación en el Century Plaza. Cruzamos los platos al aire libre del estudio. Me señalaron a Arnold Schwarzenegger. Mi habitación en el hotel tenía una bañera de hidromasaje gigante y yo me senté en el centro de la misma y esperé casi una hora a que se llenara lo bastante para poder encender el hidromasaje. Tenía en la mano mi botellín de ginebra del minibar.
La infección de mi cabeza la cogí el día antes de ir a Hollywood. Me pagaban el vuelo a Los Ángeles, así que fui corriendo al Gap e intenté comprar un polo de color calabaza. La idea era tener un aspecto del sur de California.
La infección me vino de no leer las instrucciones de un tubo de crema depilatoria para hombres. Es como las cremas Nair o Neet pero extrafuerte, la que usan los hombres negros para afeitarse la cabeza.
En el mismo tubo de la crema depilatoria para hombres marca Magic lo dice en mayúsculas: «NO DEBE USARSE CON CUCHILLA DE AFEITAR». Incluso está subrayado. La infección no fue culpa de los diseñadores del envase de Magic. Pero volvamos a mí, sentado en mi bañera de hidromasaje del Century Plaza. No para de entrar agua, pero la bañera es tan grande que incluso después de media hora sigo allí sentado con la ginebra, la cabeza afeitada y el culo sentado en un charquito de agua templada. Las paredes de la bañera son de mármol y están prácticamente congeladas por el aire acondicionado. Los jaboncitos de almendra ya están guardados en mi maleta.
El cheque de la compra de opción de adaptación cinematográfica ya está en mi cuenta bancaria.
El baño está cubierto de espejos enormes y luces indirectas, así que me puedo ver desde todos los ángulos, desnudo y chapoteando en tres centímetros de agua mientras mi copa se calienta. Esto es todo lo que yo quería que se convirtiera en realidad. Durante todo el tiempo en que uno escribe, un pequeño pólipo no exactamente zen de tu cerebro quiere que le paguen un billete de primera clase a Los Ángeles. Quieres posar para las fotos de las solapas. Quieres que haya un séquito de periodistas esperando en la puerta de llegadas de la terminal del aeropuerto, y quieres tener un chófer, no un taxista, sino un chófer que te lleve de una entrevista deslumbrante a una firma de libros refulgente.
Ese es el sueño. Admitidlo. Y es probable que seáis todavía más superficiales. Es probable que queráis intercambiar trucos de pintura de uñas de los pies con Demi Moore en la sala de espera justo antes de salir al plato como invitado del show de David Letterman.
Sí, bueno, pues bienvenidos al mercado de la ficción literaria.
Vuestro libro tiene unos cien días en la estantería de la librería antes de ser considerado un fracaso oficial.
Después de eso, las tiendas empiezan a devolver los libros a tu editor y los precios empiezan a bajar. Los libros no se mueven. Van a la trituradora.
A ese trocito de vuestro corazón, a esa primera novelita que escribisteis, le bajan un setenta por ciento el precio y aun así nadie lo quiere.
Luego uno se encuentra en el Gap probándose polos de punto de color pastel y frunciendo los ojos mientras se mira en el espejo en un intento de que le queden casi bien. Casi California. Hay que apoyar la adaptación cinematográfica, y ahora uno tiene la esperanza de que la adaptación salve su libro. Solo porque una gran editorial haya publicado mi primera novela no quiere decir que me haya vuelto atractivo. Me vienen a la cabeza las palabras «perezoso» y «estúpido». Cuando se trata de ser atractivo y divertido en situaciones sociales simplemente no puedo competir. Bajar del avión en Los Ángeles con el pelo lleno de laca y un polo de color salmón no va a ser de gran ayuda.
Hacer que el publicista de la gran editorial llame a todo el mundo para decirles que soy atractivo y divertido solamente iba a dar falsas esperanzas a la gente.
La única cosa peor que aparecer feo en el aeropuerto de Los Ángeles es aparecer feo pero dando señales de que has intentado con todas tus fuerzas estar guapo. De que lo has intentado como has podido pero esto es lo mejor que has conseguido. Te has cortado el pelo y te has bronceado, te has pasado hilo dental y te has arrancado los pelos de la nariz, pero sigues estando feo. Llevas un polo de punto informal del Gap cien por cien algodón. Has hecho gárgaras. Has usado colirio y desodorante, pero sigues bajando del avión con unos cuantos cromosomas de menos.
Y yo no quería que eso me pasara.
La idea era asegurarme de que nadie pensara que estaba intentando siquiera estar guapo. La idea era llevar la ropa que llevaba todos los días. Y para eliminar cualquier riesgo de peinado fallido, me afeitaría la cabeza.
No era la primera vez que me afeitaba la cabeza. La mayor parte del tiempo que pasé escribiendo
El club de la lucha
tuve ese look con la cabeza afeitada y de color azulado. Luego... qué puedo decir, me volvió a crecer el pelo. Pasaba frío. Para cuando llegó el momento de hacerme la foto de la solapa del libro ya me había crecido otra vez el pelo, aunque tampoco ayudó mucho.
Mientras me hacía la foto para la solapa, la fotógrafa dejó claro que iba a salir feo y que no era culpa de ella.
Así que dejé todos los nuevos colores de polos, incluidos el calabaza, el terracota, el azafrán y el celadón en el Gap, me fui y no leí las instrucciones del tubo de crema depilatoria para hombres. Me unté la cabeza con el producto y empecé a afeitarme el cuero cabelludo con la cuchilla. La única cosa peor que se puede hacer es mezclar agua con la crema depilatoria. Así que me enjuagué la cabeza con agua muy caliente.
Imaginad cómo debe de ser coserse uno la cabeza a cuchilladas y después echarse lejía en los cortes.
Al día siguiente me iba a Hollywood. Aquella noche no pude conseguir que me dejara de sangrar la cabeza. Tenía todo el cuero cabelludo hinchado y lleno de trocitos de papel higiénico. Era como una especie de look de cartón piedra con mis sesos debajo. Me sentí mejor cuando empezaron a cicatrizar los cortes, pero las partes rojas seguían hinchadas. Y las raíces del pelo empezaron a crecer de nuevo y a empujar las costras desde debajo. Los pelos enquistados me hacían bolitas de pus que yo tenía que ir vaciando.
Era: El Hombre Elefante va a Hollywood.
La gente de la compañía aérea me hizo subir al avión a toda prisa, como si fuera un órgano de un donante. Cuando eché el asiento hacia atrás, las costras se me pegaron a la pequeña funda de papel que cubría la parte superior del respaldo. Después del aterrizaje, la auxiliar de vuelo me la tuvo que despegar. Probablemente aquello tampoco fue el punto álgido de su jornada.
Es por eso por lo que escribo.
La infección de mi cabeza empeoró. Todo el mundo a quien yo iba conociendo parecían héroes de leyenda, como si todos fueran hijos de JFK. Todas las mujeres eran como Uma Thurman. En todos los restaurantes a los que íbamos, los ejecutivos de Warner Brothers y de Tri-Star venían a hablarme de sus últimos proyectos.
Es por eso por lo que escribo, ya lo creo.
Nadie cometió el error de mirarme a los ojos. Todos hablaban del próximo bombazo de la industria.
El productor de la película de
El club de la lucha
me llevó en coche por todos los platos abiertos de la Fox. Vimos el sitio donde filmaban
Policías de Nueva York.
Les dije que yo no veía la televisión. No era la mejor noticia que podía darles.
Fuimos a Malibú Colony. Fuimos a Venice Beach. El único sitio al que yo quería ir era el museo Getty, pero hay que conseguir cita con un mes de antelación.
Así que es por eso por lo que escribo. Porque la mayoría de las veces la vida no es divertida hasta que uno la revive. La mayoría de las veces no se puede ni aguantar.
La cabeza no me paraba de sangrar. A quien estuviera más abajo en la jerarquía le tocaba llevarme en coche. Me enseñaron todas aquellas huellas de manos y de pies en el cemento e hicieron un aparte para discutir los ingresos brutos de
Twister
y de
Misión imposible
mientras yo deambulaba igual que el resto de los turistas mirando el suelo en busca de Marilyn Monroe.
Me llevaron en coche por Brentwood, por Bel-Air, por Beverly Hills y por Pacific Palisades.
Me dejaron en el hotel, donde me quedaban dos horas antes de bajar a la cena. Allí estaba yo, allí estaba el minibar pidiendo a gritos ser saqueado y allí había también un baño más grande que el sitio donde yo vivía. El baño estaba cubierto de espejos, así que mi imagen estaba por todas partes, completamente desnudo y con las erupciones de mi cabeza finalmente supurando líquido blanco. Con el botellín de ginebra del hotel en la mano. La bañera gigante seguía llenándose y llenándose, y nunca había más de tres dedos de agua.
Uno se pasa años y años escribiendo. Se sienta a oscuras y dice: Algún día. Un contrato editorial. Una foto en la solapa. Una gira promocional. Una película de Hollywood. Y llega el día en que consigue todo eso y no sale como uno lo había planeado.
Luego te llega por correo la adaptación de tu libro y ves que pone:«
El club de la lucha,
de Jim Uhls». Es el guionista. Y muy por debajo, entre paréntesis, pone: Basado en tu novela.
Es por eso por lo que escribo, porque la vida nunca funciona salvo si miras hacia atrás. Y escribir le hace a uno mirar hacia atrás. Porque como es imposible controlar la vida, por lo menos puedes controlar tu versión de la misma. Porque incluso sentado en mi charco de agua templada en Los Ángeles, ya estaba pensando en qué les contaría a mis amigos cuando me preguntaran por aquel viaje. Les hablaría de mi infección y de Malibú y de la bañera sin fondo, y ellos me dirían:
Eso tienes que escribirlo.
(The Lip Enhancer)
Fue Ina la primera que me habló de los labios de Brad y de lo que hace con ellos. Conocimos a Brad el verano pasado, cerca de Los Ángeles, en San Pedro, en una extensión de seis acres de cemento pelado y guerra de bandas, con el territorio de los Crip y los Blood marcado por todas partes a nuestro alrededor. Era el decorado de una película basada en un libro que yo había escrito y que apenas recordaba. Justo antes de esto, a un hombre del vecindario lo habían atado al banco de una parada de autobús allí mismo. Los trabajadores del equipo de rodaje lo habían encontrado atado y muerto a tiros. El equipo estaba construyendo una mansión victoriana en ruinas valorada en un millón de dólares.
Toda esta introducción, toda esta construcción del escenario es para no parecer yo demasiado estúpido.
Esto solamente parece que trata de Brad Pitt.
Era la una o las dos de la mañana cuando Ina y yo llegamos allí. En el campamento base de la productora, los extras dormían convertidos en bultos oscuros, encogidos dentro de sus coches. Esperando a que los llamaran. Cuando aparcamos, un guardia de seguridad me explicó que teníamos que recorrer a pie y sin protección las dos manzanas que nos separaban del escenario del rodaje.
Del cercano vecindario a oscuras llegó el ruido de un disparo, luego otro.
Son tiroteos desde los coches, nos dijo el guardia. Para llegar al decorado, dijo, teníamos que mantener la cabeza gacha y correr. Vosotros corred, nos dijo. Venga.
Así que corrimos.
De acuerdo con Ina, lo que hace Brad es relamerse los labios. Muy a menudo. De acuerdo con Ina, es poco probable que sea algo accidental. De acuerdo con Ina, Brad tiene unos labios magníficos.