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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (28 page)

Lo que se está terminando es la novela transgresora catártica.

Películas como
Thelma
y
Louise,
libros como
The Monkey Wrench Gang,
cada vez es menos probable que su público se ría y los entienda. Por el momento, conseguimos fingir que no somos nuestro peor enemigo.

Estrategia de alto riesgo

(Brinkmanship)

En aquel bar no se podía poner una botella de cerveza sobre la mesa sin que varias cucarachas treparan por la etiqueta y se ahogaran en ella.

Cada vez que dejaba la cerveza, en el siguiente trago había una cucaracha muerta. Había strippers filipinas que, entre número y número, venían a jugar a billar en tanga. Por cinco dólares ponían una silla de plástico en las sombras entre montones de cajas de cerveza y te hacían un lap dance.

Íbamos allí porque estaba cerca del hospital Good Samaritan.

Visitábamos a Alan hasta que los calmantes lo dejaban dormido y entonces Geoff y yo nos íbamos a beber cerveza. Geoff se dedicaba a aplastar con su botella de cerveza una cucaracha tras otra de las que correteaban por nuestra mesa.

Hablábamos con las strippers. Hablábamos con los tipos de las otras mesas. Éramos jóvenes, casi jóvenes, nos acercábamos a los treinta, y una noche una camarera nos preguntó:

—Si a vuestra edad ya estáis mirando a las bailarinas en un sitio como este, ¿qué haréis cuando seáis viejos?

En la mesa de al lado había un médico, un hombre mayor que nos explicó muchas cosas. Nos dijo que los focos que iluminaban el escenario eran rojos y negros porque aquello ocultaba los hematomas y las marcas de pinchazos de las bailarinas. Nos enseñó que en las uñas, en el pelo y en los ojos se les podían ver las huellas de sus enfermedades infantiles. Que se podía ver la calidad de su alimentación en sus dientes y su piel. Que oliéndoles el aliento y el sudor se podía saber de qué iban a morir.

En aquel bar, el suelo, las mesas, las sillas y todo estaba pegajoso. Alguien dijo que Madonna iba mucho allí cuando estaba en Portland rodando
El cuerpo del delito,
pero para entonces yo ya había dejado de ir. Para entonces Alan y su cáncer ya habían muerto.

Es una historia que ya he contado en otra parte, pero una vez prometí a una amiga que le presentaría a Brad Pitt si me dejaba ayudarla a diseccionar unos cadáveres en la facultad de medicina.

Ya había suspendido los cursos de medicina tres veces, pero su padre era médico, así que mi amiga continuaba yendo por allí. Tenía la edad que tengo yo ahora, era de mediana edad, la estudiante más vieja de su clase, y nos pasamos la noche entera diseccionando tres cadáveres para que los estudiantes de primer año pudieran examinarlos al día siguiente.

Dentro de cada cuerpo había un país entero del que yo siempre había oído hablar pero que nunca pensé que fuera a visitar. Allí estaban el bazo y el corazón y el hígado. Dentro de la cabeza estaban el hipotálamo y las placas y los nudos del Alzheimer. Con todo, lo que a mí más me asombró era lo que no había. Aquellos cuerpos amarillos, afeitados y correosos no se parecían en nada a aquella amiga mía que estaba allí cortando y serrando. Por primera vez vi que tal vez los seres humanos son más que sus cuerpos. Que tal vez exista el alma.

La noche en que ella conoció a Brad, veníamos del plato 15 de los estudios de la Fox. Era pasada la medianoche y estábamos caminando a oscuras entre los decorados de Nueva York usados en un millón de producciones desde que fueron construidos para Barbra Streisand en
Hello, Dolly!
A nuestro lado pasó un taxi con matrícula de Nueva York. Salía vapor de las tapas de alcantarilla falsas. De pronto las aceras estaban llenas de gente vestida con abrigos de invierno y cargada con bolsas de la compra de Gumps y Bloomingdales. Al cabo de un minuto alguien nos hizo un gesto para evitar que nos metiéramos —riendo y con pantalones cortos y camiseta— en un episodio de Navidad de
Policías de Nueva York.

Cogimos otra dirección, al lado de un plato abierto donde unos actores bajo unos focos y vestidos con ropa de quirófano azul estaban inclinados sobre una mesa de operaciones y fingían salvarle la vida a alguien.

En otra ocasión estaba fregando el suelo de la cocina y me desgarré un músculo del costado. O esa fue la impresión que me dio al principio.

Me pasé tres días yendo al urinario sin poder mear, y para cuando me fui del trabajo y cogí el coche rumbo a la oficina del médico, el dolor me hacía caminar como un pato. Para entonces, el médico del bar de striptease era mi médico. Me palpó la espalda y me dijo:

—Tienes que ir al hospital o vas a perder este riñón.

Unos días más tarde lo llamé desde la bañera, donde estaba sentado en un charco de orina y sangre, bebiendo champán de California y atiborrándome de Vicodin. Y le dije por teléfono:

—Acabo de mear mi piedra.

Y en la otra mano yo tenía una bola de nueve milímetros de diminutos cristales oxálicos, todos ellos afilados como cuchillas.

Al día siguiente volé a Spokane y acepté un premio de la Asociación de Libreros del Pacífico Noroeste por
El club de la lucha.

La semana siguiente, el día en que yo tenía cita, me llamaron para avisarme de que el médico había muerto. Un ataque al corazón en plena noche. Había muerto solo, en el suelo, al lado de su cama.

Mi bañera de fibra de vidrio sigue teniendo una circunferencia de color sangre alrededor.

Las luces rojas y negras. Los decorados. Los cadáveres embalsamados. Mi médico, mi amigo, muerto en el suelo de su dormitorio. Ahora quiero creer que no son más que historias. Quiero creer que nuestros cuerpos físicos no son más que maniquíes. Que la vida, la vida física, es una ilusión.

Y me lo creo, pero solo durante un instante de vez en cuando.

Tiene gracia, pero la última vez que vi a mi padre con vida fue en el funeral de mi cuñado. Mi cuñado era joven, casi joven, no había llegado a los cincuenta cuando tuvo el infarto. La iglesia nos presentó un menú y nos dijo que eligiéramos dos himnos, un salmo y tres oraciones. Era como pedir comida china.

Mi hermana vino de la sala de velatorios, de ver en privado el cuerpo de su marido, hizo una señal con la mano a mi madre y le dijo:

—Ha habido una equivocación.

Aquella cosa del ataúd, drenado y vestido y pintado, no se parecía en nada a Gerard. Mi hermana dijo:

—No es él.

La última vez que vi a mi padre me dio una corbata a rayas azules y me preguntó cómo se hacía el nudo. Yo le dije que se estuviera quieto. Con el cuello de la camisa vuelto hacia arriba, le pasé la corbata alrededor del cuello y empecé a atársela. Le dije:

—Levanta la cabeza.

Fue lo contrario del momento en que él me enseñó el truco del conejito corriendo por la cueva y me ató mi primer par de zapatos.

Aquella fue la primera vez en décadas que mi familia se juntaba para ir a misa.

Mientras escribo esto, mi madre me llama para decirme que mi abuelo ha tenido una serie de infartos. No puede tragar y se le están llenando los pulmones de líquido. Un amigo mío, tal vez mi mejor amigo, llama para decirme que tiene cáncer de pulmón. Mi abuelo está a cinco horas. Mi amigo está en la otra punta de la ciudad. Yo tengo trabajo que hacer.

La camarera nos decía:

—¿Qué vais a hacer cuando seáis viejos?

Y yo le decía:

—Ya me preocuparé cuando llegue.

Si es que llego.

Este artículo lo estoy escribiendo bajo la presión del plazo de entrega.

Mi cuñado llamaba a esta conducta «estrategia de alto riesgo», la tendencia a dejar las cosas para el último momento, de imbuirlas de un mayor dramatismo y estrés y aparecer como el héroe que está luchando contra el reloj.

«El sitio donde nací —decía Georgia O’Keefe— y los sitios y las formas en que he vivido no son importantes.»

Y decía:

«Lo único que interesa es lo que he hecho y con quién he estado».

Lo siento si todo esto parece un poco apresurado y desesperado.

Lo es.

Ahora me acuerdo...

(Now I Remember...)

Asunto: veintisiete cajas de bombones de San Valentín, precio 298 dólares.

Asunto: cuatro pájaros robóticos parlantes, precio 112 dólares.

A medida que se acerca el 15 de abril mi gestora, Mary, no para de llamarme y de preguntarme:

—¿Qué narices es todo esto?

Asunto: dos noches en el hotel Hilton de Carson (California), 21 de febrero de 2001.

Mary me pregunta por qué estaba yo en Carson. Porque el 21 es mi cumpleaños. ¿Qué tiene ese viaje que justifica que yo intente usarlo para desgravar?

Los bombones de San Valentín, los pájaros parlantes y las noches en el Hilton de Carson me hacen alegrarme enormemente de haber guardado los recibos. De otra forma no tendría ni idea. Un año más tarde ya no me acuerdo de a qué corresponden esas cantidades.

Es por eso por lo que, en el mismo momento en que vi a Guy Pearce en
Memento,
supe que por fin alguien estaba contando mi historia. Que estaba viendo una película sobre la forma de arte predominante de nuestra época:

Tomar notas.

Todos mis amigos con sus agendas electrónicas y sus teléfonos móviles no paran nunca de llamarse a sí mismos y de dejarse recordatorios de lo que va a pasar. Dejamos post-its para nosotros mismos. Vamos a la tienda del centro comercial, esa donde te graban cualquier cosa que te dé la gana en una cajita con baño de plata o en una pluma, y pedimos un recordatorio para cada acontecimiento especial que no conseguimos recordar porque la vida pasa demasiado deprisa. Compramos esos marcos de foto donde se puede grabar un mensaje en un chip de audio. ¡Lo grabamos todo en vídeo! Ah, y ahora hay esas cámaras digitales, así que podemos enviar nuestras fotos por e-mail a todas partes: el equivalente de este siglo al tedioso pase de diapositivas de las vacaciones. Organizamos y reorganizamos. Grabamos y archivamos.

No me sorprende que a la gente le guste
Memento.
Me sorprende que no ganara todos los premios de la Academia y luego destruyera todo el mercado de consumo de discos compactos grabables, libros en blanco, dictáfonos, agendas personales y todos los demás chismes que usamos para llevar a cabo un seguimiento de nuestras vidas.

Mi sistema de archivo es mi fetiche. Antes de irme de la Freightliner Corporation compré una pared entera de archivadores de acero negro de cuatro cajones a cinco pavos cada uno como restos de oficina. Ahora, cuando se acumulan los recibos, las cartas, los contratos y todo lo demás, cierro las persianas, pongo un cedé de sonidos de lluvia y me siento a archivar como un loco. Uso carpetas colgantes y etiquetas plásticas para archivador especiales de colores. Soy Guy Pearce sin el cuerpo estilizado y sin la cara bonita. Me dedico a organizar las fechas y la naturaleza de los gastos. Organizo ideas para relatos y datos desparejados.

Este verano, una mujer de Palouse (Washington), me contó que se puede plantar semilla de colza para conseguir comida o lubricante. Hay dos variedades distintas de semilla. Por desgracia, el tipo lubricante es venenoso. Por esa razón, cada condado del país tiene que decidir si permite a los granjeros plantar la variedad comestible o la lubricante de la semilla de colza. Si en algún condado se equivocaran con unas cuantas semillas podría morir gente. También me contó que la gente que costea el movimiento supuestamente popular para acabar con las presas hidroeléctricas son en realidad la industria norteamericana del carbón: no los militantes ecologistas cumbayás ni los practicantes del rafting por rápidos, sino los mineros del carbón que se oponen a la energía hidroeléctrica. Lo sabe, me dice, porque ella les diseña las páginas web.

Igual que pasa con los pájaros robóticos, se trata de datos interesantes, pero ¿qué puedo hacer con ellos?

Los puedo archivar. Algún día les encontraré un uso. Igual que mi padre y mi abuelo llevaban a casa leña y coches rotos, cualquier cosa gratis o barata que pudiera tener algún uso en el futuro, yo ahora apunto datos y cifras y me los guardo para algún proyecto futuro.

Imaginen la casa en Nueva York de Andy Warhol, abarrotada de montañas de objetos kitsch, botes de galletas y revistas viejas, y se harán una idea de cómo es mi mente. Los archivos son un anexo a mi cabeza.

Los libros son otro anexo. Los libros que escribo son mi sistema de retención de sobrecargas de las historias que ya no puedo conservar en mi memoria reciente. Los libros que leo sirven para reunir datos para más historias. Ahora mismo estoy mirando un ejemplar de
Fedro,
una conversación ficticia entre Sócrates y un joven ateniense llamado Fedro.

Sócrates está intentando convencer al joven de que el habla es mejor que la comunicación escrita o que cualquier comunicación grabada, como las películas. De acuerdo con Sócrates, el dios Toth del antiguo Egipto inventó los números, el cálculo, el juego, la geometría y la astronomía... y también inventó la escritura. Luego le presentó sus inventos al gran rey-dios Tamus y le preguntó cuál de ellos tenía que enseñar al pueblo egipcio.

Tamus dictaminó que la escritura era un
pharmakon.
Igual que la palabra «droga», el concepto podía usarse para cosas buenas y para cosas malas. Para cosas que curaban o para venenos.

De acuerdo con Tamus, escribir permitía a los humanos ampliar sus recuerdos y compartir información. Pero lo que es más importante, la escritura permitiría a los humanos apoyarse demasiado en aquellos medios externos de memoria. Nuestras memorias personales se marchitarían y empezarían a fallar. Nuestras anotaciones y registros reemplazarían a nuestras mentes.

Peor que eso, la información escrita no puede enseñar, de acuerdo con Tamus. No se puede cuestionar y tampoco se puede defender cuando la gente no la entiende bien o no la representa bien. La comunicación escrita le da a la gente lo que Tamus llamaba «el falso engreimiento del conocimiento», una certeza falsa de que comprenden algo.

Así que todas las cintas de vídeo de vuestra infancia, ¿acaso os dan una mejor comprensión de vosotros mismos? ¿O simplemente apuntalan los recuerdos defectuosos que tenéis? ¿Pueden sustituir vuestra capacidad para sentaros y hacerle preguntas a vuestra familia? ¿Para aprender de vuestros abuelos?

Si Tamus estuviera aquí, yo le diría que la memoria misma es un
pharmakon.

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