En algún momento después de aquello, mi hermana me envió una cinta de vídeo en la que Oprah Winfrey estaba entrevistando a Brad, y la verdad es que Ina tenía razón.
El primer día que conocimos a Brad, vino corriendo con la camisa abierta, bronceado y sonriente, y me dijo:
—¡Gracias por el mejor puto papel de toda mi puta carrera!
Eso es todo lo que recuerdo.
Eso y que quise tener labios.
Todo el mundo tiene unos labios enormes. Las modelos de pasarela, las estrellas de cine. En la parte de Oregón donde yo vivo, en una casa en el bosque, uno puede vivir prácticamente aislado del mundo, pero un día recibimos un catálogo de venta por correo y en el interior estaba el Potenciador Labial.
Para aquella película, a Brad le tuvieron que quitar las fundas de sus incisivos y pegarle unas fundas nuevas en forma de dientes partidos. Se afeitó la cabeza. Entre tomas, los encargados del vestuario le embadurnaban la ropa de polvo del suelo. Y seguía siendo tan guapo que Ina era incapaz de decir dos palabras seguidas. Las chicas del barrio se apelotonaban a centenares en las vallas de contención que había a dos manzanas de nosotros y coreaban su nombre.
Yo tenía que conseguir unos labios como aquellos.
De acuerdo con la gente de Facial Sculpting Inc., se pueden conseguir inyecciones de colágeno para los labios, pero no duran nada. Unos labios completos de colágeno te cuestan unos 6.880 dólares anuales. Además, el colágeno tiende a desplazarse por dentro y terminas con los labios llenos de bultos. Por si fuera poco, el proceso de inyección provoca hematomas oscuros y una hinchazón que puede durar hasta una semana, y hacen falta inyecciones nuevas de colágeno todos los meses.
En honor a la verdad, llamé a cinco consultas locales de cirugía cosmética de Oregón, todas las cuales ofrecían tratamientos labiales, y en todas se negaron en redondo a hablar del Potenciador Labial. Ni siquiera cuando acepté pagar cien dólares por una consulta. Ni siquiera cuando me puse de rodillas y supliqué.
Sí, doctora Linda Mueller, a usted me refiero.
El Potenciador Labial me costó veinticinco dólares más un par de pavos en concepto de gastos de envío, además del tono insidioso del hombre que me cogió el pedido. No es un producto pensado para hombres. Se supone que los hombres estamos por encima de esas cosas. Con todo, el Potenciador Labial es similar a un enorme número de sistemas de agrandamiento del pene disponibles en el mercado.
Se trata de sistemas que uno puede comprar y usar, sobre los que uno puede escribir ensayos graciosos y por tanto que le permiten a uno desgravar impuestos. No hace falta decir que varios de esos sistemas están de camino a mi casa por correo.
La palabra clave es succión. Igual que los sistemas de agrandamiento del pene, el Potenciador Labial usa una suave succión para distenderlos labios. Básicamente se trata de un tubo extensible de dos piezas cerrado por un lado. Te colocas el lado abierto del tubo sobre los labios y tiras del lado cerrado en dirección contraria, extendiendo el tubo. Eso crea una succión que absorbe tus labios al interior del tubo y te permite tener unos labios gruesos y carnosos en apenas dos minutos.
En las instrucciones, la joven encantadora tiene los labios tan absorbidos en el interior del tubo que parece un pez gurami dando un beso.
A algunas personas esto les provoca un chupetón enorme alrededor de la boca. Como cuando uno es niño y se pone la abertura de un vaso de plástico alrededor de la boca y de la barbilla y luego absorbe todo el aire hasta tener un moretón enorme y oscuro que se parece a la sombra de barba de Pedro Picapiedra o Homer Simpson.
No se puede usar el Potenciador Labial si se es diabético o se tiene alguna enfermedad de la sangre.
De acuerdo con el catálogo, tus nuevos labios gruesos y carnosos duran unas seis horas.
Así es como debió de sentirse Cenicienta.
Existen sistemas de succión similares para conseguir unos pezones más grandes y joviales.
Uno puede imaginar que en un futuro no muy lejano todas las grandes ocasiones empezarán horas antes, cuando te empiecen a chupar distintos aparatos y cada uno de ellos aumente el tamaño de una parte de ti durante unas horas. Y toda la noche será una carrera de velocidad para desnudarse y conseguir algo de amor antes de que tus partes regresen a su tamaño original.
Sí, hasta existe un sistema para aumentar de tamaño los testículos.
Fui el visitante 921 a la página web del Potenciador Labial.
Fui el visitante 500.000 a cualquiera de las páginas web de agrandamiento del pene.
La primera semana de uso del Potenciador Labial hay que aplicar el tratamiento dos veces al día. Eso implica sesiones breves y suaves de succión de los labios. Suena más excitante de lo que es.
Ahora bien, yo he besado labios finos y he besado labios gruesos. Y tengo lo que se puede llamar unos labios combinados, el de abajo grueso y el de arriba casi inexistente. En algunas culturas se marcan la cara con cuchillos. En otras se aplanan la cabeza de los bebés con unas tablas especiales en las cunas. En otras se alargan el cuello con aros de metal. Todas esas imágenes del
National Geographic
me pasaron por la cabeza mientras permanecía sentado en mi coche, con la cabeza echada hacia atrás en el ángulo recomendado de cuarenta y cinco grados, con el Potenciador Labial colocado bien prieto alrededor de mi boca y los labios absorbidos en el interior del tubo. La belleza es un constructo cultural. Una convención sobre la que se establece un acuerdo. Nadie miraba a George Washington, con sus dientes de madera y su peluca empolvada, y le llamaba víctima de la moda.
Al cabo de dos minutos —el tiempo máximo recomendado para el tratamiento— seguía sin parecerme a Brad. Cuando intenté hablar, casi todas las consonantes me salían como
bes,
con el mismo tono vagamente racista con que hablaba el personaje de labios enormes en los viejos dibujos animados de
Fat Albert
los sábados por la mañana.
—¿Qué bal, Fab Alberb? —le dije al retrovisor—. ¿Qué be barecen bis babios?
Mis labios estaban doloridos e hinchados, como si me hubiera comido barriles enteros de palomitas saladas.
Comprendí por qué ninguna de las encantadoras modelos de los folletos del Potenciador Labial sonreía nunca.
Salí a toda prisa del coche, todavía dentro del intervalo de tiempo antes de que mis labios disminuyeran de tamaño hasta quedar en nada. De vuelta al yo normal y corriente. Fui a un seminario de escritura y mi amigo Tom me preguntó:
—¿Tú no tenías bigote?
Probé a relamerme los labios al estilo Brad en el programa de Oprah.
Mi amiga Erin se me acercó, con los ojos fruncidos, y me preguntó:
—¿Has ido hoy al dentista?
Me acordé de Brad en la silla del dentista, soportando el dolor de que le cambiaran las fundas para poder tener un aspecto menos glamouroso con los dientes mellados. Un día debía tener los dientes en buen estado y al día siguiente, partidos. Cada cambio requería más tiempo en el dentista. Más dolor.
Tiene gracia, pero uno se ve a sí mismo de una manera determinada y cualquier cambio es difícil de entender. Es difícil decir si estaba más guapo o más feo. A mí me daba repelús, como en aquellos anuncios de los tebeos antiguos a los que uno podía escribir para pedir unos labios de negro o una nariz de judío. Como una caricatura de algo. En este caso, una caricatura de la belleza.
De acuerdo con los documentos incluidos en el paquete, el Potenciador Labial se puede lavar con agua y jabón. De acuerdo con la página web, es perfecto para regalarlo. Así que ahora está lavado y envuelto, y el cumpleaños de Ina es el 16 de octubre.
En alguna parte del sistema postal, en la parte de atrás de varios camiones o en la bodega de varios aviones, hay más sistemas de succión que se dirigen a mi casa. Decenas de millares se dirigen a las casas de otra gente. Esa gente y yo creemos en ellos. En algo que nos salve. Que nos libre. Que nos haga felices. Y, claro, uno puede argumentar que esa clase de truco de efectos especiales es válido en el caso de un actor. Porque un actor está interpretando un papel. Bueno, digo yo, ¿y quién no?
Así que en realidad esto no trata de Brad.
Trata de todo el mundo.
(Monkey Think, Monkey Do)
Este verano un joven me llevó aparte en una librería y me dijo que le había encantado lo que yo había escrito en
El club de la lucha
sobre los camareros que hacen guarradas con la comida. Me pidió que le firmara un ejemplar y me dijo que él trabajaba en un restaurante de cinco estrellas donde hacen guarradas todo el tiempo con la comida de los famosos.
—Margaret Thatcher —dijo— se ha comido mi esperma. —Levantó la mano con los dedos extendidos y dijo—: Por lo menos cinco veces.
Mientras escribía aquel libro conocí a un proyeccionista de cine que coleccionaba fotogramas sueltos de películas porno y los pasaba a diapositivas. Cuando yo le conté a la gente mi idea de insertar aquellos fotogramas en películas aptas para todos los públicos, un amigo me dijo:
—No lo pongas. La gente lo leerá y empezará a hacerlo.
Más tarde, mientras se estaba rodando la película de
El club de la lucha,
algunos peces gordos de Hollywood me dijeron que el libro les había impresionado porque ellos mismos habían metido porno dentro de películas normales cuando eran proyeccionistas jóvenes y airados. Otras personas me explicaban que se sonaban los mocos sobre las hamburguesas cuando tenían trabajos de cocineros en restaurantes de comida rápida. Me contaban que cambiaban de caja los frascos de tinte para el pelo en la tienda, de rubio a negro, de rojo a castaño, y que luego volvían para ver cómo los clientes furiosos y con el pelo hecho una pena le gritaban al encargado de la tienda.
Era la década de las «novelas transgresoras», que empezó con
American Psycho
y continuó con
Trainspotting
y
El club de la lucha.
Novelas sobre chavales aburridos que probaban cualquier cosa para sentirse vivos. Todo lo que me contaba la gente, yo lo metía en un libro y lo vendía.
En cada gira promocional, la gente me contaba que cada vez que se sentaban en la fila del avión donde estaba la salida de emergencia, el vuelo entero era una pugna por no abrir la portezuela. El aire saliendo a presión del aparato, las mascarillas de oxígeno cayendo, el caos de gritos y el aterrizaje de emergencia: «¡Mayday, mayday!». Claro como el agua: aquella puerta pedía a gritos que la abrieran.
El filósofo danés Søren Kierkegaard define el terror como el conocimiento de lo que tienes que hacer para demostrar que eres libre, aunque hacerlo te destruya. Su ejemplo es Adán en el Jardín del Edén, feliz y contento hasta que Dios le enseña el Árbol del Conocimiento y le dice: «No comas esto». Ahora Adán ya no es libre. Solamente hay una ley que tenga que violar, que deba violar, para demostrar que es libre, aunque hacerlo le destruya. Kierkegaard dice que, en el momento en que nos prohíben algo, lo tenemos que hacer. Es inevitable.
Si no hago todo lo que veo, me meo.
De acuerdo con Kierkegaard, la persona que permite que la ley controle su vida, que dice que lo posible no es posible porque es ilegal, está llevando una vida carente de autenticidad.
En Portland (Oregón), alguien está llenando pelotas de tenis con cabezas de cerillas y cerrándolas otra vez con cinta adhesiva. Luego deja las pelotas en la calle para que la gente las encuentre, y cuando alguien les da una patada o las tira explotan. Hasta el momento un hombre ha perdido un pie y un perro la cabeza.
Ahora los escritores de graffiti se dedican a usar cremas áridas que grabar el cristal para escribir en escaparates de tiendas y ventanillas de coche. En el instituto que graban el Tigard, en un barrio residencial, un adolescente no identificado coge su mierda y frota con ella las paredes del lavabo de hombres. La escuela solamente lo conoce como el «Mierdabomber». Se supone que nadie puede hablar de él porque la escuela tiene miedo de que aparezcan imitadores.
Como diría Kierkegaard, cada vez que vemos que algo es posible hacemos que pase. Lo hacemos inevitable. Hasta que Stephen King escribió sobre pringados que mataban a sus compañeros de instituto, nadie había oído hablar de tiroteos en las escuelas. ¿Pero acaso
Carrie
y
Rabia
lo hicieron inevitable?
Millones de nosotros pagamos para ver cómo destruían el Empire State en
Independence Day.
Ahora el Departamento de Defensa ha enrolado a los mejores creativos de Hollywood para prever posibles situaciones de terrorismo, entre ellos el director David Fincher, que derribó todas las torres de la Century City en
El club de la lucha.
Queremos conocer todas las formas en que podemos ser atacados. Para poder estar preparados.
Por culpa de Ted Kaczynski, Unabomber, ya no se puede enviar un paquete sin acudir a un empleado de correos. Por culpa de que la gente tira bolos sobre las autopistas, ahora los puentes peatonales están rodeados de verjas.
Menuda forma de responder, como si pudiéramos protegernos contra todo.
Este verano Dale Shackleford, el hombre convicto por matar a mi padre, dijo que el estado podía aplicarle la pena de muerte, pero que él y sus amigos supremacistas blancos habían construido y enterrado varias bombas de ántrax alrededor de Spokane (Washington). Si el estado lo mataba, algún día una excavadora rompería una bomba enterrada y morirían decenas de millares de personas. Los miembros del equipo de fiscales empezaron a llamar a aquella clase de declaraciones «mentiras shackle-freudianas».
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para no vivir tu vida. Uno puede negar su posibilidad de triunfar y echar la culpa a otro. Uno puede luchar contra cualquier cosa: Margaret Thatcher, los propietarios de viviendas, el deseo de abrir la portezuela en mitad de un vuelo... Cualquier cosa que uno finja que lo está oprimiendo. Uno puede vivir la vida carente de autenticidad de la que hablaba Kierkegaard. O uno puede llevar a cabo lo que Kierkegaard llamaba su Salto de Fe, mediante el cual uno deja de vivir como reacción a las circunstancias y empieza a vivir como una fuerza encaminada a lo que uno dice que debería ser.
Lo que se avecina es un millón de razones nuevas para seguir adelante.